Inferno

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INFERNO III - JACOB LUCHA » Coram populo

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CORAM POPULO

De vuelta en París, hacia finales de agosto de 1897, me encontré de repente aislado. Mi amigo el filósofo, cuya compañía diaria se había convertido para mí en un apoyo moral y que había prometido seguirme a París y quedarse todo el invierno, está aún en Berlín, incapaz de explicar lo que le retiene allí, cuando París es la meta de su viaje y arde en deseos de ver la Ville-Lumière.

Le espero desde hace tres meses, y ahora me parece que la Providencia ha querido tener un mano a mano conmigo, a fin de separarme del mundo y empujarme al desierto, para que los espíritus correctores puedan pasar mi alma por la criba a su antojo. Y ha hecho bien; la soledad me ha educado, obligándome a renunciar a los mediocres placeres de la vida en sociedad y privándome del sostén de un amigo. Me he acostumbrado a hablarle al Señor, a confiarme sólo a él, y la necesidad de los hombres poco menos que ha cesado, situación que he perseguido obsesivamente, considerándola un ideal de independencia y de libertad.

Incluso el convento, donde esperaba encontrar la ayuda de la religión y de la comunidad, me ha sido negado. He sido condenado a una vida de eremita, y yo la he aceptado como un castigo y una educación, por más duro que le resulte a uno, a la edad de cuarenta y ocho años, cambiar sus inveteradas costumbres.

Ocupo una pequeña habitación estrecha como una celda, con una claraboya enrejada situada bajo la techumbre que da a un patio y a una pared con una hiedra abundantísima.

Tras el paseo matinal, me quedo en ella hasta las seis y media de la tarde, haciéndome servir el almuerzo en una bandeja.

Por la noche, salgo a cenar, sin pasar por el preámbulo de los aperitivos, que me repugnan. No sabría verdaderamente explicar por qué he elegido este pequeño restaurante del boulevard Saint-Germain. Tal vez el recuerdo de las dos terribles veladas que pasé en él el año pasado con mi amigo secreto, el americano-alemán. Este recuerdo me tiene hechizado, hasta el punto de que es inútil que trate de evitar ese aborrecido restaurante, so pena de incidentes que me gustaría calificar de «tendenciosos»; resulta que mi amigo de otro tiempo dejó una deuda, y he sido reconocido como su compañero. Dado que nos oyeron hablar en alemán, me tratan como a un prusiano, es decir, que me dispensan un pésimo servicio. Yo muestro una protesta callada, dejando mi tarjeta y olvidando a propósito algunos sobres sellados en Suecia. Es preciso que sufra y paguen justos por pecadores. Sólo yo reconozco la razón de ser de este incidente, que es como la expiación de un delito… Es la justicia en toda regla, esto y nada más que esto, y durante dos meses mastico la espantosa comida que huele a anfiteatro anatómico.

La propietaria, sentada en su trono detrás del mostrador, pálida como un cadáver, me saluda con aire de triunfo, y yo me esfuerzo por repetirme a mí mismo:

—¡Pobre anciana, será de los que comieron ratas en 1871!

Pero ahora parece compadecerse de mí, a fuerza de observar mi sorda resignación y mi perseverancia. Diríase que palidece cuando me ve entrar solo, siempre solo, y cada vez más flaco. Esa es la verdad. Al cabo de dos meses he tenido que cambiar los cuellos duros de las camisas, pasando de los 47 centímetros a los 43, lo cual supone una diferencia de unos cuatro centímetros. Tengo las mejillas chupadas y la ropa me baila.

Noté entonces un cambio en el servicio, y la propietaria me sonrió. Pero la fascinación cesó de golpe; y yo me fui sin sentir ningún rencor, y como liberado, convencido de que la expiación había terminado para mí y acaso también para mi amigo ausente. Suponiendo que todos estos maltratos no hayan sido más que pura invención mía y que la propietaria no haya tenido nada que ver en ello, entonces le pido perdón; en ese caso me habría castigado yo solo, aplicándome una pena merecida.

«Los espíritus correctores se adueñan de la imaginación del culpable y trabajan así en su corrección, desnaturalizándolo todo a su alrededor.» (Swedenborg)

¡Cuántas veces no me ha ocurrido que, queriéndome dar el gusto de una buena comida, he rechazado con disgusto todos los platos, como si estuviesen en mal estado, mientras que el resto de los comensales los elogiaban!

El «eterno descontento» es un desdichado que sufre el flagelo de los invisibles, y lógico es que todos lo eviten, porque está condenado a ser el aguafiestas que en la soledad y mediante sus penas expía pecados secretos. ¡Sé de lo que hablo!

Por eso voy siempre solo, y cuando caigo en la cuenta de no haber oído mi voz desde hace semanas, busco a alguien y le suelto un torrente tal de palabras, que el pobre desdichado, completamente agotado, me deja, manifestando involuntariamente el deseo de no volver a verme más en la vida.

Pero la tentación de ver a un ser humano es a veces tan fuerte que me lleva a buscar las peores compañías. Entonces, en medio de la conversación, un malestar seguido de migrañas se apodera de mí, y me quedo mudo, incapaz de proferir la menor palabra. Y me veo obligado a abandonar a mis compañeros, los cuales no dejan nunca de mostrar su enorme satisfacción por el hecho de quitarse de encima a un insoportable pelmazo.

Condenado al aislamiento, marginado entre los hombres, busco refugio en el Señor, que se ha convertido para mí en un amigo personal; unas veces está molesto, y yo sufro por ello, otras diríase ausente, pensando en otra cosa, y sufro más aún si cabe. Pero cuando se muestra indulgente conmigo, la vida me resulta dulce, sobre todo en la soledad.

Un azar singular me ha llevado a la rue Bonaparte, la calle católica. Vivo enfrente de la École des Beaux-Arts y, al salir, camino por una avenida de escaparates, donde las leyendas de Puvis de Chavannes, las Madonas de Botticelli, las Vírgenes de Rafael me guían hasta más allá de la rue Jacob, y las librerías católicas, con sus misales y devocionarios, me acompañan entonces a la iglesia de Saint-Germain-des-Prés. A partir de ese punto, los vendedores de objetos religiosos forman una calle de Salvadores, Vírgenes, arcángeles, ángeles, demonios y santos, las catorce estaciones del vía crucis y el belén de Navidad, en la acera de la derecha; en la de la izquierda, los libros de estampas devotas, los rosarios, los paramentos sacerdotales y los objetos del culto, hasta la place de Saint-Sulpice, donde los cuatro leones de la iglesia, con Bossuet a la cabeza, custodian el templo más devoto de París. Tras haber pasado revista a este repertorio de la historia sagrada, entro a menudo en la iglesia para fortificarme en la contemplación de la Lucha de Jacob con el ángel de Eugène Delacroix. Esta escena siempre me hace reflexionar y me inspira pensamientos impíos, pese a lo ortodoxo del asunto.

Y al salir, pasando entre la gente arrodillada, conservo el recuerdo del luchador que se mantiene de pie pese a tener la cadera dislocada.

Luego paso por delante del seminario de los jesuitas, especie de formidable Vaticano que exhala inconmensurables efluvios de fuerza psíquica, cuyos efectos se dejan sentir a distancia, si hemos de dar crédito a los teósofos. Pero heme aquí llegado a destino: el Jardin du Luxembourg.

Desde mi primera visita a París, en 1876, este parque me atrajo de una manera misteriosa, y soñé con vivir en sus inmediaciones. Esta fantasía se vio hecha realidad en 1893, y desde entonces, a intervalos, este jardín forma parte de mis recuerdos, está unido a mi persona. A decir verdad, es de una extensión más bien modesta, y sin embargo se presenta como inmenso en mi imaginación. Tiene doce puertas, justo como la ciudad santa del Apocalipsis, y por si fuera poco análogamente situadas: «De la parte de oriente, tres puertas; de la parte del norte, tres puertas; de la parte del mediodía, tres puertas; y de la parte de poniente, tres puertas.» (Apocalipsis, 21). Y cada entrada me produce una sensación distinta, según las plantas, las construcciones, las estatuas; o según los recuerdos personales asociados a ellas.

Así, al entrar por la primera puerta de la rue du Luxembourg, por la parte de Saint-Sulpice, siento que la alegría invade mi corazón; la casita cubierta de hiedra del guardián me habla de un idilio inédito, ilustrado por el estanque con patos y por las paulonias; más lejos, está el museo moderno con sus claros colores solares. La idea de que mis amigos de juventud —Larsson, Vallgren y Thaulow— hayan dejado allí dentro algo de sí mismos, me consuela, me rejuvenece, y siento la irradiación de sus espíritus franquear los muros y animarme a no desalentarme, al tener a unos amigos tan cerca.

Más lejos, está Eugéne Delacroix, cuyos laureles se disputan el Tiempo y la Posteridad.

La segunda puerta, en la rue de Fleurus, me introduce en la explanada, una explanada amplia como un hipódromo que termina en un arriate de flores, con la Victoria de mármol y, a lo lejos, el Panthéon rematado con la cruz.

La tercera puerta, pasada la rue Vavin, me conduce a una alameda umbrosa, que se pierde a la izquierda en una especie de Campos Elíseos, que los niños han elegido como lugar de esparcimiento, con los caballos de madera que hacen pareja con leones, elefantes y camellos, como si fuera el mismísimo Paraíso; más lejos, el juego de pelota y el teatrillo de marionetas entre unos arriates de flores. La edad de oro, el arca de Noé; es la primavera de la vida la que sale a mi encuentro, en el otoño de mi existencia.

En la parte del mediodía, entrando por la rue d’Assas, el vergel y el vivero me brindan el verano: ¡no más flores! Es la estación de los frutos; y el colmenar cercano, con sus inquilinos burgueses ocupados en recoger el polvo de oro para el invierno, no hace sino acrecentar la impresión de la edad madura.

La segunda puerta, frente al Licée Louis-le-Grand, se abre a un paisaje digno del Edén. Prados de un verde terciopelo, siempre lozanos; aquí y allá un rosal, y un solo melocotonero que nunca olvidaré, desde que, durante una primavera, adornado con sus flores color de aurora, me sedujo hasta tal punto que me quedé media hora contemplándolo, mejor dicho, adorándolo, de tan frágil, joven y virginal como era su pequeña figura.

La avenue de l’Observatoire termina delante de la puerta principal, verdaderamente regia con sus fasces dorados. Como es demasiado majestuosa para mí, me quedo normalmente en el exterior; si es por la mañana, admirando el palacio, y si es por la noche, contemplando las lucesde Montmartre por encima de las buhardillas o, cuando hace buen tiempo, la Osa Mayor y la Estrella Polar asomando por la gran verja que me sirve de cuadrante para mis observaciones astrológicas.

El lado oriental no me tienta más que por la puerta de la rue Soufflot. Desde ahí he descubierto mi jardín, un mar de verde, contornos fascinantes de plátanos de sombra gigantescos, y en la lejanía azul, misteriosa y desconocida, la rue de Fleurus que tan querida iba a volverse para mí más tarde, como una entrada a una nueva vida. Es desde allí desde donde echo una mirada atrás, a la extensión recién recorrida, interrumpida por un lado por el laguito y, por el otro, por el pequeño David que tiene la espada rota. Una mañana de este otoño, el surtidor tomó los colores del arco iris, lo cual encaminó mis pensamientos a la tintorería de la rue de Fleurus, donde se despliega mi arco iris como un signo de la alianza entre el Padre Eterno y yo. Avanzando hacia la rampa de la terraza, paso por la fila de mujeres más o menos regias y criminales, y me paro frente a la escalinata principal, que la primavera adorna de espinos albares en torno al vasto círculo de flores.

En otoño, los granados y los rododendros, centenarios y casi históricos, y las palmeras en abanico enmarcan los inmensos arriates de los crisantemos, donde revolotean las mariposas, arrullan las tórtolas y ríen los niños, ofreciéndome sendas viñetas de cuentos de hadas. Luego, por encima de los sicómoros y de las cimas del Petit Luxembourg, los dos campanarios gemelos de Saint-Sulpice, que no se asemejan a ningún otro, ni incluso entre sí.

Tres puertas se abren del lado norte, pero yo tan sólo utilizo dos de ellas, porque la tercera está vigilada por un soldado. La puerta del Odéon es como una obertura de ópera: la casa antigua, única, bajo cuya arquería se han dado cita todas las Musas, le predispone a uno a disfrutar de la verdadera alegría, reservada a los corazones ávidos de belleza y de saber. E, inmediatamente después, el rincón de los poetas de la juventud, de Murger y de Banville, invita a sueños juveniles, sueños de estudiantes veinteañeros.

Luego, la fuente Médicis, poema de Ovidio en mármol blanco, que se refleja en el estanque donde las carpas permanecen mudas frente al joven amorcillo que se despereza impúdicamente ante los mismos ojos del negro cíclope (éste tiene dos), coronado enteramente de viña virgen y sombreado por los más bellos plátanos de sombra de Francia.

¡Qué belleza! ¡Qué fiesta! ¡Pagana! ¡Órfica! Y triste al mismo tiempo, triste como una elegía de amor que acaba mal para Galatea, cuyo Acis es aplastado por el pedrusco lanzado por un Polifemo cualquiera.

La última puerta, la del museo, inspira idénticos sentimientos contradictorios, con el buitre encaramado sin razón aparente sobre la cabeza de la Esfinge, y el beso de Eros en la frente de Leandro, muerto prematuramente por un accidente harto previsible. Luego, volviendo sobre mis pasos, recorro el museo de los contemporáneos y entro en la calle de la rosaleda, con sus diez mil rosas.

Éste es mi paseo matinal, y mediante la elección de la puerta de entrada acompaso mi estado de ánimo a la tonalidad querida. Para volver, tomo por el boulevard Saint-Michel, encaminándome hacia la aguja de la Sainte-Chapelle, que me sirve de guía para evitar los escollos de vanidad que se exhiben en los escaparates o que están expuestos en las aceras bajo forma de ninfas y de mujeres galantes. Una vez llegado a la place Saint-Michel, me siento protegido por el Arcángel sublime, matador de la antigua serpiente. No es la cola de lagartija lo que hace de esta obra de arte una imagen del Maligno, ni tampoco los cuernos de carnero o las cejas alzadas, sino más bien la boca, cuyos labios están semicerrados para esconder los cuatro incisivos, mientras que las comisuras descubren los caninos. Así, una risa feroz y disimulada que estalla fulminante desenmascara el mal inmortal, que ríe burlonamente pese a tener la lanza apuntada contra el corazón.

He encontrado esta misma boca en tres personas a lo largo de mi vida: un actor, una pintora sueca y una dama noruega. Y nunca me ha engañado respecto a ellas.

El quai des Augustins, tras echar un vistazo a Notre-Dame, me conduce por una alameda de puestos de libros y de plátanos de sombra, hasta la entrada de la rue Dauphine en su confluencia con el Pont-Neuf.

Es una plaza llena de color, que alegra mi ánimo hasta el punto de que me gustaría sentarme en la terraza del bodeguero, para esperar allí el final de mis días. Es como un rincón campestre, con los más bellos plátanos de sombra, el Enrique IV, encarnación de Francia, los establecimientos de los naturalistas llenos de mariposas, conchas, piedras preciosas o por lo menos centelleantes, que ahora han reemplazado a los libreros de viejo; y luego los letreros de vivos colores, las botellas, las verduras; y por encima de todo la idea de que este puente es el más bello de Europa, con las máscaras de silvanos, dríades, sátiros; todo ello me fascina y me hace sentir unido a este rincón de la ciudad, o tal vez es el pensar que uno o más acontecimientos felices del pasado se han dado cita en este cruce de calles, y que las risas flotan aún en el aire, repercutidas por el suelo y las paredes, que han conservado sus vibraciones.

El Hôtel de la Monnaie, noble, solemne, silencioso, palacio por excelencia donde los haya, hermético, no deja sospechar la presencia del oro vil que se acumula en sus sótanos.

El Institut, que extiende sus brazos hacia el Louvre, se asemeja a un pabellón de verano, a la cartuja de un gigante, de tan altas como tiene las ventanas. Y el palacio, visto del otro lado del río, no es ya una construcción, sino más bien una cadena montañosa donde habita aquel gigante, el descendiente de los atlántidas que duerme aún a fin de reunir fuerzas para el día de la resurrección. La otra tarde, delante del Palais Mazarin, el sol se ponía tras las alturas de Passy, pero los últimos rayos se reflejaban en los ventanales del Louvre; luego, siguiendo adelante, vi las ventanas de las Tullerías iluminarse, una tras otra, hasta el Pavillon de Flore. El efecto mágico me hizo pensar que el Barbarroja de Francia se había despertado y que san Luis celebraba su propia coronación con una fiesta solemne a la que estaban invitados todos los monarcas de la tierra, cubiertos con el sayal de penitente, sirviendo la comida de rodillas.

He llegado al estuario de la rue Bonaparte. Es por este torrente por donde se desparraman los barrios de Montparnasse, del Luxembourg y, en parte, el faubourg Saint-Germain. Se hace necesaria una hábil maniobra para penetrar en la entrada de la calle, atestada de peatones y de coches, con una acera de un metro de ancho que representa la tierra firme. Sin embargo, nada me espanta tanto como los ómnibus con sus tres caballos blancos, porque los he visto en sueños y en otras partes, y estos caballos blancos quizá recuerdan también a un cierto caballo que se menciona en el Apocalipsis. Sobre todo por la noche, cuando se suceden, con un tiro de a tres, rematados por el farolillo rojo, me imagino que vuelven la cabeza hacia mi lado, mirándome malévolos, y me dicen: «¡Espera, que te cogemos!»

En resumen, he aquí el círculo vicioso que recorro dos veces al día. Mi vida está enmarcada en esta órbita con una fatalidad tal, que si me permito tomar una nueva ruta, me encuentro fuera de lugar, como si hubiera perdido alguna porción de mi yo, recuerdos, pensamientos y hasta afectos.

Un domingo por la noche, en el mes de noviembre, me dirijo al restaurante para cenar, solo. Hay dos mesitas instaladas en la acera del boulevard Saint-Germain, flanqueadas por dos maceteros verdes con rododendros y resguardadas por unas esteras que forman un recinto cerrado. El aire es tibio, calmo, las farolas encendidas iluminan un cuadro cinematográfico animadísimo cuando pasan los ómnibus, las berlinas, los coches de punto que traen de vuelta del Bois a alegres obreros endomingados, cantando, haciendo sonar sus trompetillas, llamando a voces a los viandantes.

Apenas he empezado a tomar la sopa, mis dos amigos, dos gatos, vienen a ocupar su sitio acostumbrado a mi lado, esperando el plato de carne. Como no he oído mi voz desde hace semanas, les dirijo una alocución que queda sin respuesta. Condenado a esta sociedad muda y hambrienta por haber huido de la otra, la malvada, que ha herido mis oídos con tantas palabras impías y obscenas, me revuelvo contra esta injusticia. El hecho es que detesto a los animales, perros y gatos, igual que tengo derecho a detestar al animal que hay en mí.

¿Por qué la Providencia, que se ocupa de mi educación, me relega siempre a la peor sociedad, cuando la buena sería más adecuada para mi mejoramiento, por medio del buen ejemplo?

En este punto, un perrito de aguas negro, con una cinta roja al cuello, llega y expulsa a mis dos amigos felinos, zampándose él su botín, y, en muestra de agradecimiento, moja la pata de mi silla; luego el ingrato cínico se sienta sobre el asfalto dándome la espalda. ¡De mal en peor! Mas no conviene quejarse, porque podría verme relegado a la compañía de los cerdos, tal como les ocurrió a Roberto el Diablo o a san Francisco de Asís. ¡Hay que pedir tan poco de la vida! ¡Tan poco! ¡Y aun esto es demasiado para mí!

Una vendedora de flores viene a ofrecerme unos claveles. ¡Precisamente claveles, que detesto porque parecen carne cruda y apestan a droguería! De todos modos, por gentileza, le compro un ramillete a pagar a discreción, y como me lo quedo a un buen precio para ella, la anciana me recompensa con un: «Que Dios le bendiga, señor, pues me ha dado mucho esta noche.» Por más que me conozca el truco, la bendición resuena largo rato y gratamente en mis oídos, pues tengo una gran necesidad de ella después de tantas maldiciones.

Las siete y media, he aquí que los vendedores ambulantes anuncian La Presse, señal de que hay que levantarse de la mesa. Si me quedo para tomarme otro postre u otro vaso de vino, estoy seguro de verme atormentado de una manera u otra por una caterva de cocottes, que se sentarán a la mesa de al lado de la mía, o por unos gamberros que me insultarán. Estoy convencido de que he sido puesto a dieta y que sería castigado si me tomase más de tres platos y una botella de vino. De modo que, después de los primeros intentos de rebeldía reprimidos, no me permito la más mínima transgresión, consiguiendo quedarme a gusto con estas frugales raciones.

Me levanto, pues, para volver a la rue Bonaparte y al Luxembourg. En la esquina de la rue Gozlin, compro unos cigarrillos; luego paso por delante del Faisan d’Or. En la esquina de la rue du Four, una estatua de Jesucristo, de un sorprendente naturalismo, me hace detener. Por más que sienta aversión por la literatura de Zola, el arte de la gente piadosa no ha podido resistirse al espíritu realista, y con la ayuda de este Belcebú, el otro será expulsado. Imposible pasar por delante de estas imágenes sin observar su modelado del natural, y sus colores chillones como los de los impresionistas.

La tienda está cerrada, a oscuras, y el Salvador está allí, en túnica imperial, iluminado por las farolas, ofreciendo su corazón sangrante, coronado de espinas. Desde hace más de un año, este Salvador, al que no entiendo, me persigue, me gustaría prescindir de su ayuda llevando yo mismo mi cruz, si ello fuera posible, por ese tanto que me queda de orgullo viril que hace que me repugne cargar cobardemente mis culpas sobre las espaldas de un inocente.

He visto al Crucificado por todas partes: en los escaparates de los quincalleros, de los galeristas, de las librerías; sobre todo en las exposiciones de arte, y en el teatro, en la literatura. Lo he visto en la funda de mi almohada, en los tizones de la chimenea, en la nieve de Suabia y en los arrecifes de la costa normanda. ¿Está preparando su vuelta o ya ha vuelto? ¿Qué es lo que quiere?

Aquí, en los escaparates de la rue Bonaparte, no es ya el Crucificado: llega de su cielo como un triunfador, ataviado como un triunfador, todo resplandeciente de oro y pedrería. ¿Acaso se ha vuelto aristocrático como el pueblo bajo? ¿Es él el «buen tirano» con el que sueña la juventud, el héroe pacífico, ilustrado?

Tras haber prescindido de la cruz, ha retomado el cetro, y tan pronto como sea erigido su templo en el Mont de Mars (otrora Mont des Martyrs) reinará personalmente sobre el mundo, y destronará al vicario infiel que se cree alojado con estrecheces en las once mil habitaciones de la infamia Vaticani loca, y que se queja de su lujosa prisión, matando el tiempo en intrascendentes pasatiempos poéticos.

Tras dejar al Redentor, me sorprende ver, al llegar a la place Saint-Sulpice, la iglesia a una distancia enorme. Ha retrocedido por lo menos un kilómetro; la fuente, en proporción; ¿he perdido la noción de las distancias? Cuando doy la vuelta a lo largo del muro del seminario, no se acaba nunca, de tan inmenso como me parece esta tarde. Camino una media hora para recorrer ese tramo de la rue Bonaparte, cuando normalmente empleo en ello nada más que cinco minutos. Y delante de mí, alguien marca el paso, con unos andares que me recuerdan a una persona conocida. Acelero la marcha, corro, pero el desconocido aumenta su velocidad a medida que lo hago yo. Por fin llego a la verja del Luxembourg. El jardín, cerrado desde la puesta del sol, descansa en la soledad, los árboles desnudos, los arriates devastados por las heladas y las tempestades otoñales. Pero huele bien, exhala un aroma a hojas secas y a tierra nueva. Bordeando la verja, subo por la rue du Luxembourg, siempre precedido por el desconocido, que comienza a despertar mi interés. Vestido con un gabán con esclavina parecido al mío, pero de un blanco opalino, esbelto y más alto que yo, avanza cuando yo avanzo, y se detiene cuando yo me detengo, de modo que parece depender de mis movimientos, se diría que soy yo quien le guía. Y he aquí que mi atención se ve atraída por una circunstancia especial: un viento impetuoso hace flotar su gabán, pero a mí me parece que no hace viento. Para cerciorarme, enciendo un cigarrillo, y me basta con observar el humo que asciende derecho sin desviarse lo más mínimo, para convencerme de que no hace viento en absoluto. Por lo demás, los árboles y arbustos del jardín no se mueven.

Después de la rue Vavin, doblo a la izquierda, y de improviso me veo transportado desde la acera hasta el centro del parque, sin saber cómo, dado que las puertas están cerradas.

A veinte pasos de distancia, mi compañero está de pie, vuelto hacia mí, y su rostro imberbe, deslumbrante, desprende un halo esplendente, con la forma de una elipsis cuyo centro ocupa el desconocido. Tras hacerme una señal para que le siga, se va, llevándose consigo su halo luminoso, de modo que el jardín a oscuras, desnudo, fangoso, se ilumina a su paso. Además los árboles, arbustos y plantas reverdecen y se cubren de flores en la zona que abarca su halo luminoso, para apagarse acto seguido tan pronto como él ha pasado. Reconozco perfectamente los grandes cañaverales de hojas en forma de oreja de elefante, bajo la estatua La familia de Adán; el espaldar de la Salvia fulgens, salvia de color de fuego; el melocotonero, los rosales, el banano, los áloes, todos mis viejos conocidos, cada uno en su sitio. Diríase únicamente que las estaciones se han confundido, que las flores de primavera se han abierto al mismo tiempo que las de otoño.

Pero lo que más me asombra es que nada de todo ello me maraville, que se presente con la máxima sencillez y naturalidad. Así, cuando bordeo el colmenar, una nube de abejas revolotea en torno a las colmenas y se posa sobre las flores cercanas, pero en una zona tan bien delimitada, que los insectos desaparecen en el momento en que pasan a la sombra, y la mitad de la salvia iluminada está cubierta de hojas y de flores mientras que la parte oscura permanece agostada, negra, abrasada por la escarcha.

Debajo de los castaños, el espectáculo se vuelve encantador: entre el follaje, un nido de palomas torcaces abandonado se encuentra ocupado por una pareja que se arrulla. Llegado a la puerta de Fleurus, mi guía me hace una seña para que me detenga y, un segundo después, se encuentra en el otro lado del jardín, en la puerta Gay-Lussac, distancia que se me antoja inmensa, aunque sea tan sólo de medio kilómetro y, pese a la lejanía, puedo ver al desconocido rodeado de su nimbo oval y reluciente. Sin proferir una palabra, por medio de pequeños movimientos de los músculos de la boca, me dice que avance. Creo captar su intención calibrando con la mirada la interminable alameda, el hipódromo que conozco desde hace años, cuyo límite en la lejanía es la cruz del Panthéon, que se destaca con su color rojo sangre contra el cielo negro.

¡El vía crucis, y tal vez las catorce estaciones!, si no me engaño. Antes de empezar, hago una seña para indicar que quiero decir algo, interrogar, obtener alguna aclaración; mi guía me responde con una simple inclinación de cabeza que me conmina a hablar.

Y en ese mismo instante, el desconocido se desplaza, sin que se perciba el menor movimiento ni el menor ruido; simplemente me rodea con su halo luminoso del que emana un perfume balsámico que hincha mi corazón y mis pulmones, animándome a comenzar la lucha.

Y yo inicio mi interrogatorio:

—Eres tú quien me persigue desde hace dos años; ¿qué quieres de mí?

Sin abrir la boca, el desconocido me responde con una especie de sonrisa que refleja una sobrehumana bondad, indulgencia y cortesía.

—¿Por qué me lo preguntas, si tú mismo conoces la respuesta?

Y oigo resonar una voz en mi interior:

—Deseo elevarte a una vida superior sacándote del fango.

—Nacido del fango, creado de arcilla, alimentándome de cieno, ¿cómo podré ser liberado de todo lo inmundo si no es con la muerte? ¡Mátame, pues! ¿No quieres? Pues entonces serán las penas infligidas las que harán las veces de agentes educadores. Pero te aseguro que las humillaciones me vuelven orgulloso, que el sacrificio de los pequeños placeres excita la concupiscencia, el ayuno provoca la gula, que no es mi menor pecadillo, la castidad agudiza la lubricidad, la soledad forzada hace nacer el amor hacia el mundo y los placeres malsanos, la pobreza genera la avaricia, y las malas compañías a las que me relegas me hacen despreciar a los hombres y sospechar que la justicia está mal administrada. Sí, a menudo diríase que la Providencia es mal informada por parte de los sátrapas a los que ha confiado el gobierno de la humanidad; que sus prefectos y subprefectos son culpables de malversaciones, de falsificaciones, de acusaciones sin fundamento. Así se ha dado el caso de que he sido castigado por culpas ajenas; y que se han celebrado procesos en los que yo no sólo era inocente, sino que fui el defensor de la equidad y el acusador del crimen, y sin embargo la condena recayó sobre mí, mientras que el culpable salía triunfante. Permíteme hacerte una pregunta franca y directa: ¿es cierto que algunas mujeres han sido admitidas en el gobierno? ¡No me costaría gran cosa creerlo, pues a tal punto me parece el gobierno actual provocador, mezquino, injusto, sí, injusto! Cada vez que he defendido una causa equitativa y leal contra la más infame de las mujeres, ésta fue absuelta y yo condenado. ¡No quieres responder! ¡Y exiges de mí que ame a los culpables, a los asesinos de almas, a los emponzoñadores de espíritus, a los falsificadores de la verdad, a los perjuros! ¡No, y mil veces no! «¿Cómo no odiar, ¡oh Iahvé!, a los que te odian? ¿Cómo no aborrecer a aquellos que se levantan contra ti? Los detesto con odio implacable; y los tengo por enemigos míos.» Así habla el salmista, y yo añado: ¡Odio a los malvados como me odio a mí mismo! Y rezo así: ¡Castiga, Señor, a aquellos que me persiguen con mentiras y actos injustos, como me has castigado a mí cuando fui injusto y mendaz! ¡He blasfemado, ahora, he ofendido al Padre Eterno, al padre de Jesucristo, al Dios del Antiguo y del Nuevo Testamento! En otro tiempo Él escuchaba las objeciones de los mortales, y permitía que los acusados se defendieran. Escucha a Moisés cuando defiende su propia causa ante el Señor en el momento en que los judíos no quisieron seguir alimentándose de maná: «¿Por qué tratas tan mal a tu siervo? ¿Por qué no he hallado la gracia a tus ojos y has echado sobre mí la carga de todo este pueblo? ¿Lo he concebido yo y lo he parido, para que me digas: “Llévalo en tu regazo, como lleva la nodriza al niño a quien da de mamar, a la tierra que juraste dar a sus padres”? ¿Dónde tengo yo carne para alimentar a todo este pueblo? ¿Por qué llora a mí clamando: “Danos carne que comer”? Yo no puedo soportar solo a este pueblo. Me pesa demasiado.» ¡Es el hablar franco de un mortal! Pero ¿puede considerarse conveniente este tono de siervo airado? Y entonces el Maestro no fulmina al rebelde con el rayo, sino que se deja convencer por sus razones y le alivia la carga, asignándole setenta jefes. ¡Pero qué escarnecimiento en el modo que tiene el Padre Eterno de atender las súplicas del pueblo que reclama carne! Se parece un poco a la bondad de un padre condescendiente con los deseos insensatos de sus hijos: Pues bien, el Padre Eterno os dará carne, y comeréis de ella. Y comeréis no un día, ni dos, ni cinco, ni diez, ni veinte, sino durante todo un mes, hasta que os salga por las narices y os dé asco. He aquí un Dios según mi ideal, y es el mismo que invoca Job: «¡Oh!, ¡si le fuese al hombre permitido hablar con Dios, como un hombre con su amigo íntimo!» Pero, sin esperar licencia para ello, el desdichado se toma la libertad de pedir explicaciones al Señor sobre el maltrato del que es víctima: «¡No me condenes, dame a saber por qué te querellas de mí! ¿Es decoroso para ti hacer violencia, desdeñar la obra de tus manos y complacerte en los consejos de los malvados?» Son reproches éstos, acusaciones, que el buen Dios acepta sin rencor, y a los que responderá sin recurrir al trueno. ¿Qué se hizo del Padre de los Cielos, aquel que sabía bondadosamente sonreír ante las locuras de sus hijos y perdonar después de haber castigado? ¿Dónde se oculta el amo que mantenía la casa en orden y vigilaba a los guardianes para impedir injusticias? ¿Ha sido destituido por el Hijo, el idealista, que no se ocupa de las cosas de este mundo? ¿O nos entregó al príncipe de este mundo, que se llama Satán, cuando lanzó la maldición sobre la tierra después de la caída de los primeros hombres?

Durante este alegato incoherente, el desconocido me miraba con la misma sonrisa indulgente, sin dejar traslucir la menor impaciencia, pero cuando acabé mi discurso, se había eclipsado, dejando en torno a mí una atmósfera sofocante de óxido de carbono; y me encontré solo en la rue Médicis, oscura, fangosa, otoñal.

Bajando por el boulevard Saint-Michel, me reprochaba a mí mismo el haber perdido la ocasión de decirlo todo. ¡Oh! ¡Cuántas flechas tenía aún en mi carcaj, por poco que el desconocido se hubiera dignado responderme o acusarme!

Pero ahora que me encuentro atrapado en medio de la multitud, bajo la fuerte luz de los faroles de gas, y que la realidad de las mercancías expuestas me recuerda la modesta vida de cada día, la escena del parque se me antoja milagrosa, y me apresuro, espantado, a llegar a mi casa, donde las meditaciones me sumen en un mar de dudas y de angustias.

Algo está pasando en el mundo, y los mortales están a la espera de novedades, que en parte se han dejado entrever. Es la Edad Media, el período de la fe y del dogma, que en Francia están muy próximos, provocado por la caída de un imperio y de un Augústulo, exactamente como en el momento de la decadencia de Roma, de las invasiones bárbaras, con París-Roma en llamas y la coronación de los godos en el Capitolio-Versalles. Los grandes paganos Taine y Renán cayeron en la nada llevándose con ellos su escepticismo; y Juana de Arco ha resucitado. Los cristianos son perseguidos, siendo sus procesiones dispersadas por los gendarmes y por los dragones, mientras que las bacantes celebran las carnestolendas, muestran sus vergüenzas en la vía pública, protegidas por la policía y subvencionadas por el gobierno, que consuela a los descontentos a base de circenses, amenizados a veces con la matanza de bestias feroces a manos de los gladiadores. Panem et circenses, ¡pan (caro) y circo! Todo es venal: honor, conciencia, patria, amor, justicia, síntoma seguro y habitual de la disolución de una sociedad de la que la virtud —la palabra y la cosa— ha sido prescrita desde hace treinta años.

¡Y todos esos disfraces de mujeres primitivas no son sino pura Edad Media! Los jóvenes visten la túnica frailuna, se hacen tonsurar y sueñan con el monasterio; escriben leyendas y ponen en escena milagros, pintan madonas y esculpen cristos, se dejan inspirar por el misticismo del mago que les encanta con su Tristán e Iseo, su Parsifal y su Grial. Se reinician las cruzadas, contra el Gran Turco y contra los judíos; los antisemitas y los filohelenos se encargan de la tarea. La magia y la alquimia están ya consolidadas, y tan sólo se espera una prueba de hechicería para levantar la hoguera, instrumento de los procesos de brujería. ¡Edad Media! ¡Lourdes, Tilly-sur-Seulles, rue Jean Goujon! Y el mismo cielo manda señales al amodorrado mundo para que esté preparado; el Señor habla por medio de las trombas, los torbellinos, las inundaciones, los rayos.

¡Edad Media! La lepra que reaparece, y los médicos de París y Berlín se unen para combatirla.

La hermosa Edad Media, cuando los hombres sabían gozar y sufrir, cuando la fuerza y el amor, la belleza de los colores, las líneas y la armonía se manifestaron por última vez antes de los ahogamientos y las expediciones punitivas del renacimiento del paganismo, llamado protestantismo.

Al caer la noche, ardo en deseos de entrevistarme de nuevo con el desconocido, absolutamente decidido esta vez a confesarlo todo, y a defenderme antes de ser condenado.

Una vez terminada la triste cena, rehago pues el camino del vía crucis de la rue Bonaparte. Nunca me ha parecido tan inmensa como esta noche, y los escaparates se abren como abismos donde el Cristo se multiplica, ya torturado, ya triunfante. Y yo camino y camino, sudando a mares, con las suelas de los zapatos que me irritan las plantas de los pies, camino sin avanzar un paso. ¿Soy, pues, Ahasverus?[38] ¿Le he negado un vaso de agua al Redentor y soy por ello incapaz de acercarme a Él, ahora que quisiera seguirle e imitarle?

Finalmente, sin saber muy bien cómo, me veo delante de la puerta de Fleurus, luego en el interior del parque: oscuro, húmedo, silencioso. Una ráfaga de viento hace vibrar imprevistamente los esqueletos de los árboles, y he aquí que reaparece, más que acercarse, el desconocido en su envoltura de luz y de verano.

La misma sonrisa me invita a hablar.

¡Y yo hablo!

—¿Qué deseas de mí, y por qué me atormentas con tu Cristo? El otro día me pusiste en las manos, con un propósito realmente harto evidente, la Imitación de Cristo, y yo la he leído como cuando era joven, cuando aprendí a despreciar el mundo. ¿Cómo puedo tener derecho a despreciar la creación del Padre Eterno y la hermosa tierra? ¿Y adónde me ha conducido tu sabiduría? A desatender mis asuntos, hasta el punto de que me he vuelto una carga para mi prójimo, y he terminado mendigando. Este libro, que prohíbe la amistad, que proscribe la frecuentación del mundo, que exige la soledad y la abnegación, ha sido escrito por un monje, y yo no tengo derecho a hacerme monje, si no quiero dejar morir a mis hijos. ¿Ves adónde me ha llevado el amor por la soledad? Por un lado, me exiges la vida solitaria, pero tan pronto como me retiro del mundo, los demonios de la locura me asaltan, mis asuntos peligran, y el aislamiento me priva del socorro de un amigo. Por otro lado, cuando busco a los hombres, siempre encuentro a los peores, cuyo orgullo me atormenta tanto más cuanto que yo soy humilde y los trato a todos como a iguales, hasta el momento en que me pisotean, y heme aquí como el gusano que alza la cabeza impotente para morder. ¿Qué deseas, pues, de mí? ¿Quieres atormentarme a toda costa tanto si cumplo tu voluntad como si la desprecio? ¿Quieres que me convierta en un profeta? Demasiado honor para mí, pues carezco de vocación para ello. Y por otra parte, no puedo ponerme a hacer de profeta, porque aquellos que he conocido han terminado revelándose medio charlatanes y medio locos, y sus profecías nunca se han cumplido. Y si me hubieras reservado una vocación, habría sido necesario entonces proporcionarme también la gracia de la elección a fin de liberarme de todas las pasiones funestas que envilecen a un predicador, y habría sido necesario comenzar protegiendo mi carrera en la vida, en vez de mancillarme con la miseria que degrada y maniata. Es cierto, y lo confieso, que el desprecio del mundo me ha conducido a despreciarme a mí mismo, a fuerza de descuidar mi reputación desdeñando la gloria, admito haber cuidado poco de mi persona, pero sólo a causa de la superioridad de mi mejor Yo, el cual se burlaba de este sucio estuche en el que has encerrado mi alma inmortal. Ya de niño amaba la pureza y la virtud, sí. Y, pese a ello, mi vida se ha arrastrado entre la suciedad y los vicios, de modo que suelo pensar con frecuencia que los pecados me son impuestos como suplicios, susceptibles de producirme un asco duradero hasta de mi propia vida. ¿Por qué me has condenado a la ingratitud, el más detestable de los vicios para mí? Dotado de una naturaleza bastante agradecida, me has tendido trampas para obligarme a mendigar los favores del primer recién llegado. Así, obligado a la dependencia y a la servidumbre —puesto que los benefactores exigen a cambio tus pensamientos, tus deseos, tu gusto, tus afectos, en una palabra, tu alma entera— estaba siempre obligado a retirarme endeudado y desagradecido, para poner a salvo mi individualidad y mi dignidad de hombre, rompiendo los lazos que querían estrangular mi alma inmortal; y esta fuga iba acompañada de los sufrimientos y los remordimientos de un ladrón que arrambla con lo ajeno.

»Y ahora que comienzo a curar mi alma siguiendo lo que prescribe la Imitación, ¿es razonable exigir de un hombre que tome al mismísimo Dios por modelo, que se imagine estar en condiciones de alcanzar la perfección del Perfecto? ¡Basta con esto para insuflarle delirios de grandeza! ¿Y si, viendo la imposibilidad de imitar al Salvador, cae en la cuenta de lo absurdo de sus intenciones, se hunde en la desesperación y no encuentra consuelo más que en el cumplimiento de sus deberes mundanos y de los placeres intelectuales? Si la sabiduría de este mundo es despreciable, ¿por qué nos educan en escuelas donde se nos azota para que aprendamos a venerar a los grandes sabios, a glorificar a los héroes de las letras, de las artes, de las ciencias? ¡No, es cosa impía imitar al Padre Eterno, y ay de aquél que se crea capaz de hacerlo! ¡Cosa más modesta es seguir siendo hombre, tratar de seguir el modelo de los mejores entre los mortales pecadores, antes que soñar con hacerse semejantes a los dioses! Así al menos no se pecará de orgullo, que es el mayor de los pecados. La Imitación de Cristo me vuelve hipócrita. Porque, reprimiendo mi odio contra los malvados, aprendo a ser indulgente con la maldad y conmigo mismo, conservando en el fondo del corazón una justificada indignación. Devolver bien por mal es animar al vicio, al orgullo; y los apóstoles me han enseñado que hay que corregirse unos a otros, y juro que los demás no me han tratado nunca con contemplaciones.

»De hecho, eligiendo el verdadero camino de la cruz, no he hecho sino enredarme en los zarzales y espinos de la teología, de modo que me han dominado las más horribles dudas, hasta el extremo de susurrarme al oído que todo mal, toda injusticia, toda obra de salvación no son otra cosa que una gran prueba a la que hay que resistirse. Suelo pensar que Swedenborg, con sus terribles infiernos, no es más que una prueba de fuego y agua por la que hay que pasar; y pese a mi eterna deuda con este profeta que me salvó de la locura, siento renacer en mi corazón un doloroso deseo de rechazarlo, de desafiarlo como a un espíritu del mal que ansía locamente mi alma, para convertirme en su esclavo después de haberme empujado a la desesperación y al suicidio. Sí, se entrometió entre mi persona y mi Dios, cuyo sitio ha querido ocupar. Es él quien me subyuga con el terror nocturno, él quien me amenaza con la locura. ¡Puede ser que su papel haya terminado reconduciéndome al Señor, ante el cual me doblego! Aunque sus infiernos no sean más que un espantajo, yo los acepto como tales; pero no creo ya en ellos, no tengo derecho ya a creer en ellos sin ofender al buen Dios que nos exige que perdonemos, porque también Él sabe perdonar. Si el mal y las aflicciones que me aquejan no son castigos, entonces se trata de pruebas que hay que superar para entrar en el grupo de los elegidos. Quiero que así sea, y Cristo será mi modelo, porque padeció grandemente, por más que la finalidad de tanto sufrimiento me resulte incomprensible, a no ser como revulsivo destinado a aumentar el efecto de la felicidad futura. He dicho: ¡Respóndeme!

Pero el desconocido, que me ha escuchado con admirable paciencia, no me responde más que con una mímica llena de burlona deferencia, y desaparece, dejándome solo en una atmósfera que apesta a fenol.

Al encontrarme de nuevo solo en la calle, me enfurezco, como siempre, por haber olvidado los mejores argumentos, que siempre se presentan cuando ya es demasiado tarde, y he aquí que me viene a la mente todo un discurso mientras mi corazón se hincha y recobro el valor. El hecho es que el temible y simpático desconocido me ha escuchado a pesar de todo, sin fulminarme. Ha oído, pues, mis razones, y ahora reflexionará sobre la injusticia de la que he sido víctima. ¿Es posible incluso que le haya convencido, visto que se ha quedado sin respuesta?

Y de nuevo, en mi espíritu, esta vieja ilusión: ¿no seré yo, tal vez, Job? ¿No es cierto acaso que he perdido mis bienes, que me han robado mobiliario, libros, recursos para vivir, mujer e hijos, que he sido expulsado de un país a otro, y condenado al desierto y a la soledad? ¿Soy yo quien ha escrito estas lamentaciones, o ha sido Job? «Desaparecieron mis allegados, me han olvidado mis familiares […], hízose mi aliento repugnante a mi mujer, yo soy fétido a los hijos de mis entrañas. Hasta los niños me desdeñan […]. Me han hecho fábula de las gentes, soy como aquel a quien se le escupe en la cara […] ¿No soy objeto de mofa, y mis ojos no pasan entre amarguras la noche? […] Apenas me acuesto, digo: ¿Cuándo me levantaré? Pero la noche me la convierten en día […]. Mi piel se agrieta y deshace […]. Cuando digo: Mi lecho me dará alivio, mi yacija aliviará mi pesadumbre, Tú me espantas con sueños, y me espantas con visiones

Decididamente, soy yo; la piel agrietada, los sueños y las visiones, todo coincide. He ido incluso más lejos, hasta la extrema tortura, cuando, estrangulado por una serie de circunstancias tramadas por las potencias, me vi obligado a faltar al primer deber de todo hombre: ¡el de alimentar a sus hijos! Para Job, el honor está a salvo; yo lo he perdido todo, incluso el honor, y sin embargo superé la tentación del suicidio, tuve el valor de vivir deshonrado. Después de todo, no soy tan mal tipo, y si no merezco la Gracia, podría obtener al menos misericordia. Verdugo durante veinticinco años, he dado prueba de tacto ajusticiándome a mí mismo en público, el cual ha saludado mi acto de autocrítica con unánime aprobación.

Si en las adversidades y en los naufragios que me han golpeado a diestro y siniestro he encontrado más malevolencia que bondad, ¿acaso soy yo peor que el irreprochable Servidor del Padre Eterno? Entre nosotros mortales, el amor y la bondad se manifiestan con actos y palabras tiernas y afectuosas, así es cómo un buen padre educa a sus hijos, ¡y no con las crueldades más refinadas!

¡Qué torpe fui, dejando de decir todas estas cosas al desconocido! Pero la próxima vez quiero desquitarme.

A lo largo de tres meses intento en vano establecer contactos personales con la Sociedad Swedenborgiana de París. Durante una semana, todas las mañanas subo hasta el Panthéon para llegar a la rue Thouin, donde se encuentran la capilla y la biblioteca del profeta sueco. Por fin encuentro a alguien, que me informa de que al bibliotecario sólo es posible verlo por las tardes, tiempo que yo reservo para el recogimiento y el reposo. No obstante, trato de llegar a la rue Thouin. La primera vez, apenas salir, me empiezo a sentir mal, y al final del Pont Saint-Michel, mi angustia es tal que tengo que dar media vuelta. La segunda vez es un domingo, día en que tiene lugar el oficio religioso. Llego una hora antes, y no me veo con fuerzas para estar esperando en la calle. Una tercera vez encuentro la rue Thouin con el adoquinado levantado, los obreros obstaculizan el paso con sus andamios y herramientas. Entonces me digo que no es Swedenborg quien ha de conducirme por el recto camino y, convencido de este presentimiento, vuelvo a casa, donde empiezo a pensar que me he equivocado, que los enemigos invisibles de Swedenborg me han engañado, y que es preciso combatirlos. Hago el último intento en coche. Esta vez, la calle está cerrada por una barricada, como para desbaratar abiertamente mis propósitos. Me apeo del coche, salvo los obstáculos, pero cuando llego a la puerta de la casa de Swedenborg, advierto que no hay ni acera ni escaleras. Llego como puedo hasta la entrada, tiro de la campanilla y… un desconocido me comunica que el bibliotecario está enfermo.

No sin un íntimo alivio dejo la oscura capilla, pobre, de cristales deslustrados y sucios por la lluvia y el polvo. Esta casa de estilo metodista, severa, bárbara, siniestra, siempre me había repelido, su falta de belleza me recordaba el protestantismo del Norte, y sólo tras dura lucha con mi soberbia he intentado entrar en ella. Era un pío deber hacia Swedenborg, nada más que esto.

De regreso a casa, totalmente aliviado, descubro en la acera un trozo de hojalata cortado en forma de trébol y, supersticioso como soy, lo recojo. Al punto, un recuerdo rae vuelve a la mente. El año pasado, el terrible año 1896, la mañana del 2 de noviembre, paseando por Klam, en Austria, vi alzarse el sol sobre un fondo de nubes en forma de arco trilobulado rodeado de rayos azules y blancos. Y esas nubes se asemejaban a esta hojalata como dos gotas de agua. El dibujo que hice de ellas en mi diario así lo atestigua. ¿Qué significado tiene? La trinidad, está claro. ¿Y luego? ¡Esperemos!

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