Inferno

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INFERNO II - LEYENDAS » XI. En París

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XI

EN PARÍS

Una vez más —¿será la última?— me apeo en la Gare du Nord. No me pregunto ya qué vengo a hacer aquí, puesto que en la capital de Europa me siento como en mi propia casa. Ha ido tomando cuerpo en mí una especie de decisión, más bien vaga, lo admito: la de retirarme al convento de los benedictinos de Solesmes.

Pero antes quiero visitar los viejos lugares, con sus recuerdos dolorosos y tan dulces. Así vuelvo a ver el Jardin du Luxembourg, el Hotel Orfila, el cementerio de Montparnasse y el Jardin des Plantes. En la rue Censier me detengo un momento para echar una mirada furtiva al jardincillo de mi hotel de la rue de la Clef. Grande es mi emoción al volver a ver el pabellón y la habitación donde escapé de la muerte, esa noche terrible en que luché con el arcángel sin saberlo. ¡Imaginaos mi estado de ánimo cuando, al dirigirme hacia el Jardin des Plantes, observo los rastros del vendaval que ha devastado precisamente mi alameda, delante de los osos y los bisontes!

Tomando por la rue Saint-Jacques, descubro la librería espiritista y compro El libro de los espíritus de Allan Kardec, del que nada sé.

Me lo llevo y lo leo. Pero está Swedenborg y sobre todo Madame Blavatsky, y reencontrando «mi caso» por todas partes, no puedo negar que soy espiritista. ¡Yo, un espiritista! ¡Nunca hubiera pensado acabar así, cuando hacía burla del espiritismo de mi antiguo jefe, en la Biblioteca Real de Estocolmo! ¡Nunca sabe uno cómo va a acabar!

Prosiguiendo los estudios de Allan Kardec, observo el repetirse de los síntomas del encantamiento de otro tiempo: el estruendo por encima de mi cabeza, la opresión en el pecho, el temor a todo. Pero no me dejo intimidar y sigo leyendo revistas de espiritismo, vigilando atentamente gestos y pensamientos.

Entonces, tras unas clarísimas advertencias, una noche me despierta un ataque al corazón, justo cuando daban las dos.

He comprendido: no está permitido hurgar en los secretos de las potencias. Tiro los libros prohibidos y de inmediato vuelve la paz, lo que basta para demostrarme que la voluntad superior se ha visto cumplida.

Al domingo siguiente visito Notre-Dame y asisto a la función de vísperas. Conmovido por la ceremonia, de la que no comprendo una palabra, me deshago en lágrimas y salgo convencido de que allí, en la Santa Madre Iglesia, se encuentra la salvación.

Ahora bien, ¡no era verdad! Puesto que, al día siguiente, leo en la prensa que el abate de Solesmes acaba de ser destituido por atentar contra la moral.

—¡Siempre seré el juguete de los invisibles! —exclamo yo, impresionado por este golpe tan certero. Luego me calmo, reprimiendo la crítica indebida, y decido esperar.

El nuevo libro que el azar pone en mis manos me hace entrever los designios de mi gobernador. Es Las tentaciones de San Antonio de Flaubert. «A todos aquellos a los que atormenta el deseo de Dios, yo los he devorado», dice la Esfinge.

Este libro me hace daño y me espanta, porque reconozco en él las ideas que yo mismo expresé en el «misterio» de Inferno; la sustitución del buen Dios por el Maligno. Y me desprendo de él después de su lectura, como de una tentación del diablo, que es su autor: «Antonio se santigua y vuelve a la oración.» Así termina Flaubert su libro, y yo sigo su ejemplo.

Luego me cae en suerte, en el momento adecuado, En camino de Huysmans. ¿Por qué me llega tan tarde esta confesión de un ocultista? Porque era preciso que dos destinos análogos se desarrollasen paralelamente, como pruebas y contrapruebas.

Un curioso que provoca a la Esfinge y es devorado por ella, a fin de que su alma sea salvada al pie de la cruz. Ahora bien, que un católico vaya a La Trapa para confesarse al sacerdote, me parece correcto, pero en mi caso el mea culpa pronunciado coram populo por escrito debe bastar. Por otra parte, las ocho semanas que he pasado en París escribiendo este libro bien valen por un retiro en un convento, y más aún, puesto que he vivido como un eremita. Un cuartucho del tamaño de una celda con la ventana enrejada, debajo de la techumbre, me ha servido de alojamiento. A través de la reja de la ventana, que da a un patio profundo, puedo ver un retazo de cielo; un muro gris con una hiedra que trepa hacia la luz.

La soledad, horrible de por sí, se vuelve aún más siniestra entre el ruidoso gentío de un restaurante, dos veces al día. Añádase a ello el frío, una corriente de aire continua a través de la habitación, que me provoca una aguda neuralgia; el temor a quedarme sin dinero, la cuenta que no para de subir. ¡Bastante tengo ya!

¡Luego están los remordimientos! En otro tiempo, cuando me consideraba sin responsabilidad, lo único que me atormentaba era el recuerdo de mis necedades. Ahora es el mal, las malas acciones lo que me flagela. Toda mi vida se me antoja como un entretejido de crímenes, una madeja de impiedades, de maldades, de despropósitos, de brutalidades. Vuelvo a ver escenas enteras de mi pasado; en tal o cual situación, y siempre cosas de pésimo gusto. ¿Cómo he podido ser amado alguna vez? Me acuso de todo; ni una fechoría, ni un acto repugnante que no esté marcado con tiza negra en un blanco encerado. ¡Me horrorizo de mí mismo y quisiera morirme!

Por momentos, el rubor de la vergüenza hace enrojecer mis orejas: el egoísmo, la ingratitud, el rencor, la envidia, el orgullo, todos los pecados mortales ejecutan una danza macabra ante mi conciencia despierta.

Y mientras mi espíritu se tortura, mi salud se ve alterada, las fuerzas me flaquean y la consunción del cuerpo lleva al alma a presentir la liberación del fango.

Leo ahora a Töpffer, El presbítero, y a Dickens, Cuentos de Navidad, con un recogimiento y una alegría indecibles. Retorno a los ideales de mi mejor juventud, y recupero los fondos perdidos en el juego de la vida. ¡La fe retorna la confianza en la innata bondad de los hombres, en la inocencia, en la abnegación, en la virtud!

¡La virtud!, ¡palabra desaparecida del lenguaje moderno, proscrita como si fuera la mentira misma!

(A propósito, los periódicos me anuncian la representación de mi drama La mujer del caballero Bengt, en Copenhague. En esta pieza, el amor y la virtud triunfan, igual que en El secreto de Ghilda. El drama no ha gustado; como tampoco gustó la primera vez que se representó en 1882. ¿Por qué? ¡Porque esta historia de la virtud es agua pasada!)

Acabo de releer El Horla de Maupassant. Pero es el final del Don Juan, ¿no? Llega alguien, invisible, a un dormitorio, en plena noche. Toma agua y leche, y termina chupándole la sangre al pobre de Don Juan, obligado, tras una caza a muerte, a acabar con su propia vida.

Es algo vivido; me reconozco en ello, y no niego la presencia de la locura, pero detrás de todo ello veo la mano de alguien.

Mi salud empeora con el paso de los días; las paredes están llenas de grietas y dejan penetrar en mi habitación el humo y los vapores de carbono. Hoy, mientras paseaba por la calle, el pavimento se movía como la cubierta de un navío bajo el efecto de los balanceos. Me cuesta grandes esfuerzos subir hasta el Luxembourg; he perdido el apetito casi por completo; como nada más que para calmar los dolores de estómago.

Un incidente que se repite muy a menudo desde mi llegada a París me da que pensar. En el interior de mi chaqueta, en el lado izquierdo, justo en el lugar del corazón, oigo como un tictac que recuerda el sonido producido en la pared por el coleóptero conocido en Suecia con el nombre de «reloj de la muerte», presagio de un deceso. Me saco el reloj, creyendo que era el causante de ese ruido, pero ha continuado. Tampoco se trata de las presillas de los tirantes, ni del forro del chaleco. Acepto la interpretación del reloj de la muerte; es la que más me agrada.

La noche pasada tuve un sueño que despertó en mí el deseo de morir, devolviéndome la esperanza de una existencia mejor, sin correr de nuevo el peligro de los tormentos de la vida.

Por haberme asomado demasiado a una terraza que estaba al borde de un precipicio, en la oscuridad, caía de cabeza al abismo. Pero caía hacia arriba en vez de hacerlo hacia abajo. E inmediatamente me veía rodeado de una blanca claridad deslumbrante, y veía… Lo que veía me inspiraba dos ideas simultáneas: ¡estoy muerto! y ¡soy feliz! Y ante la idea de que todo había acabado, me invadía un sentimiento de suprema dicha. Luz, pureza, libertad llenaron mi espíritu, y al exclamar: «¡Dios!» tuve la certeza de que había sido perdonado, que el infierno había pasado y que el cielo se abría para mí.

Desde aquella noche me encuentro aún más fuera de lugar en este mundo y, como el niño cansado que tiene sueño, deseo «regresar a casa», reposar mi pesada cabeza en el regazo materno, dormir en las rodillas de una mujer-madre, la esposa casta de un dios grandioso que dice ser mi padre y al que no me atrevo a acercarme.

Ahora bien, este deseo se mezcla con otro: el de ver los Alpes, y más concretamente el Dent du Midi, en el cantón del Valais. No me explico las razones de esta preferencia. Tal vez el recuerdo de mi estancia en el lago Leman, cuando escribía Utopías, y unos paisajes que me «recordaron» el cielo.

¡Allí he vivido las horas más hermosas de mi vida, fue allí donde amé! ¡Amé a mujer, hijos, universo, humanidad, Dios!

«¡Levanto las manos hacia las montañas y las moradas del Señor!»

¡Así sea!

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