Inferno

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La música nos acompañaba allí donde íbamos: dulzura melodramática, temas que recordaban los grandes espacios y la naturaleza o violines alegres, pero nunca himnos funerarios o tonos sombríos. Aquella música jovial era más deprimente que cualquier marcha fúnebre.

Poco a poco me fui dando cuenta de que podíamos oír algo más aparte de la música. No sé si había estado allí todo el tiempo, esperando a que cobráramos conciencia de ello, o si empezó cuando fuimos adentrándonos más en el Infierno.

Los sonidos llegaban de las tumbas. Gemidos. Quejidos. Graznidos de rabia. Maldiciones ahogadas. En una ocasión incluso un alegre silbido, una melodía que contrastaba agudamente con la música prefabricada que saturaba la atmósfera.

El aire frío se fue calentando poco a poco. Era nuestra primera señal de que estábamos saliendo del laberinto.

Seguimos las corrientes de aire caliente. Cuando la atmósfera se volvió tan caliente que estaba llena de vapor, encontramos una puerta.

Sonidos bastante inquietantes llegaron a nosotros desde el otro lado: gritos de agonía arrancados a gargantas que ya no podían contenerlos por más tiempo, mezclados con gritos de guerra casi animales y las maldiciones más feroces que jamás hubiera podido imaginarme.

Corbett quiso correr hacia adelante pero Benito le cogió del brazo.

—Con cuidado —nos advirtió.

Nos asomamos a mirar. El suelo caía bruscamente al otro lado del umbral, primero en vertical y después formando una ladera con un ángulo de cuarenta y cinco grados. La pendiente estaba compuesta de tierra cocida por entre la que asomaban afilados fragmentos de pedernal.

El fondo del abismo estaba tapado por el vapor, más o menos como ocurría en el pantano que había junto a Dis, pero aquí el vapor estaba caliente. La niebla se movía incesantemente y, de vez en cuando, se despejaba dejando ver algo. Poco a poco, fui comprendiendo la imagen global.

Estábamos contemplando un enorme lago cuyas aguas no tenían el color normal. La orilla se curvaba a cada lado hasta quedar ocultada por el vapor. Hombres y mujeres permanecían inmóviles con el agua roja y humeante hasta la cintura, y aullaban. Estaban tan pegados unos a otros como los bañistas de una piscina pública en un domingo veraniego de Kansas, y querían salir.

Algunos lo intentaban, pero no lo conseguían. Hombres armados patrullaban la orilla entre nosotros y las aguas color escarlata. Los guardias iban vestidos como para un baile de disfraces, llevando atuendos militares de todas las épocas y lugares, pero caminaban igual que centinelas cuyos oficiales les están observando. Todos tenían los ojos clavados en el lago y estaban preparados para utilizar sus armas.

Armas: allí había todas y cada una de las armas conocidas por la historia. Pistolas, arcos, hoces, ballestas, lanzadores de dardos, hondas, picas y lanzas, rifles AR-15…, todas preparadas y a punto de que las utilizaran. Cuando alguien intentaba salir del lago, los centinelas disparaban.

Vi a una mujer vestida de negro casi cortada en dos por la ráfaga de un rifle automático. Lanzó un chillido de agonía y volvió a meterse en el lago, quedándose inmóvil mientras se curaba.

Se curaba. Entonces empecé a comprender todo el significado de que no pudiéramos morir.

Vi a un hombre con una larga barba que llevaba una corona de oro en la cabeza y tenía el pecho lleno de dardos de ballesta. Era tozudo. Se acercaba a la orilla. Los centinelas disparaban y el hombre retrocedía tambaleándose, con el grito emergiendo igual que un siseo ahogado por entre sus dientes. Se arrancaba los proyectiles del pecho y los arrojaba despectivamente al agua… y volvía a dirigirse hacia la orilla.

Y volvía. Y volvía. Era un idiota, pero un idiota muy valiente.

—Supongo que los guardias no están de nuestra parte, ¿verdad? —murmuré.

Benito se estremeció.

—No. Al contrario, si nos cogen… —No llegó a terminar la frase, pero no hacía falta.

Aquellos uniformes hacían que los guardias tuvieran un aspecto ridículo. Algunos de los uniformes me resultaban conocidos. Esvásticas nazis y uniformes de infantería norteamericanos. Guardias del regimiento Coldstream y soldados de las tierras altas de Escocia. Azul y gris de la guerra de Secesión. Cascos de la Primera Guerra Mundial. Casacas rojas y el azul de los continentales de Washington. Gorros de piel y los soldados ingleses que lucharon con Gordon en China, y muchos más: legión romana, hoplita griego, uniformes vagamente asiáticos, túnicas hasta los pies y escudos de mimbre, lanzas con manzanas doradas en el astil; y aún más, hombres de tez amarilla cubiertos con pieles de animal, negros y pielesrrojas que no llevaban gran cosa aparte de sus pinturas de guerra, hombres de piel azul totalmente desnudos… ¿Piel azul? Britanos cubiertos de hierba caminando junto a legionarios, seguidos por hombres y mujeres con monos que llevaban minúsculas ametralladoras de una clase que jamás había visto.

Y todos observaban el lago, incesantemente, manteniéndose siempre alerta.

—Aquí arriba no podrán vernos —dije—. ¿Y ahora qué?

—Debemos cruzar el lago —dijo Benito—. Hay un sitio, lejos de aquí, donde sólo llega hasta los tobillos. En todas las demás partes hay zonas capaces de cubrirnos hasta la cabeza. Los condenados se encuentran sumergidos a la profundidad correspondiente a la violencia de sus actos en la Tierra.

—Esas aguas parecen estar calientes. Echan vapor.

—Eso es sangre hirviendo. —Benito dejó escapar una seca carcajada—. ¿Qué esperabas para los violentos?

Un silencio helado pareció estirarse interminablemente entre nosotros dos.

—¡No podemos meternos ahí dentro! —gritó Corbett—. ¡No!

—Jerry…

—Yo ya me he quemado, ¿os acordáis? ¡Nunca lo conseguiremos! ¡Cuando tengamos los tobillos cocidos caeremos de rodillas! ¡Y cuando se nos asen las piernas caeremos de narices dentro de eso!

—Sin embargo, como puedes ver, todos los hombres y mujeres del lago están de pie.

Aquella voz tranquila detuvo el monólogo aterrorizado de Corbett. Miró hacia el lago. Yo ya me había dado cuenta de que Benito estaba en lo cierto. Si podían mantenerse en pie, eso quería decir que sus piernas quemadas debían ser capaces de seguir funcionando. Claro que eso no haría que dejaran de dolerles…

—Los centinelas no nos permitirán vagar libremente por el Infierno —nos advirtió Benito—. Si no tienen instrucciones respecto a cuál es nuestra sentencia, puede que nos arrastren hasta el punto más profundo y nos mantengan allí. Ya habréis notado que sus armas no matan, pero pueden dejar incapacitado.

Quedémonos aquí, Carpentier. La música está empezando a gustarme.

—No deben fijarse en nosotros. Tenemos que gritar lo menos posible. —Benito hablaba muy seriamente, sin el más mínimo rastro de humor. Benito llevaba tanto tiempo en el Infierno que el sufrimiento no le parecía nada raro, ni tan siquiera algo que se saliera un poco de lo normal.

—Quizá haya una forma mejor de conseguirlo —dijo Corbett. Señaló hacia adelante—. Allen, ¿qué ves?

—Una isla. —Medio oculta por el vapor, apenas si sobresalía del lago, un par de kilómetros a nuestra derecha. Estaba más llena de gente que las aguas que la rodeaban, esas aguas que Benito había dicho eran sangre hirviendo.

Justicia poética. Infinitamente exagerada, como todo lo de aquí. Sin duda la gente que se cocía allí abajo vivió cometiendo asesinatos, o torturando, o secuestrando. O quizá fueran incendiarios. Los violentos… Bueno, al menos sabíamos cómo cruzar.

—Benito, ¿podemos llegar a la isla?

Benito estaba mirando hacia allí, con los ojos desorbitados y su gran mandíbula cuadrada muy rígida.

—No tenía ni idea de que hubiera una isla en el Aqueronte. Dante no habló de ella.

—Supongo que sí hablaba de la sangre hirviendo, ¿no?

—Por supuesto. También describía el vado que usé antes. El vado se encuentra muy vigilado y quizá sería mejor usar la isla. —Lo pensó durante unos segundos—. Dante tampoco habló de que en el Aqueronte hubiera ninguna embarcación.

—¿Una embarcación?

—Sí, Allen, un barco de madera hundido al otro lado del Aqueronte. La cubierta está al mismo nivel de la sangre. He estado a bordo. En la cubierta hay grandes parrillas, y debajo de las parrillas hay almas.

—Tratantes de esclavos —especuló Corbett.

—Probablemente —dijo Benito.

Pero ¿cómo había podido subir a ese barco? ¿Sería de allí de donde había escapado? ¿O de algún lugar situado todavía más abajo? No me atreví a preguntárselo pero ¿cómo podíamos confiar en él hasta no saber cuál era su crimen?

¿Y qué otra cosa podíamos hacer, salvo confiar en él?

—No debemos preocuparnos de los traficantes de esclavos —dijo Corbett—. Supongo que lo mejor sería ir siguiendo la orilla hasta quedar enfrente de la isla y tratar de llegar hasta ella.

Nos miramos los unos a los otros y movimos la cabeza en señal de asentimiento.

Dimos la vuelta por dentro del mausoleo, yendo en línea paralela a la orilla, dejando atrás muros de estantes con urnas que contenían cenizas. Saboreé aquel aire frío y húmedo. Lo echaría de menos. El risco se encontraba justo al otro lado de aquella pared.

¿Para qué molestarse, Carpentier? ¿Por qué no quedarse aquí?

No. Tenemos que salir de aquí. Minos acabaría encontrándonos y entonces, ¿qué? Tenemos que escapar.

Eh, Carpentier, ¿qué te hace pensar que hay una salida?

No quiero pensar en eso. Tiene que haber una salida. Benito dice que existe. Dante habló de ella…

¡Sí, una salida par a él! ¡Un hombre vivo cuyo guía podía llamar a los ángeles!

Hay una salida del Infierno y vamos a encontrarla, porque no podemos morir intentándolo, porque no hay otra cosa que hacer salvo quedarse sentados durante toda la eternidad. La eternidad…

Carpentier, estoy asustado.

Yo también. Hablemos con los otros. Están tan asustados como tú. Hablar ayuda.

—Los guardias… —dije—. Creo que pueden darnos dos clases de problemas.

—A mí me preocupa más el cocerme —dijo Corbett.

—Creo que no me gustaría demasiado que me llenaran de flechas y balas —dije yo—. Pero, aparte de eso, ¿qué infiernos están haciendo ellos aquí?

Corbett se limitó a reír. Montan guardia, me dijeron sus ojos.

—Cometieron actos de violencia creyendo que estaba justificada —dijo Benito—. Lucharon por lo que pensaban era una causa más alta.

—¿Y en el Cielo no hay soldados?

—Estoy seguro de que debe haberlos. Pero estos hombres disfrutaron con su trabajo. —Su voz cobró un matiz de tristeza—. Y siguen disfrutando con él. No intentan escapar.

—Qué extraño… Están sirviendo a los Constructores, o al Gran Jujú, o a Dios, no importa cómo llamemos al amo de este lugar. ¡Si están sirviendo a Dios deberían estar en el Cielo!

Benito se encogió de hombros.

—O en el Purgatorio. Quizá. La teología no es mi especialidad. La próxima puerta se encuentra ahí mismo, tened cuidado.

No dijo nada más pero recordé al personal uniformado de Disneylandia y me pregunté si los guardias harían turnos de trabajo. ¿Tenían hogares a los que ir cuando acababan de trabajar? ¿Volvían a casa y le contaban a sus esposas qué tal les había ido el día?

Esperamos, asomando la cabeza por el umbral para observar la orilla. La isla se encontraba justo delante de nosotros, a unos cincuenta metros de la orilla, oscurecida por nubes de vapor y tan difícil de ver como si se hubiera encontrado a dos kilómetros de distancia.

Un grupo de siluetas vestidas con túnicas y que no llevaban armas pasó ante nosotros.

—Sacerdotes de la inquisición —murmuró Benito—. Llamarían a las autoridades seculares. Los soldados…

Se alejaron. Un grupo de mujeres bárbaras pasó ante nosotros, con los brazos y los hombros del mismo color que su armadura de bronce. Llevaban arcos y unas pequeñas espadas. Detrás venía otro grupo, también de mujeres, vestidas con uniformes color verde aceituna y armadas con ametralladoras. Acabaron desapareciendo y la orilla quedó despejada.

—Corred —ordenó Benito.

Corrimos. Unos noventa centímetros nos separaban del comienzo de la cuesta. Caí de pie y seguí corriendo, en una especie de caída medio controlada. Los guijarros me desgarraban los pies. Cuando llegué ala playa seguí corriendo, porque sabía que jamás sería capaz de entrar caminando en aquel lago hirviente. Las nubes de vapor envolvieron mi cuerpo, ocultándome de los guardianes, y corrí hacia el coro de gritos y alaridos. El olor era terrible, una mezcla del olor a cobre de la sangre fresca y el desagradable olor de la sangre seca.

Corbett se me había adelantado. Entró en el hirviente fluido rojo y gritó. Y se quedó inmóvil, con el líquido hasta las rodillas, gritando de dolor. Benito entró en el lago, abriéndose paso por entre aquella sustancia igual que si fuera un maldito robot, y cogió a Corbett por el brazo para impedirle que se diera la vuelta. Un instante después yo mismo estaba en el lago. Tropecé con un hoyo y el líquido me cubrió hasta la cintura.

Sentí un dolor muy extraño, como si hubiera metido el dedo en un enchufe. Era algo irreal, que te dejaba aturdido. Todos mis sentidos estaban hechos un lío. Conocí el aroma del dolor, cómo olía y cuál era su aspecto, y no había nada que ver ni que oír salvo el dolor. No podía controlar mis miembros. Estaban agitándose y moviéndose espasmódicamente, y casi consiguieron hacerme caer de bruces en aquella sustancia.

Me volví hacia la orilla, moviéndome igual que una marioneta. Nada podía ser peor que aquel dolor.

Medio pelotón de Boinas Verdes estaba de pie en la orilla, observándonos. Tenían amigos: unos hombrecillos con pijamas negros.

Me di la vuelta. Había que seguir. Una abertura momentánea de aquel vapor nebuloso me había permitido ver sus ojos: opacos, inexpresivos, concentrados en su tarea; y su tarea era impedir que nadie saliera de la sangre.

—La isla —grité—. ¡A la isla! —Pero no me moví, y tanto Benito como Corbett siguieron inmóviles. Nos quedamos allí donde estábamos, gritando.

—¡La isla! —Corbett rió histéricamente, una risa en la que se mezclaban el dolor y el horror—. No podemos usar la isla…

—¿Qué? —grité.

—¡Idiota! ¡Mira!

Tenía razón. Maldije a las nubes de vapor que la habían disimulado. La isla estaba llena de gente, cuerpos pegados los unos a los otros ocupando hasta el último centímetro cuadrado del suelo. Jamás había visto a una multitud de peor aspecto. Iban armados con lo que habían podido encontrar, desde garrotes hasta toscos cuchillos que parecían hechos con fragmentos de hueso. Mientras les observaba, alguien que intentaba salir de la sangre fue rechazado por media docena de cuchilladas. Se apartó de ellos, gritando y tambaleándose, dejando tras sí una estela de espuma rojiza.

Benito vino hacia mí. Seguía teniendo cogido a Corbett por el brazo.

—Tenemos que rodear la isla.

No podía moverme. De repente Benito me cogió por el hombro y empezó a abrirse paso por aquel hirviente líquido rojo, remolcándonos igual que si fuéramos niños. Recordaba su fuerza. Luchar con él no habría servido de nada. Y no quería luchar con él. Quería salir de allí, pero mis miembros no pensaban obedecerme. El dolor me tenía paralizado.

El rostro de Benito mostraba claramente la agonía que estaba sufriendo. Sentía tanto dolor como nosotros. Pero siguió avanzando.

—¡Más abajo hay un sitio donde las almas de los condenados ni tan siquiera tienen permiso para gritar! —aulló—. ¡Al menos, aquí no hay ninguna ley contra el gritar!

—¡Ya! ¡Menos mal, qué alegría! —grité yo.

Nos detuvimos. Había guardias en la orilla. Un hombre con un sombrero puntiagudo estaba mirando por unos binoculares. No osamos movernos.

Hay dos formas de enfrentarse a un dolor continuo y de gran intensidad. En las dos hace falta gritar. Puedes esforzarte por ahogar los gritos, y éstos se abrirán paso por entre tus dientes; o puedes limitarte a dejarlos salir tal y como vienen. Igual que ocurre con los gritos, puedes concentrarte en la fuente del dolor y tratar de reducirlo, como sea: a la izquierda hay una corriente de sangre un poco menos hirviente, ¡adentro! Ponte de puntillas, ganas un centímetro…

O puedes decirte a ti mismo que ya se pasará y concentrarte en alguna otra cosa.

La isla se encontraba bastante revuelta. Los habitantes estaban gritándole algo a uno de los suyos. Un hombre, con los pies separados y las manos levantadas por encima de la cabeza… Las manos sostenían el astil de una lanza: un trozo de madera que podía haber sido un remo roto o una rama de árbol, y una punta metálica en forma de hoja suspendida unos cuantos centímetros por encima de su pie. A punto de herir pero ¿el qué? Los demás alargaban la mano para sacudirle por los hombros y el hombre gritaba pero con un dolor agónico algo diferente al de los otros gemidos que le rodeaban.

Intenté oír lo que decía. El gemir inarticulado de los miles de cuerpos metidos en el líquido, el mío incluido, se había convertido en un mero ruido de fondo, desvaneciéndose como el repugnante olor de la sangre hirviendo. Logré captar frases sueltas.

—¡Mátales! Mátales antes de que…

—¡Billy, si no piensas hacerlo déjanos pasar!

—Idiota, tienes que hacerlo, dentro de un momento nos habrán rodeado…

—¡No! —aulló el hombre de la lanza.

Y el suelo pareció hacer erupción bajo sus pies.

Empezó a darle patadas a lo que le agarraba por los tobillos, fuera lo que fuese. Logró soltarse y corrió hacia la orilla de la isla. Los demás se apresuraron a dejarle paso libre y un instante después volvieron a unirse para cerrar la abertura. La parte de la isla situada detrás de ellos temblaba igual que si sufriera un terremoto, y tanto garrotes como cuchillos subían y bajaban en un ritmo horrible.

«Billy» se metió en la sangre hirviendo hasta las rodillas y se quedó quieto. Cuando tragaba aire para emitir su primer grito de sorpresa, tres manos le golpearon en la espalda. Cayó de bruces en el líquido rojo. Dos olas cayeron sobre los bañistas que había a su alrededor.

Un instante después ya estaba en pie, con su lanza en ristre y dispuesta a golpear. Yo estaba seguro de que lucharía, intentando regresar a la isla. Pero no lo hizo. Se dio la vuelta y empezó a adentrarse en el líquido, viniendo hacia nosotros. Cuando estaba a unos treinta centímetros de mi nariz me dijo:

—Amigo, quedarse mirando de esa forma es de mala educación.

—Lo siento. ¿Qué ha pasado? ¿Te dejarán volver a la isla?

Se volvió a mirar a los que hasta entonces habían sido sus vecinos.

—Esos bastardos no pudieron conmigo… —Daba la impresión de estar conteniendo el aliento…, igual que hacíamos todos, pues todos intentábamos hablar sin dejar escapar ningún grito. Los sonidos que emitíamos resultaban casi divertidos—. Yo…, jamás pensé que dolería tanto —dijo.

—¿Por qué no te quedaste en la isla?

—No podía aguantar todas esas muertes.

—¿Qué?

Benito y Corbett se habían acercado a escuchar. «Billy» me examinó, con su rostro retorcido en una mueca de agonía.

—No sabes nada de la isla, ¿verdad?

Meneé la cabeza. El Afrika Korps se había marchado pero habían sido sustituidos por unos coraceros con mosquetes. Seguíamos sin atrevernos a hacer ningún movimiento.

—Los que vivimos en la isla matamos gente, igual que vosotros, los del agujero. Pero todos teníamos alguna excusa, alguna razón para vernos obligados a matar. Como yo… Estábamos metidos en una guerra de fronteras. Ni tan siquiera la empezamos.

—Ah, ¿sí? —dije yo.

Pareció tomárselo a mal.

—¿Crees que podríamos haber acabado con la guerra? ¿Que tendríamos que haber aceptado la amnistía?

No sabía de qué estaba hablando y tampoco me importaba demasiado. Sus ojos azules se habían vuelto tan feroces y helados como los de un asesino.

—No te preocupes por mí —le dije—. Yo también estoy en el Infierno.

Eso le calmó, e hizo que todo él cambiara. Era más joven y más bajo que yo, y aquel corte de pelo hecho por un aficionado le daba un agradable aire de adolescente. Aunque el cabello estaba empapado de sangre…

—Después tenemos a Harry Vogel —siguió diciendo—, que estaba atracando una licorería cuando el propietario le quitó la máscara de un tirón. Había visto su cara así que debía morir, ¿entiendes? Y Rich y Bonny Anderson, secuestraron a un chaval, y todo habría ido bien pero el chaval logró escaparse. Logró llegar hasta una calle muy grande llamada autopista y una especie de máquina le golpeó. —Miró hacia abajo y siguió hablando, muy deprisa, como si aquello pudiera hacerle olvidar el dolor—. Bonny está aquí, Rich no. A Rich le dio por la religión. ¡Eh, Aaron Burr está en la isla! Y también tenemos a ese tipo que dirigía el campo de prisioneros de Andersonville…

—Ya voy comprendiendo. Si pensaban que tenían que hacerlo, salían un poco mejor librados.

—Sí. —Billy se miró la cintura—. Duele. Creo que este dolor es tan malo como el peor que haya sentido nunca, dejando aparte al de morirse. Pero no pienso volver. No. —Pese a todo, miró hacia atrás y no parecía estar demasiado seguro de lo que decía. Lo repitió—: ¡No! ¡Nunca más volveré a matar a nadie!

—Es la segunda vez que…

—Bueno, los habitantes de esa isla no son gente del montón, ¿sabes? La mayor parte son jueces, congresistas, abogados y unos cuantos miembros del jurado, así como sheriffs corruptos…

—¡Espera! ¡Espera! —Recordé a la gente de la isla, intentando contenerle—. ¿Te refieres a los habitantes de la isla? ¿A personas vivas?

Juro que Billy estaba disfrutando de mi reacción.

—Sí. Tenemos que mantenerles lisiados. Es obra de Minos: les inflige ese castigo por haber dejado que asesinos convictos y confesos andarán sueltos por entre los ciudadanos que les pagaban para obtener su protección.

Algunos eran miembros del jurado que aceptaron sobornos, y abogados que manipularon un poco las pruebas, y congresistas que hicieron promulgar leyes contra el meter a un hombre en la cárcel si las pruebas no habían sido obtenidas de una cierta forma especial… No sé. Ese tipo de leyes son algo nuevo para mí. Cuando vine aquí la isla era mucho más pequeña.

—¡Y siguen volviendo a la vida! —Estaba tan asombrado que incluso me había olvidado del dolor.

—Puedes estar seguro de que vuelven, amigo. Y tenemos que seguirles convenciendo de que no se muevan, ya sea de una forma o de otra. De lo contrario se marcharían a nado y, ¿en qué situación quedaríamos nosotros?

—¿Metidos hasta la cintura en sangre hirviendo?

Intentó reírse.

—Bueno, supongo que prefiero cocerme. Si pudieran morir no me importaría, pero no pueden morir. Si les dejas en paz el tiempo suficiente intentan levantarse. No puedo aguantarlo más.

Sentí la mano de Benito sobre mi hombro.

—Allen, la orilla está libre de guardias. Creo que podemos.

Corbett ya estaba avanzando por el líquido. Le seguí, tambaleándome sobre mis piernas envaradas. Un impulso repentino hizo que me diera la vuelta.

—¿Por qué no vienes con nosotros? Abajo no puede ser peor que aquí.

Sus ojos se iluminaron con un leve brillo de esperanza.

—Quizá tengas razón.

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