Inferno

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INFERNO III - JACOB LUCHA » Coram populo

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Dejo la rue Thouin, feliz como un escolar que se ha librado de una lección difícil al haber caído enfermo el profesor. Pasando por delante del Panthéon encuentro el templo abierto, la gran puerta abierta de par en par parece gritarme de modo provocador: ¡Entra! En realidad, pese a mis prolongadas permanencias en París, no he visitado nunca esta iglesia, sobre todo porque me habían contado patrañas a propósito de sus pinturas murales, diciéndome que representaban acontecimientos de la historia contemporánea, lo cual me desagrada. Imaginaos, pues, mi embeleso cuando apenas entrar recibo una ducha de luz desde la bóveda central, y me encuentro en medio de una leyenda dorada, la historia sagrada de Francia, que termina inmediatamente antes del protestantismo. La equívoca inscripción: «A los grandes hombres» me había, pues, engañado.

Pocos reyes, menos generales aún, ni siquiera un diputado; respiro. En cambio, san Dionisio, santa Genoveva, san Luis, santa Juana (de Arco). Nunca hubiera creído que la República fuese tan católica. Sólo que no existe ni altar ni tabernáculo, y en vez del Crucificado y de la Madre Celestial hay una señora de mundo cualquiera, erigida por la gineolatría.

Me consuelo pensando que esta celebridad acabará en las cloacas como tantas otras, y de las más gloriosas. Resulta hermoso y agradable pasearse por este templo consagrado a la santidad, y al propio tiempo triste el ver que se decapita y quema vivos a los virtuosos y a los benefactores. Aunque sólo fuera por el honor del buen Dios, ¿no sería preferible imaginarse que todos estos maltratos infligidos a los justos y a los misericordiosos no son más que simulacros, y que el camino de la virtud, por más que resulte desalentador, conduce a un buen fin, oculto a nuestra comprensión? Si no, estos infiernos del patíbulo y de la hoguera reservados a los santos en presencia de sus triunfantes verdugos nos inspirarían ideas blasfemas sobre la bondad del Juez Supremo, que parece odiar y perseguir la santidad en este mundo para recompensarla en el otro, de modo que «aquellos que siembran con lágrimas, recogerán con cantos de triunfo».

Al salir de la iglesia, echo un vistazo en dirección a la rue Thouin, maravillado de que el camino que conduce a Swedenborg me haya llevado al final al templo de Santa Genoveva. Swedenborg, mi guía y profeta, me ha impedido penetrar en su humilde capilla, ¿no será que se ha desautorizado a sí mismo y que, con las ideas ahora más claras, se ha convertido al catolicismo? Al estudiar las obras del visionario sueco, me quedé impresionado, por otra parte, por su antagonismo con Lutero, que preconizaba sólo la fe, y en verdad Swedenborg es más católico de lo que ha querido dejar entrever, puesto que preconiza la fe y las obras, precisamente como la Iglesia romana.

Si en verdad es así, entonces lucha consigo mismo, y yo, el adepto, seré aplastado entre el yunque y el martillo.

Una noche, tras una jornada llena de remordimientos y de escrúpulos, y de una triste cena, vuelvo al jardín que me atrae como un Getsemaní, donde me aguardan sufrimientos desconocidos. Presiento que sufriré suplicios y que no puedo escapar a ellos. Es más, tal vez los deseo, como el herido desea la operación cruel que le llevará a la curación o a la muerte.

Llegado a la puerta de Fleurus, me encuentro en seguida en la ancha calle limitada a lo lejos por el Panthéon y por la cruz. Dos años atrás este templo significaba para mi espíritu mundano «la gloria a los grandes hombres»; hoy, más bien, «al sufrimiento de los mártires», pues hasta tal extremo ha cambiado mi punto de vista.

La ausencia del desconocido me inquieta y me oprime el pecho. Solo y preparado para la lucha, siento debilitarme ante la falta de un adversario visible. ¡Luchar contra fantasmas, contra sombras, es peor que defenderse de los dragones y los leones! Se apodera de mí el espanto y, empujado por el valor que infunde el miedo, me adentro con pie firme entre los plátanos de sombra, por un terreno resbaladizo. Un olor concentrado a bacalao salado, a alquitrán y a sebo me ahoga; oigo el chapoteo de las olas contra cascos de navío y un muelle; soy introducido en el patio de un edificio de ladrillo amarillo, subo unas escaleras, paso por salas inmensas e innumerables galerías, entre vitrinas y armarios cerrados con vidrieras llenos de animales disecados y conservados en frascos. Finalmente penetro en una sala oscura de extraño aspecto, mal iluminada por las manchas de luz que reflejan un gran número de monedas y medallas expuestas en las vitrinas. Me paro delante de una de éstas y, entre las medallas de oro y de plata, mi mirada se ve atraída por una que está fundida en un metal opaco como el plomo. Es mi propia imagen, un tipo criminal y ambicioso de chupadas mejillas, el pelo de punta y un mohín de rencor en la boca. En el reverso, la divisa: «La verdad siempre es impúdica.» ¡Oh, la verdad, oculta a los mortales, y yo tuve la insolencia de creer que la había desvelado ultrajando la Santa Cena, cuyo milagro ahora reconozco! ¡Monumento impío, erigido al deshonor de la impiedad por unos amigos blasfemos! Es cierto que siempre me avergoncé de esta glorificación de la brutalidad, que nunca pensé en conservar esta insignia conmemorativa, que la arrojé a los niños para que jugaran con ella, y que nunca he lamentado su desaparición. Por otra parte, ¡una «coincidencia» fatal quiso que el grabador enloqueciera acto seguido, tras haber engañado al comanditario y realizado falsificaciones! ¡Oh vergüenza indeleble, imborrable, puesto que la ley exige que se conserve esta prueba de cargo en los museos del Estado! ¡Ved qué gloria! ¿Puedo quejarme de la Providencia que satisfizo la petición sacrílega que le dirigí en mi juventud? Ocurría esto hacia los quince años; cansado de la inútil lucha contra la joven carne que pedía la satisfacción de las pasiones, abrumado por los conflictos religiosos que devastaron mi alma ávida de conocer el enigma de la existencia, rodeado de gentes devotas que me torturaban con la excusa de doblegar mi espíritu ante el amor divino, proferí esta frase ante una vieja amiga que me había dado mortales lecciones de moral: «¡Renuncio a la moral, con tal de que sea un hombre de gran talento, admirado por el mundo!» Más tarde, Henry Thomas Buckle había de confirmar mi opinión, enseñándonos que la moral no es nada, puesto que no se desarrolla, y que la inteligencia lo es todo. Más tarde aún, hacia los veinte años, Taine me enseñó que el bien y el mal son dos cosas indiferentes, cualidades innatas, inconscientes e irresponsables, como la acidez del ácido y la alcalinidad del alcaloide. Y esta frase, cogida al vuelo y desarrollada por Georg Brandes, imprime un sello de inmoralidad en la literatura escandinava. ¡Un sofisma, es decir, un silogismo erróneo, que seduce a una generación de librepensadores! ¡Qué flaqueza! Pues bastaría con analizar el epigrama de Buckle: «La moral no se desarrolla, ya que es indiferente», para descubrir sin esfuerzo cuál es la mejor consecuencia que podría extraerse de ella: la moral, al permanecer inquebrantablemente idéntica a sí misma, prueba al mismo tiempo su origen divino y eterno.

Finalmente, mi deseo se cumplió: fui a la vez el talento reconocido, admirado, y el más despreciado de los hombres nacidos durante este siglo en mi país. ¡Marginado de la buena sociedad, desdeñado por el último mono, desautorizado por mis amigos, sin recibir la visita de mis admiradores más que por la noche o a escondidas! ¡Sí, todo el mundo se doblega ante la moral, sólo una minoría se inclina ante el talento, lo cual plantea algunas dudas respecto a la naturaleza de la moral!

¡Y el reverso de la medalla es peor aún! ¡La verdad! ¡Como si nunca hubiera mentido, pese a mi reputación de ser un hombre más veraz, más sincero que los demás! Paso por alto las mentirijillas de la infancia, pues cuentan bien poco, provocadas generalmente por el miedo, la incapacidad de distinguir entre realidad e imaginación, y porque ya han sido contrarrestadas por los castigos injustamente infligidos, como consecuencia de las falsas acusaciones de los compañeros. Pero hay otras, más graves, pues el mal ejemplo y la disculpa de un pecado mortal pueden acarrear consecuencias funestas. Como la falsa explicación, relativa a la crisis de la pubertad, en mi autobiografía El hijo de la criada. Al escribir aquella confesión de un adolescente, sin duda me dejé seducir por el espíritu de libertad de la época, y usé colores demasiado vivos, con el propósito excusable de liberar del temor a los jóvenes caídos precozmente en el vicio.

Al final de estas amargas reflexiones, la vitrina de las medallas se estrecha, la medalla se aleja y empequeñece, hasta no ser más que un botón de plomo. Y yo me veo de nuevo en una buhardilla, en el campo, a orillas del Malar, en casa del sacristán, en un pensionado para muchachos, en 1861. Hacinados en una habitación, en el desván, hijos nacidos de uniones ilegítimas, hijos de padres emigrados, niños maleducados y que molestan en el seno de familias demasiado numerosas viven allí, todos juntos, sin vigilancia, compartiendo cada dos una cama, tiranizándose unos a otros, maltratándose para vengarse de la vida cruel; un rebaño famélico de pequeños malhechores, mal nutridos, mal vestidos, terror de los campesinos y sobre todo de los hortelanos. Un día, el mayor de la banda se pone a representar el papel de seductor, y el vicio se infiltra en la joven cuadrilla…

Es la caída, sí, la caída, acompañada inmediatamente de remordimientos; y yo me veo en camisa de noche, sentado a la mesa, con el devocionario delante de mí, al débil resplandor del alba estival. Vergüenza y remordimientos, pese a la completa ignorancia de la naturaleza del pecado. Inocente por inconsciencia, y sin embargo culpable. ¡Corrompido, luego corruptor; arrepentimientos y recaídas; dudas sobre la veracidad de la conciencia que acusa! Dudas sobre la gracia de Dios que expone a las tentaciones más terribles a un ignorante, a un niño que acepta como una alegría ofrecida inocentemente por la naturaleza aquello que la ley divina castiga con la muerte. Sin sentirse culpable ante sí mismo y, sin embargo, torturado por los escrúpulos, el desdichado se ve empujado hacia la religión que no perdona ni consuela, y que condena a la locura y al infierno al pobre inocente, a la víctima incapaz de resistir en una lucha desigual contra la naturaleza omnipotente. Sin embargo, ¡las brasas infernales arderán hasta la tumba, ya sea consumiéndose por sí mismas bajo las cenizas, ya alimentándose del amor sentido por una mujer! Tratad de apagar este fuego por medio de la abstinencia, y veréis a la pasión pervertirse y a la virtud castigada de manera inesperada. ¡Intentad sumergir el tizón encendido en gasolina, y os haréis una idea de lo que es el amor lícito!

En verdad, si un joven viniera a preguntarme ahora, a mí, cincuentón, qué conviene hacer, no encuentro otra respuesta después de tantas experiencias, de tantas discusiones, que ésta: «¡No lo sé!»

Si un joven viniera a preguntarme si el celibato es mejor que el matrimonio, le diría: «Depende de los gustos; si prefieres el infierno del soltero, elígelo; si te gusta más el infierno conyugal, entra en él. Por mi parte, adoro la gehena con una mujer, porque le sigue un paraíso ficticio pero encantador, durante el cual vuelve la edad de oro: el hijo.»

Quisiera acusarme de haber sido un corruptor de la juventud, pero me es imposible, al tener mi confesión como propósito liberar a los jóvenes del temor. Liberar, sí, era la consigna de la literatura escandinava entre 1880 y 1890. Y yo desempeñé mi papel en ella. He liberado a las mujeres. Ello ha tenido como consecuencia que las madres de familia se hayan vuelto semejantes a las prostitutas, y hayan atacado a su libertador, golpeándole con sus cadenas rotas. He liberado a los miserables y a los oprimidos, pero la sociedad está regida por los peores opresores, llegados al poder. ¡He querido liberar a la juventud de los remordimientos y de la locura, y la juventud caída en el vicio y en el delito me acusa de ser un Catilina, y los padres y las madres me han incluido en el índice! Por tanto no hay necesidad de liberar a nadie, porque la vida es ya de por sí un correccional, cosa que yo ignoraba y que me excusa a mis propios ojos, habiendo actuado de buena fe y con la buena voluntad de quien desea seguir el ejemplo del Salvador, que absolvió a la adúltera y al ladrón. Sólo que, y éste es el punto capital, mentí negando los terribles remordimientos que acompañaron la caída de un muchacho, y este mea culpa me hace enrojecer ante la divisa de la medalla; pero ¡fui yo quien la encargó!

Me gustaría decirle a mi hijo: «Trata de permanecer casto y, en cualquier caso, evita a las mujeres de mala vida, porque ellas te envenenarán para siempre, son unas pobres desdichadas poseídas, cuyos espíritus malignos se trasplantan a un alma pura, razón por la cual estas mujeres, toleradas puesto que existen, constituyen una tentación a la que los jóvenes deben resistirse por amor propio; y debes resistirte también a las mujeres casadas, ¡aun cuando te piquen en tu vanidad de macho llamándote José! No fue la mujer de Putifar la que salió honrada del incidente, sino José, cuyos títulos de gloria se transmiten al hombre que tuvo el valor de hacer de padre putativo del Santo Salvador, sin oponerse a una situación tan equívoca para un hombre.»

Y a mis hijas, una palabra, una nada más: «¡El altar o el voto de castidad!» ¡Eso es todo! ¡Para una mujer siempre ha existido el amor libre, y las mujeres libres son las mantenidas y las putas, y lo serán mientras el mundo sea mundo, así como la mujer infiel se asemejará a ellas, o mejor dicho, será aún peor que ellas, porque asesina a un hombre y pone en peligro el porvenir de sus hijos!

¡Ardo en deseos de acusarme y de defenderme a la vez, pero no existen tribunales, ni jueces, y me consumo aquí en soledad!

Gritando mi desesperación a los cuatro vientos, en las tinieblas, comienzo a ver claro, con la cabeza apoyada contra un castaño de la alameda Fleurus. Es el tercer árbol a partir de la puerta de entrada; la alameda tiene cuarenta y siete de cada lado. Nueve bancos entre los árboles como otros tantos puntos de referencia. Me quedan, pues, cuarenta y cuatro etapas para llegar a la primera estación.

Me quedo un momento abatido ante el vasto sendero de lágrimas, cuando, bajo los desnudos árboles, surge una esfera de luz sostenida por dos alas de halcón. Se para frente a mí, a la altura de mis ojos, y en la claridad que se difunde a su alrededor, veo un cartón blanco adornado como una carta de restaurante. En lo alto, en caracteres de color de humo, leo: «¡Come!» Y debajo, en cuestión de segundos, toda mi vida pasada desfila como una reproducción micrográfica sobre una enorme pancarta. ¡Todo está allí! Todos los horrores, los pecados más secretos, las escenas más vergonzosas en las que tengo un papel principal… ¡Oh! ¡Me muero de vergüenza a la vista de estas escenas imaginadas que mi ojo perspicaz reconoce de golpe sin necesidad de leer ni de interpretar! Pero no me muero, sino muy al contrario, y en un minuto largo como cuarenta y ocho años revivo mi entera existencia, desde la tierna juventud hasta el día de hoy. Mis huesos se secan, mi sangre se coagula y, devorado por el fuego de los remordimientos, caigo gritando: «¡Piedad, piedad!» y renuncio a justificarme ante el Padre Eterno, y dejo de acusar al prójimo…

Cuando recobré el conocimiento, me encontré en la rue du Luxembourg; a través de la reja vi reverdecer el jardín y, detrás de los setos y los árboles, oí un coro de burlonas risotadas que me saludaba.

Bajando por la rue Bonaparte, me siento como si me flagelaran, y la vergüenza despierta en mí la cólera y el instinto de rebelión. ¡He pecado, es cierto, y he sido castigado por ello! ¿No es suficiente? ¿No basta para borrar las pruebas del encerado? El buen padre sabe perdonar después de haber castigado, y conozco a algunos que saben perdonar sin exigir diente por diente y ojo por ojo; conozco a algunos que no castigan jamás sino con dulces palabras, y una vez aclarado un asunto, no hablan más de ello. ¡Pero jamás he visto a ninguno llevar un registro de los pecados y pecadillos de sus hijos!

Entonces se reaviva el espíritu de rebelión y me habla el sentimiento de dignidad humana y divina: «Oh débil, has caído, te has envilecido negándole a tu yo las mismas justificaciones que has reconocido a los demás. En esto precisamente radica la lucha por la vida: ¡en renunciar a la tentación de someterse a los demás, puesto que desde el momento en que actúas así, te eriges en juez del dueño y señor de tu destino, y te humillas delante del de los demás!» Si yo reinase, odiaría al rebelde, pero no podría dejar de tener por él más consideración que por aquel que se somete. La presencia de ánimo es hermosa y la belleza es divina. Me inclinaré ante un Dios, el más sabio, el más hermoso, el mejor, pero no tengo derecho a arrodillarme ante hombres miserables y viles como yo. Siempre he venerado a los grandes espíritus, y es una falsedad afirmar que carezco de la capacidad para admirar, por más que sea superior a mis fuerzas el admirar lo que es pequeño. Siempre he venerado abiertamente a hombres como Linneo, que vio a Dios, a Bernardin de Saint-Pierre, a Balzac, a Swedenborg, o a Nietzsche que, titán enfrentado a titanes, tuvo las caderas y los lóbulos cerebrales paralizados… Pero sé muy bien que los dioses del tiempo han querido forzarme a que me postrase de rodillas ante todo lo que era pequeño, sobre todo ante todo lo que era inferior, física, moral e intelectualmente débil. Pero yo no he sido un tirano, sino al contrario, siempre he estado del lado de aquellos que defendían la causa de los oprimidos, de aquellos que combatían por su liberación, porque entonces no comprendía aún que estaban en el lugar en el que la Providencia los había puesto. Ignoro si era con el fin de mostrarme las consecuencias de esta guerra de esclavos, pero el destino me ha puesto siempre en manos de algún alma de esclavo que se ha convertido en mi amo, y que me ha pisoteado con sus pezuñas o botines; siempre me he visto obligado a llevar paja y tejas por cuenta de algún egipcio ignorante, ya fuese hombre o mujer, que me chupaba la sangre y me daba sus sobras para comer. Convertido finalmente en sabio después de tales amaestramientos, rompí las cadenas y no me quedó entonces más que la libertad del desierto, donde a decir verdad no me fueron ofrecidos ni codornices ni maná. ¡Fui condenado a la soledad, y cada vez que buscaba a alguien a quien hablar, me mandaban a un egipcio para que me escupiera en la cara, a un hombre inculto para hacerme saber cuánto más informado está el ignorante, a un incapaz presuntuoso para acusarme de ser el más vanidoso, a un lujurioso para predicarme lo que es la virtud! ¿Quién me persigue, quién me humilla más de lo que son humillados los demás? Si es el sabio, sabe que yo era menos soberbio y que no me enorgullecía más que por cuenta de Aquél de quien me consideraba portavoz, y él conoce perfectamente la maldad de los hombres que, haga lo que haga, siempre están dispuestos a acusarme. Si digo que hablo de mí mismo, me hago culpable de orgullo, y si digo que soy el portavoz de Dios, me hago culpable de blasfemia… Si todos los hombres son iguales, ¿por qué ha dispuesto la Providencia las clases sociales con arreglo a una jerarquía, en la que una vive mejor que la otra y tiene derecho a mandar a sus subordinados, quienes a su vez tienen el deber de someterse a esas autoridades humanas? ¿Por qué algunos son llamados al poder y a la gloria, mientras que otros son condenados a comportarse como fieles y obedientes admiradores? ¿Acaso esto es igualdad y demuestra que han sido creados todos iguales? No, yo no consigo ver ninguna ley de igualdad, ni en el orden de la naturaleza, donde el caballo de raza posee un nombre y un carácter, pedigree y servidores, come en comederos de mármol y lleva una gualdrapa de alpaca, mientras que el caballo de tiro arrastra los carros de la limpieza urbana; ni tampoco en el orden social, donde hasta el albañil tiene un aprendiz al que poder maltratar. ¡Y sin embargo me veo obligado, contra el orden divino y humano, a reconocer un hecho que puede verse refutado en cualquier momento del día, un hecho incluso inexistente! ¿Está, pues, Dios dividido, o son sus sátrapas los que están en guerra entre sí? ¿No será cualquier época de este mundo el reflejo de cuanto acontece en las alturas? ¿También allí habrá partidos, con agitadores demócratas y ambiciosos? Por momentos diríase que sí, dadas las numerosas voces que hablan al mismo tiempo: el adalid del pueblo capta mensajes del cielo, y lleva entonces a las masas, con sagrado ardor, hacia el asesinato y el incendio, consiguiéndolo a veces, como si se encontrase bajo una poderosa protección; o bien el destructor y el dominador del pueblo lleva a sus ciegas hordas contra las masas, invocando la protección del cielo, ¡y su empresa se ve coronada por el éxito como si, efectivamente, otras potencias le hubiesen conducido a la victoria! ¡Ay de los hijos de los hombres cuando los Reinos y las Dominaciones disputan entre sí! Cuando las voces de los invisibles exigen obediencia, conviene prestar mucha atención y saber elegir el recto camino, porque la razón siempre está del lado del vencedor. ¿Será el fin del mundo que está próximo o ha llegado ya, ahora mismo? ¿No lucharán acaso todas las potencias divinas despertadas, más allá de las nubes, para conquistar el poder? Pan se encontró por un momento en la cúspide, y parecía que fuera a reinar; ¡Iahvé protegió al pueblo elegido, y Cristo no abandonó a sus fieles; Alá demostró no mucho después que podía vencer a los Olímpicos en las Termopilas; y Buda avanza con tal violencia como para amenazar seriamente al Nazareno! ¡Ay de los hijos de los hombres cuando los todopoderosos combaten entre sí! ¡Todos invocan al Único y Verdadero Dios, pero nadie sabe decirme quién es! ¿Es Él quien juega con el trueno y el torbellino de viento? Pero también Zeus y Thor los manejaban; los teósofos juran que los invisibles, allí, en la Alta Asia, saben jugar con estas fuerzas de la naturaleza, como, según parece, supieron hacer Iahvé, Osiris y los brujos. Todos piden señales y milagros, y las señales y los milagros existen, pero nadie sabe quién los hace, pues las potencias negras son tan sabias en magia como las blancas. ¿Qué Señor habla tan tonantemente a los pueblos en los presentes tiempos? O bien, ¿quién es mi Señor? ¿Acaso una hormiga humana no tiene derecho a saber a quién debe servir, y a quién debe obedecer, y cómo, antes de ser expulsada por desobediencia? ¡Cuántas veces no he gritado yo al desconocido que hable más claro y, cuando al final me respondía, lo hacía por medio de un rayo de sol, un trueno o una gota de agua! ¡El señor de las fuerzas de la naturaleza! Pues bien, sea, pero no es así cómo debía conferirme un espíritu nuevo, purificarme de los deseos, del odio, del orgullo…

Así gira y gira el eterno molino de los pecados; las mismas acusaciones, las mismas defensas. Sísifo que hace rodar su piedra, las danaides que derraman el agua con sus jofainas: ¡en verdad se diría que los castigos son eternos!

De vuelta a mi celda, descubro que no son más que las nueve y abro la Biblia para encontrar la luz y la calma. Pero cuando en los salmos de David llego a las horribles maldiciones que éste lanza contra sus enemigos con sus oraciones, me veo incapaz de seguir: no tengo más que un enemigo, yo mismo, y no les falta razón a los demás para hacerme sufrir, y siempre es por mi propio bien, y acabo de aprender que hay que perdonar a los enemigos propios: ¡los teósofos me han enseñado incluso que la oración no es más que pura magia negra, y que pedir en una plegaria que caiga la condenación sobre los enemigos propios no es sino sortilegio o hechicería, que en otros tiempos se castigaba con la hoguera! Mi viejo amigo Job ya no me consuela, pues, por un lado, no encuentro entre mis conocidos a ningún hombre justo y, por otro, su crítica al proceder del Padre Eterno me parece no menos blasfema que mis discursos y mis pensamientos de rebelión.

Me arrojo entonces sobre el Nuevo Testamento y caigo sobre san Pablo, que como yo fue un Saúl, y que por tanto tendría muchas cosas que decirme. Encuentro en él algunos de mis defectos, pero no es por eso por lo que le he buscado: y sigo sin comprender cómo se puede tener el valor de sermonear y de condenar a los demás a Satanás, cuando uno está metido hasta las cejas en el lodazal del pecado. Su celo le vuelve pueril y, en un primer momento, simpático, como cuando comienza con esta confesión una epístola a los Corintios: «Yo, pues, el mismo Pablo, que presente soy humilde entre vosotros, pero ausente soy atrevido con vosotros.» No puedo escuchar sus palabras como procedentes de Dios, pues posee todas las flaquezas que yo, con su ayuda, quisiera superar. Ni tampoco permanecer humilde cuando mi maestro escribe dos largas epístolas para gloriarse: «Pero yo creo que en nada soy inferior a esos preclaros apóstoles.» O bien: «Una vez más os digo que nadie me tenga por insensato, y en todo caso, toleradme como insensato, permitiéndome que un poco me gloríe.» Luego enumera todos sus sufrimientos (como yo, aunque haya finalmente comprendido que mis sufrimientos me los tenía bien merecidos). «¿Sois ministros de Cristo? Hablando locamente, yo más; en trabajos, más; en prisiones, más; en azotes, mucho más; en peligros de muerte, muchas veces. Cinco veces recibí de los judíos cuarenta azotes menos uno. Tres veces fui azotado con vara, una vez fui apedreado», etcétera.

Aquí encuentro mis pecados predilectos y, lo que es peor aún, su justificación. «He hecho el loco; vosotros me habéis obligado. Porque necesitaba ser recomendado de vosotros, pues en nada fui inferior a los más eximios apóstoles, aunque nada soy.» Las últimas palabras revelan lo que de increíblemente falso hay en esta tan ensalzada humildad de cuyo orgullo se envanece, y ellas han encendido de nuevo en mí esta aversión, que ya sentí en mi juventud, por san Pablo, hacia ese profeta de los charlatanes, que tan bien han sabido imitar su estilo. Dejé al discípulo para escuchar las sabias palabras del propio Maestro. Pero no sé qué demonio, esta noche en que estoy solo y abatido, vuelve las páginas y perturba quizá mi vista, de manera que el libro que tiene respuesta y penitencia para todo no hace sino burlarse de mí y herirme el rostro.

Cuando llego al pasaje en que Cristo absuelve a la mujer adúltera, siento las insondables dudas reemerger del reino de los muertos. Fue en 1872 cuando en mi drama de juventud Maese Olof hice que el reformador absolviese a la mujer pública María Magdalena, empleando casi las mismas palabras. ¿Y qué sucedió? Pues una catarata de exenciones de todos los deberes morales que se extendió de la literatura a la sociedad corrompiéndolo todo: familia, costumbres, honor, fe. Y esta liberación, basada en un noble esfuerzo de humanidad y que obedecía a las palabras de Cristo: no juzgarás, ¡es desaprobada ahora por las potencias, que castigan a los libertadores con el miedo y con nuevos sufrimientos! ¡Los sucesores de Cristo! No, ni siquiera la Biblia, ni Cristo, ni la humanidad… nada.

¡Ahora, me derrumbo por completo! Privado de la compañía de los hombres, sin saber por qué, habiendo perdido el interés que sentía por las ciencias y que en otro tiempo me mantenía con vida por lo que había de grande en descifrar los enigmas, desprovisto del consuelo de la religión porque su enseñanza es mala y falsa, no me queda otra cosa que contemplar la concha vacía de un yo sin contenido. Sentado en mi silla, mirando el cielo estrellado por mi ventana enrejada, no pienso en nada, no siento nada, no sueño con nada. Comienzo por fin a preguntarme cómo será el sonido de mi voz, cuando, al cabo de tres semanas de silencio, la oiga de nuevo. Aspiro hasta tal punto a la compañía de un ser humano, que podrían entrarme tentaciones de buscar incluso las más antipáticas, que sólo con abrir la boca me hieren. Medito sobre la cuestión: a saber, si este aislamiento no tendrá por finalidad enseñarme que todos los hombres se necesitan mutuamente, por más que sepa que las malas compañías deben evitarse y que mucha gente ha tenido más necesidad de mí que yo de ellos. Cuando miro el reloj de péndulo no son más que las nueve y media, y no me atrevo a meterme en la cama antes de las diez, pues sé que pasaría una mala noche. Yo, que toda mi vida he esperado que llegara lo que deseaba, me quedo ahora sentado esperando que pase media hora. No puedo leer, pues apenas abro un libro, tengo la impresión de que ya lo sé todo. Nada me interesa, nada me causa placer, nada me hace daño. Tengo más de mil francos en el bolsillo, pero es como si carecieran de valor, pues no tengo ganas de nada. En otro tiempo, y siempre que tenía poco dinero, rebosaba de deseos: libros, instrumental, el pago de las deudas y estas ganas de algo daban interés a la vida, había una expectativa, una prolongación de la voluntad hacia el porvenir, que era un ancla sin ser una amarra.

Finalmente son las diez. Tras mis abluciones habituales, me acuesto y me duermo en seguida, mortalmente cansado de mi ociosidad y de mi tedio.

El día siguiente es parecido al anterior hasta las seis de la tarde. Entonces llaman a la puerta y entra el pintor americano, que en mi libro Inferno he identificado con Francis Schlatter.

Como nos separamos con indiferencia, sin amistad, pero tampoco enemistad, el encuentro es bastante cordial. Observo que el hombre está considerablemente cambiado. Su cuerpo me parece algo más menudo de lo que yo recordaba; su expresión, más seria, y no consigo hacerle tomarse a risa como antes los sinsabores de la vida y los sufrimientos padecidos, que tan fácilmente soportables parecen una vez pasados. Pero él me trata también con unos miramientos sorprendentes, que contrastan con la vieja camaradería. De todos modos, el encuentro actúa sobre mí como un estimulante, porque por una parte puedo por fin hablar con una persona que comprende cada una de mis palabras, y por otra parte me vincula a un período de mi vida que coincide con mi pleno desarrollo, en el que vivía intensamente, creía en las cosas y me enriquecía. Me veo proyectado dos años atrás y me dan ganas de entregarme a la buena vida, de pasarme la mitad de la noche en las terrazas de los cafés, bebiendo y charlando agradablemente. Acordamos ir a cenar a Montmartre, y nos ponemos en camino. Los ruidos de la calle demoran un poco el curso de la conversación y observo en mí una dificultad inhabitual para escuchar y comprender.

Al comienzo de la avenue de l’Opéra, la multitud es tan densa que nos vemos separados sin cesar por la gente que se cruza con nosotros. Un hombre que lleva una carga de algodón en rama choca con mi amigo, que se queda blanco. Con la cabeza llena de los símbolos de Swedenborg, buceo en mis recuerdos para saber qué puede «querer decir» eso, pero únicamente me acuerdo de que, cuando se abrió la tumba de Napoleón en Santa Helena, su cuerpo estaba cubierto de una pelusilla blanca.

En la rue de la Chaussée-d’Antin estoy ya tan fatigado y nervioso que decidimos tomar un coche. Dado que es hora de cenar, la calle se halla muy concurrida, y tras un recorrido de algunos minutos el coche se detiene bruscamente. En ese mismo momento recibo un golpe en la espalda, que me hace levantar, siento un resuello húmedo y cálido en la nuca, y al volverme veo delante de mí tres blancas cabezas de caballo y un ómnibus con un cochero gritando en el pescante, cosa que me deprime, y me pregunto si no será un aviso.

Bajamos en la place Pigalle y cenamos. Reencuentro aquí los recuerdos de mi primera estancia en París en los años setenta, cuando era joven, pero esto me pone melancólico, ya que los cambios son grandes. Mi hotel en la rue Dounai no existe ya. El Chat Noir, que fue abierto por aquel entonces, está cerrado, y Rodolphe Salis ha sido enterrado este mismo año. El Café de l’Ermitage no es más que un recuerdo y el Tambourin ha cambiado de nombre y de carácter. Los amigos de entonces están muertos, casados, dispersos, y los suecos se han instalado en Montparnasse. Entonces me doy cuenta de que ya soy viejo.

La cena es menos alegre de lo previsto. El vino es de tan pésima calidad que produce un efecto deprimente. He perdido la costumbre de escuchar y de hablar hasta tal punto que nuestra conversación resulta áspera y fatigosa. Para recuperar algo de la atmósfera de otro tiempo, tomamos el café en la terraza de una acera, pero nuestras esperanzas se ven defraudadas, y muy pronto se hace un silencio horrible, signo premonitorio de que tenemos ganas de separarnos.

Luchamos un buen rato contra nuestra incomodidad creciente, pero en vano. A las nueve estamos ya fuera y, adivinando mi estado de ánimo, mi compañero se va por su lado con la excusa de una cita. Solo, siento de repente un alivio indescriptible; el malestar se desvanece, el dolor de cabeza desaparece y tengo la impresión de que mis circunvoluciones cerebrales y mi tejido nervioso se habían enmarañado con los de otro, y que comienzan a recuperar su orden natural. En verdad, la soledad ha vuelto mi persona tan sensible que no soporto ya el contacto con ningún fluido ajeno. Tranquilo, pero con una ilusión menos, regreso a casa feliz de volver a encontrarme en mi celda; pero apenas entrar, me doy cuenta de que algo ha cambiado en la habitación, que no es la misma, y que el malestar se ha instalado en ella.

Muebles y bibelots siguen en su sitio, pero me causan una impresión extraña: alguien ha venido y ha dejado alguna cosa. Me siento incómodo.

Al día siguiente noto el cambio, y he de salir para ver gente, pero sin resultado. El tercer día voy, tal como convenimos, a casa de mi amigo artista para ver sus aguafuertes. Vive en el Marais. Le pregunto al portero si está en casa. Sí, está, pero en ese momento se encuentra en el café, con su mujer. Como no tengo nada de que hablar con ella, me largo.

Al día siguiente vuelvo de nuevo al Marais y, dado que el hombre está en casa, comienzo a subir los seis pisos. Una vez subidos tres tramos que giran, estrechos cual escaleras de caracol dentro de un tubo, me acuerdo de un sueño y de una realidad. El sueño, recurrente, trata de una de estas estrechas escaleras de caracol, por la que trepo hasta que me ahogo, ya que la escalera se vuelve cada vez más angosta. La primera vez que este sueño volvió a mi mente fue en la torre de Putbus, y descendí al instante.

Y ahora heme aquí, angustiado, jadeante, con el corazón palpitándome, pero decidido a seguir subiendo. Tras encaminarme hacia arriba, entro en el estudio y encuentro a mi amigo con su mujer. Cuando llevo sentado cinco minutos, siento un dolor en la nuca y digo:

—Amigo mío, parece que no tengo derecho a verte, pues tus escaleras resultan matadoras para mí. Tengo la clara impresión de que si vuelvo a subirlas de nuevo no lo cuento.

Él me responde:

—Y, sin embargo, hace poco fuiste a Montmartre y subiste las escaleras del Sacré-Coeur.

—Sí, es extrañísimo.

—Bueno —replicó—, ya vendré yo a verte y cenaremos juntos por la noche.

En efecto, al día siguiente cenamos juntos y disfrutamos de ese buen humor que uno busca en la mesa. Nos tratamos con respeto, evitamos decir cosas desagradables, descubrimos afinidades, el uno adopta el punto de vista del otro y tenemos la ilusión de estar de acuerdo en todo. Tras la cena, en vista de que la noche es tibia, continuamos la conversación y, cruzando el río, nos dirigimos hacia el bulevar, cambiando de acera y de mesa, hasta que, al llegar al Café du Cardenal, estamos ya completamente eufóricos. Es ya medianoche, pero nosotros estamos todo menos cansados, y comienzan esas horas maravillosas en que el alma se desprende de su envoltura y los recursos espirituales reservados a los sueños son consumidos en concepciones claras y vivas, y en penetrantes observaciones que rastrean el pasado y el futuro. Durante estas horas de la noche, mi espíritu parece mantenerse por encima y fuera del cuerpo, que permanece sentado como una persona ajena a mí. Beber no tiene mayor importancia y sólo sirve para ahuyentar el sueño, y tal vez también para abrir las esclusas de la memoria, que dejan pasar toda la inmensa materia de mi vida, de la que puedo en cada momento tomar hechos, fechas, escenas, frases. Ésta es la alegría y el sentimiento de poder que me inspira la ebriedad, pero un ocultista, un hombre religioso, me dijo que es también pecado, porque es como tomar un anticipo de la dicha eterna, que consiste precisamente en liberar el alma del cuerpo, y es por ello por lo que a esta usurpación le siguen el día después terribles sufrimientos, que deben de asemejarse a las penas del infierno. Sin embargo, comenzamos a inquietarnos por las señales de cierre de los cafés de los bulevares y, como no quiero acabar aún, dejo caer el nombre de Baratte y mi amigo se muestra al instante de acuerdo.

El Café Baratte, cerca de Les Halles, siempre ha ejercido sobre mí una atracción maravillosa, sin que sepa muy bien por qué. Puede ser por hallarse próximo a Les Halles. Cuando anochece en los bulevares, amanece en Les Halles, donde por lo demás es de día durante toda la noche. La triste noche, con su ociosidad obligada y sus sueños sombríos, no existe allí. El espíritu que se ha embriagado en mundos inmateriales, siente deseos de descender en medio de la comida y del fango, del pecado y del ruido. Ese olor a pescado, a carne y a verduras, y los detritos sobre los que uno anda hacen el efecto en mí de un magnífico contraste con los elevados asuntos que acaban de ser tratados. Es el barro del que somos creados y recreados tres veces al día; y cuando se emerge de la semioscuridad, de la suciedad, de las caras repulsivas, y se entra en el acogedor café, uno se ve saludado por la luz, por el calor, por los cantos, las mandolinas y las guitarras. Encontramos allí prostitutas y sus acompañantes, pero a esta hora cualquier diferencia de clase desaparece. Y en las largas mesas hay artistas, estudiantes, escritores entremezclados, soñando despiertos, ¿o acaso han escapado al triste sueño que ha dejado de visitarles? No es una verdadera alegría la que aquí reina, sino una especie de tranquila narcosis, y para mí es como entrar en el reino de las sombras, donde la vida espectral es algo sólo semirreal. Conozco a un escritor que tenía la costumbre de venir a trabajar aquí por la noche. He visto aquí a extranjeros, vestidos como si viniesen de una espléndida cena en los barrios altos del Pare Monceau. He visto entre la gente a un hombre, que parecía un embajador extranjero, levantarse y ponerse a cantar un solo. He visto a personas que parecían príncipes y princesas disfrazados tomando champán, de modo que no consigo discernir si cuantos recalan aquí son verdaderos mortales o «cuerpos astrales» de durmientes, que han salido y vienen a provocar la alucinación de ser clientes sentados, medio dormidos. Lo extraño es que no reina ninguna grosería entre esta compañía apretujada en este estrecho local. La tristeza del insomnio atenúa y confiere un cierto calor melancólico a todo cuanto aquí sucede. Las canciones que se oyen son sobre todo sentimentales, y la languidez de la guitarra mitiga las punzadas que la aguda y vibrante mandolina, de cuerdas metálicas, inflige a los músculos del corazón…

De repente, me acuerdo de una noche, dos años atrás, con el mismo amigo en este café. Habíamos discutido sobre los poderes ocultos del alma y yo negué por varias razones la importancia del cerebro como máquina pensante.

—Pero si es un simple amasijo de sesos o una glándula. ¿No me crees? ¡Venga, vamos a comprar uno!

Bajamos a Les Halles, en busca de un cerebro. Nos indicaron un establecimiento, entre pasillos y arcos. Llegamos por fin a una sala adornada con cuerpos sanguinolentos y vísceras. Chapoteando entre la sangre, llegamos a la sección reservada a los cerebros. Unos hombres cubiertos de sangre, con unos mazos y unos cuchillos en idéntico estado, estaban golpeando cabezas de animales cortadas para hacer estallar el cráneo y poder sacar el cerebro. Compramos uno y volvimos a salir a la luz, pero la horrible escena nos persiguió hasta la mesita del café donde fue exhibida la supuesta máquina pensante.

¡Pero esta noche, tras mi larga cura de soledad, me encuentro tan bien entre la multitud que desprende calor y simpatía! Por primera vez me domina una compasión sentimental hacia estas pobres mujeres desdichadas de la noche. Y al lado de nuestra mesa hay una media docena de ellas, solas, tristes, que no han pedido nada. Son en su mayoría feas, tiradas, y sin duda no cuentan con medios para pagarse una consumición. Le propongo a mi amigo, cuyas intenciones son tan desinteresadas como las mías, invitar a dos de ellas, entre las más feas, a nuestra mesa. ¡Aceptado! Y yo las invito preguntándoles si quieren tomar algo, y añadiendo: ¡pero sin hacerse ilusiones y, sobre todo, comportándose de forma correcta!

Ambas ponen cara de comprender su papel y en primer lugar piden de comer. Mi amigo y yo seguimos nuestra charla filosófica en alemán, dedicando de vez en cuando alguna palabra a nuestras damas, que no son exigentes y parecen más necesitadas de comida que de cumplidos.

Un pensamiento me asalta: «¿Y si algún conocido te viese en este momento?» Sí, sé lo que diría y también lo que yo le contestaría: «Me habéis expulsado de la sociedad, me habéis condenado a la soledad, y me veo obligado a comprar la compañía de los hombres, de los parias, de los excluidos como yo, que tienen hambre como yo la he tenido. Mi única alegría es ver a estas personas excluidas presumir de una conquista que no es tal, verlas comer y beber, oír sus voces, que han sido sin embargo voces de mujer… Y que no he pagado de ningún modo, ni tan siquiera sermoneándolas.»

Simplemente me siento bien encontrándome en compañía de seres humanos y pudiendo hacerles partícipes de la abundancia de la que yo disfruto por el momento; digo por el momento porque dentro de un mes podría ser tan pobre como ellos…

Se ha hecho de día; el reloj señala las cinco, y nos vamos; pero en ese momento, mi dama me pide quince francos por haberme hecho compañía, cosa comprensible desde su punto de vista, porque, aparte de la comida, ella no ha sacado el menor provecho de mi compañía, así como tampoco la protección que habría podido brindarle contra la policía. Lo cual no contribuye ciertamente a aumentar el respeto que siento por mí mismo, sino muy al contrario…

Sin embargo, vuelvo a casa con la conciencia tranquila tras una noche bien empleada, duermo hasta las diez, y me despierto fresco y totalmente dispuesto a pasar el resto de la jornada trabajando y meditando. Pero por la noche tengo uno de esos horribles ataques que Swedenborg describe en Sueños. Éste es, pues, el castigo. ¿Por qué? Porque el que «come y bebe con prostitutas y publicanos mientras Juan camina por el desierto…» Con prostitutas, porque no ha encontrado otra compañía… No comprendo ya nada; creía que era una nueva lección de humildad, que debía aprender que todos los hombres vienen a ser lo mismo, y me había imaginado verdaderamente por un momento que mi conducta en aquel café durante la noche había sido más la de un amigo de los hombres que la de un disoluto, o que al menos desde el punto de vista moral era indiferente.

Los días siguientes me siento muy angustiado, y una tarde me preparo para una noche terrible. Hacia las nueve tengo delante el De natura deorum de Cicerón y me quedo tan fascinado por la teoría de Aristóteles, según la cual los dioses no conocen nuestro mundo y se mancillarían si se mezclaran con su suciedad, que decido copiarla. Mientras lo hago, advierto un rastro de sangre en el dorso de mi mano derecha, sin ninguna razón aparente. Y cuando me seco la sangre no veo ni rastro de herida. Pero ahuyento de mí este pensamiento y me meto en la cama. Hacia las diez y media me despierta el síntoma perfectamente desarrollado de lo que yo he dado en llamar cinturón eléctrico. Aunque conozco su naturaleza y sentido, me veo inmediatamente obligado a buscar su origen fuera de mí; pienso, ¡aquí están! ¿Quiénes? Me dominé y encendí la luz. Como tenía la Biblia al alcance de mi mano, decidí consultarla; su respuesta fue la siguiente:

Yo te enseñaré y te instruiré en el camino que debes seguir; seré tu consejero y estarán mis ojos sobre ti. No seas sin entendimiento, como el caballo y el mulo: con la brida y el freno hay que sujetar su ímpetu…

Esto era una respuesta, y me vuelvo a dormir tranquilizado por la idea de que no se trata de hombres malvados sino que es una potencia benévola la que me habla, aunque de modo poco claro.

Tras haberme calmado gracias a algunos días de soledad, salí de nuevo una noche con el americano y un joven francés que corrige mis manuscritos. Fue una velada un tanto aburrida y regresé poco después de medianoche, con mala conciencia, porque, llevado por una animada conversación, me vi obligado a hablar mal de alguien ausente. Lo que dije era para defenderme de un mentiroso y era la pura verdad. A las dos me despierto y oigo a alguien armar ruido en la habitación de encima, luego le oigo bajar la escalera y entrar en la habitación contigua a la mía. Así pues, la misma maniobra que en el Hôtel Orfila. ¿Estoy siendo vigilado? Si no, ¿quién ocuparía dos habitaciones en el hotel donde me hospedo, una encima de la mía y la otra al lado? Viví la misma historia en este hotel, en el mes de septiembre, cuando me alojaba en el tercer piso. No puede ser, pues, una simple coincidencia. Si mi mentor invisible quiere ahora castigarme, como es probable, se ha vuelto muy refinado dejándome en la incertidumbre de saber si me persiguen unos hombres o no. Aun teniendo ahora la plena certeza de que nadie me persigue, me veo atrapado de nuevo en las antiguas obsesiones: hay alguien. Y cuando me hago la pregunta de quién puede ser, vuelve a empezar la ronda de las suposiciones, rechazada por mi conciencia, que me inculpa incluso cuando he actuado con la única intención de defenderme y de rechazar unas acusaciones injustas. Me siento como si estuviera atado, con las manos tras la espalda, a un palo, y todos los paseantes tuvieran derecho a escupirme a la cara impunemente, mientras que si yo respondo escupiendo a mi vez, soy fustigado, estrangulado, perseguido por las furias. ¡El mundo entero, hasta el último de los desalmados, tiene razón contra mí! ¡Con sólo que pudiera saber por qué! La táctica recuerda a tal punto a la de las mujeres, que no puedo dejar de sospechar de ellas. En efecto, si una mujer ha causado mal durante años y años a un hombre que, por generosidad innata, no ha alzado la mano para defenderse, y finalmente éste se sacude como cuando se espanta una mosca, la mujer se pone a lanzar gritos, llama a la policía y se lamenta: «¡Se defiende!» O también cuando en la escuela un maestro poco razonable acusa injustamente a un alumno, y éste trata de defenderse, por su sentido de la justicia que siente lesionado. ¿Qué hace entonces el maestro? Pasa al castigo físico, gritando: «¡Ah, así que encima replicas!»

¡Yo he replicado! ¡Y es por esto por lo que soy torturado! Y las torturas llevan durando desde hace ocho noches. El resultado es que mi humor se ensombrece y me vuelvo intratable. Mi amigo americano se cansa, y poco a poco se retira y, cuando comienza a cenar en su casa, en poco tiempo me vuelvo a encontrar solo. Pero no es únicamente un mutuo cansancio lo que nos ha separado esta segunda vez; en realidad, ambos hemos notado que durante nuestro último encuentro han sucedido cosas extrañas, que sólo pueden ser atribuidas a la intervención de potencias conscientes, las cuales han tratado de provocar nuestro cansancio. Este hombre, que ignora casi todo de mi pasado, la última vez parecía que quisiera herirme en todos mis puntos flacos, y se hubiera dicho al corriente de mis pensamientos y de mis intenciones más secretas, que sin embargo sólo yo conozco. Y cuando le comuniqué esta observación, fue como si hubiera tenido una iluminación.

—¡Parece cosa del diablo! —exclamó—. Algo presentía yo, porque aquella noche no podías abrir la boca sin herirme en lo más vivo, mientras que yo veía en tu rostro tranquilo y de expresión amigable que no te movía a hacerlo ninguna mala intención.

Tratamos de resistir. Pero durante tres días seguidos hizo en vano el camino hasta mi casa. Yo no estaba, y tampoco en el restaurante donde como normalmente. ¡Por ninguna parte!

Así, la soledad cae sobre mí como una densa tiniebla. Se acerca la Navidad, y la nostalgia de una casa y de una familia me pesa. La existencia se vuelve para mí insoportable y termino naturalmente por mirar hacia las cosas superiores. Compro la Imitación de Cristo y la leo.

No es la primera vez que me encuentro este libro maravilloso en mi camino, pero en esta ocasión el terreno está abonado. Morir para este mundo, pero siguiendo con vida, morir para este despreciable, aburrido, sucio mundo, he aquí el tema. Y el desconocido autor posee la rara cualidad de no sermonear ni amenazar, y sabe en cambio hablar a todos, de forma amable y convincente, lógica y seductora. Habla como si nuestros padecimientos no fueran castigos sino pruebas, y así excita el deseo de soportarlos con valentía.

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