Inferno

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INFERNO III - JACOB LUCHA » Coram populo

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He aquí de nuevo a Jesús, esta vez no Cristo, que se acerca a mí lento pero seguro, como si llegase con sandalias de terciopelo. Y las exposiciones de Navidad de la rue Bonaparte aportan su contribución a ello. ¡Allí está el Niño Jesús en el pesebre, el Niño Jesús con el manto real y la corona, el Niño Salvador en los brazos de la Virgen, el Niño que juega y está en la cruz! ¡En definitiva, el Niño! Esto lo comprendo. El Dios que ha escuchado por tanto tiempo a los hombres quejarse de la miseria de la vida en la tierra, que finalmente decide descender, nacer y vivir, para ver cuán difícil es hacer frente a una existencia humana. ¡A éste le comprendo!

Un sábado por la mañana pasé por delante de la iglesia de Saint-Germain-l’Auxerrois. Este edificio siempre me ha atraído mucho porque tiene un aspecto de lo más recoleto. El pórtico con sus pinturas invita a entrar, y las dimensiones son tan pequeñas que uno no se siente anulado ni insignificante.

Cruzada la puerta, me encontré en la semioscuridad con la música de órgano, las imágenes de colores y las luces. Cada vez que entro en una iglesia católica me detengo en la puerta y me siento incómodo, inquieto, rechazado. Cuando el gigantesco pertiguero se acerca con su larga vara, me siento culpable y tengo la impresión de que quiere expulsarme como a un hereje. Aquí en Saint-Germain-l’Auxerrois siento angustia, pues recuerdo que en esta torre la campana se puso a tocar, sin una razón determinada, la noche de san Bartolomé, a eso de las dos. (¡Las dos de la noche!) Hoy más que nunca me inquieta mi condición de hugonote, pues hace dos días leí en el Osservatore Romano las felicitaciones dirigidas por el clero católico a los perseguidores de los judíos en Rusia y en Hungría, y una comparación elocuente con las grandes jornadas que siguieron a la Noche de San Bartolomé, de las que el autor hacía votos para una pronta repetición.

El órgano, invisible, toca notas, armonías nunca oídas por mí, pero de las que me parece guardar un vago recuerdo; recuerdos de los tiempos de mis antepasados o de días más lejanos aún. ¿De dónde habrá sacado esto el compositor?, me he preguntado siempre al oír la gran música. Ni de la naturaleza ni de la vida, ya que no existen modelos como para el resto de las artes.

Entonces no me queda otra solución que figurarme su música como recuerdos de un estado hacia el cual todo ser humano, en sus momentos mejores, siente deseos de volver, y en el mismo sentimiento de la privación debe de esconderse la conciencia oscura de algo que nos falta y que en otro tiempo poseímos.

Hay seis cirios encendidos sobre el altar: el sacerdote, de blanco, rojo y oro, no dice nada, pero sus manos se entregan a los revoloteos llenos de gracia de una mariposa, sobre un libro. Detrás de él aparecen dos niños vestidos de blanco que se arrodillan.

Suena una campanilla. El sacerdote se lava las manos y se prepara para una acción que ignoro. Algo extraño, hermoso, elevado sucede entre el oro y el incienso y los cirios…, y aunque no comprendo nada, siento una veneración y un temor inexplicables, y me invade un sentimiento: esto lo has vivido ya y has participado de ello en otro tiempo…

Luego sobreviene la sensación de vergüenza del pagano, del excluido que no se encuentra aquí en su casa. Y entonces, toda la verdad se me aparece clara: el protestante no tiene religión, puesto que el protestantismo es librepensamiento, rebelión, división, dogmatismo, teología, herejía. Y el protestante es un proscrito. Es la excomunión, la maldición que pesa sobre nosotros y nos vuelve insatisfechos, tristes y errantes. En este punto siento la excomunión y comprendo por qué el vencedor de Lützen «cayó por sus propias acciones» y por qué su propia hija renegó de él, comprendo por qué la protestante Alemania fue devastada, mientras que la católica Austria no fue tocada. ¿Y qué hemos ganado nosotros con ello? La libertad de vernos marginados de la comunidad, la libertad de sembrar discordia y de dividir, para acabar luego sin confesión.

Los fieles salen a oleadas, como un rebaño, y yo me quedo solo, soportando esas miradas que me parecen de reproche. Cerca de la puerta se está a oscuras, pero veo a todos los que salen tocar el agua de la pila bautismal y persignarse y, dado que lo hacen delante de mí, diríase que todos se santiguan por haberme visto, y sé lo que esto significa, desde que en Austria me ocurriera la misma aventura: advertí, en efecto, que los viandantes hacían la señal de la cruz a la vista del protestante que yo era.

Cuando finalmente me quedo solo, me acerco a la pila de agua bendita por curiosidad, o por otra cosa. Está tallada en un mármol amarillo, en forma de concha, y encima hay una cabeza de niño… con alas en la espalda. Y el rostro del niño es un rostro lozano, iluminado por una expresión que sólo se encuentra en los niños de tres años, buenos, hermosos y bien educados. La boca está entreabierta, las comisuras de los labios refrenan una sonrisa: los grandes y espléndidos ojos miran hacia abajo, y se ve al pequeño travieso reflejarse en el agua, pero al resguardo de los párpados, como si supiera que está haciendo algo indebido, sin por otra parte temer al juez, al que sabe que puede desarmar con una simple mirada. Es el niño que lleva aún la impronta de nuestro lejano origen, un destello del superhombre que pertenece aún al cielo. ¡Se puede, por tanto, sonreír al cielo, y no sólo llevar la cruz! ¡Cuántas veces en los momentos de autoacusación, cuando los castigos eternos me parecían realidades objetivas, no hice la pregunta, que muchos encontrarán irreverente!: ¿Puede sonreír Dios? ¿Sonreír ante la locura y la soberbia de las hormigas humanas? Si puede, puede también perdonar.

El rostro del niño me sonríe, me mira a través de los párpados, y la boca entreabierta me dice burlonamente: ¡prueba, el agua no es peligrosa!

Y yo con dos dedos rozo el agua bendita, y su superficie se encrespa ligeramente —como creo que ocurre en la piscina de Betesda—,[39] y acto seguido me llevo la mano de la frente al corazón y de derecha a izquierda, como he visto hacer a mi hija. Pero unos instantes después estoy fuera, porque el pequeño se ha reído, y yo no quisiera decir que sentí vergüenza, aunque deseé que nadie me hubiera visto.

Sobre la puerta de la iglesia hay un anuncio de algo y ¡así me entero de que hoy es Domingo de Adviento! Delante de la iglesia, en medio del terrible frío, hay sentada una anciana dormitando. Deposito silenciosamente una moneda de plata sobre sus rodillas sin que ella lo advierta y, aunque me hubiera gustado verla despertarse, me voy. ¡Qué seguro y poco costoso placer es hacer de intermediario de la Providencia a la hora de satisfacer un deseo, y poder dar de vez en cuando, cuando se ha recibido durante tanto tiempo!

Ahora leo la Imitación de Cristo y El genio del cristianismo de Chateaubriand. He adoptado la señal de la cruz y llevo una medalla que me dieron en el Sacré-Coeur de Montmartre. Pero la cruz es para mí el símbolo del sufrimiento pacientemente soportado y no la señal de que Cristo sufriera por mí, porque de esto sin duda tendré que ocuparme yo personalmente. Yo mismo he elaborado una teoría: cuando nosotros infieles no quisimos oír hablar más de Cristo, él nos abandonó a nuestra suerte, su satisfactio vicaria se terminó y nosotros, ahora, debemos luchar por nosotros mismos con nuestra miseria y nuestro sentimiento de culpa. Swedenborg dice expresamente que la pasión de Cristo en la cruz no fue un acto de expiación sino una prueba que Dios se infligió a sí mismo, una prueba no tanto de dolor como de deshonor.

Al mismo tiempo que a la Imitación de Cristo vuelvo a la Vera Religio Christiana de Swedenborg, en dos gruesos volúmenes. Con su omnipotencia que desafía toda oposición me arrastra a su molino gigantesco y comienza a triturarme. En un primer momento dejo el libro de lado diciéndome: esto no tiene nada que ver conmigo. Pero luego lo vuelvo a coger, porque contiene muchas cosas que concuerdan con mis observaciones y experiencias, así como mucha sabiduría terrenal que es de mi interés. Por segunda vez lo dejo de lado, pero no consigo tener paz hasta volver a cogerlo, y lo peor de todo es que, mientras lo leo, tengo la clara sensación de que ésta es la verdad, pero ¡que no la alcanzaré nunca! ¡Nunca! Porque no quiero. Entonces comienzo a rebelarme y me digo: ¡está en un error, y éste no es más que el espíritu de la mentira! Pero acto seguido me entra el temor de ser yo el que esté en un error.

¿Qué encuentro, así pues, en él, que haya de ser la palabra viva? Encuentro todo el orden de la gracia y el infierno eterno: ¡recuerdos del infierno de la infancia, con su permanente inquietud! Pero ahora he metido la cabeza en la trampa, y he quedado atrapado. Durante todo el día y la mitad de la noche, mis pensamientos giran en torno a esta sola idea: estoy condenado, puesto que entre otras cosas no puedo pronunciar la palabra Jesús, sin añadirle Cristo, lo cual, según Swedenborg, sería el shibbolets[40] que pone al descubierto a los demonios.

¡Ahora tengo el entero abismo en mí, y el dulce Cristo de la Imitación se ha convertido en el demonio, en el verdugo! Siento intensamente que todo esto seguirá desarrollándose y hará de mí un pietista, pero ¡yo no quiero! ¡No quiero!

Han pasado tres días desde que dejara de lado a Swedenborg, pero una noche, mientras estudiaba fisiología de las plantas, me acordé de que había leído algo particularmente ingenioso respecto al lugar que la planta ocupa en la cadena de la creación, precisamente en Vera Religio Christiana. Con prudencia me pongo a buscar el célebre pasaje, pero no doy con él y, en cambio, encuentro lo demás: la vocación, la revelación, la santificación, la conversión y, abra por donde abra las páginas, pese a que trato de pasar por encima, la mirada se detiene en los pasajes más espantosos, que impresionan y afectan. Por dos veces hojeo los dos volúmenes, pero el pasaje que busco ha desaparecido. Es un libro embrujado y me gustaría arrojarlo al fuego, pero no me atrevo, porque la noche se acerca y el reloj puede dar las dos… Siento que me estoy convirtiendo en un hipócrita y decido que mañana, con tal de poder dormir en paz esta noche, comenzaré el combate contra este destructor del alma y examinaré minuciosamente sus flaquezas, arrancaré sus espinas de mi corazón a costa de herirlo, y olvidaré que me ha salvado de un manicomio… para hacerme entrar en otro.

Tras haber dormido por la noche, pese a esperar verme masacrado, al día siguiente me puse al trabajo, no sin escrúpulos, porque tomar las armas contra un amigo es la tarea más penosa que pueda existir. Pero tenía que hacerlo; se trata de mi alma inmortal, de saber si será aniquilada o no.

Mientras Swedenborg, en Arcana y en el Apocalypsis, se limitaba a las apariciones, profecías e interpretaciones, yo me volvía religioso, pero cuando en Vera Religio se pone a razonar sobre los dogmas, entonces es un librepensador, un protestante, y si desenvaina la espada de la razón, quiere decir que ha elegido él mismo las armas, y unas malas armas, además. Quiero que la religión sea como un dulce acompañamiento a la melodía monótona y cotidiana de la vida, pero aquí se trata de una religión profesional, de disputas ex cátedra, y por tanto de una lucha por el poder.

Ya leyendo el Apocalypsis revelata había encontrado un pasaje que me había perturbado, porque ponía al descubierto una vanidad humana que no me hubiera gustado ver en un hombre de Dios. Pero lo pasé por alto a propósito, y sin tomar nota de ello. En efecto, en el cielo Swedenborg encuentra a un rey inglés, ante el cual se lamenta de que las revistas inglesas no se hayan dignado reseñar algunos de sus escritos. Swedenborg expresaba su indignación en particular contra algunos obispos y lords que habían recibido sus trabajos y no les habían prestado atención. El rey (Jorge II) se queda asombrado y, dirigiéndose a los ingleses, dice: «¡Marchaos! ¡Ay de aquel que, llegado a este rango, puede permanecer tan insensible al oír hablar del Cielo y de la vida eterna!» Quisiera hacer notar aquí, como algo que me resulta antipático, que tanto Dante como Swedenborg envían a sus amigos y enemigos al infierno, mientras que ellos ascienden a las alturas, y si, como san Pablo, me permitiera gloriarme yo un poco, éste sería el momento de recordar que, contrariamente a estos grandes maestros, me he puesto yo solo entre las llamas del Inferno, y a los demás por encima de mí, por lo menos en el Purgatorio.

En Vera Religio la cosa resulta todavía más desagradable, puesto que encontramos en ella a Calvino en un burdel por haber enseñado que la fe lo es todo y nada los actos (cfr. ¡el buen ladrón en la cruz!). Lutero y Melanchthon, pese a su protestantismo, se ven expuestos a burlas groseras, al escarnio… ¡No, me indigna buscar estos defectos en un espíritu sublime! Y espero que a Swedenborg en su evolución espiritual le haya ocurrido lo mismo que dice que le sucedió a Lutero: «Cuando éste entró en el mundo de los espíritus, hizo mucha propaganda en favor de sus dogmas, pero como no estaban arraigados en la naturaleza más profunda de su espíritu, sino sólo adquiridos desde la infancia, no tardó en descubrir una luz mayor, de modo que pudo participar de la fe del nuevo cielo.»

¿Se ha ofendido mi maestro por haber escrito esto? No puedo creerlo; tal vez comparte ahora mis opiniones, y ha aprendido que en las alturas no se discute de teología. Pero, habiendo descrito la vida en el reino de los espíritus en términos de cátedras y auditorios, de opositores y defensores, me ha inducido a hacer la pregunta sacrílega: ¿Es Dios teólogo?

Ahora había dejado ya de seguir a Swedenborg, le había dicho adiós, con gratitud, eso sí, como a aquel que, sirviéndose de imágenes terroríficas, me había infundido miedo como a un niño, llevándome de este modo a Dios. Y he aquí que el Cristo Negro ya no me castiga con la condenación, sino que es el Cristo Blanco, el niño capaz de sonreír y de jugar, quien viene a mí con el Adviento, y obtengo así una visión más alegre de la vida, pero con la condición de no dejar de vigilar mis actos, mis palabras e incluso mis pensamientos, que no pueden al parecer permanecer secretos al ángel de la guarda y al ángel del castigo que me sigue invisible a todas partes.

Continúan sucediendo acontecimientos enigmáticos, pero éstos no son ya tan amenazadores como antes. He abandonado el cristianismo de Swedenborg, porque era rencoroso, vengativo, mezquino, servil, pero conservo la Imitación con algunas reservas, y una dulce religión de compromiso ha seguido a ese estado de condenación que acompaña la búsqueda de Jesús. Ceno una noche en compañía de un joven poeta francés que acaba de leer Inferno y que, desde un punto de vista ocultista, quiere buscar una explicación a los ataques a los que he estado expuesto.

—¿No tiene usted un talismán? —pregunta—. Debería tener uno.

—¡Sí, tengo la Imitación! —le respondo yo.

Él me miró y yo, ligeramente incómodo porque acababa de desertar, me saqué el reloj para tener ocupadas las manos. En aquel instante, la medalla del Sagrado Corazón, con la imagen de Cristo, se suelta de la cadena y cae. Yo me sentí más incómodo aún si cabe, pero no dije nada.

Luego nos levantamos y nos fuimos a un café de Châtelet a tomar una cerveza. La sala es espaciosa y nosotros tomamos asiento en un velador que había nada más entrar. Nos quedamos un rato allí, sentados, conversando sobre Cristo y su significado.

—Sin duda no sufrió por nosotros —le digo yo—, porque de haberlo hecho, nuestros sufrimientos hubieran sido menores. Pero no ha sido así, ya que son tan intensos como antes.

Hay un camarero armando ruido y, con una escoba y un poco de serrín, se pone a limpiar la parte del suelo entre nosotros y la entrada, por donde no ha pasado nadie después de nosotros. Sobre el blanco entarimado se ve un círculo de gotas rojas; y mientras el muchacho barre, rezonga y nos mira con cara de pocos amigos, como si la culpa fuese nuestra. Le pregunto a mi compañero qué pasa:

—Hay algo rojo.

—Entonces, lo hemos hecho nosotros, porque después no ha entrado nadie más, y antes estaba limpio.

—No —dice mi compañero—, no hemos sido nosotros, ya que no son huellas, sino que es como si alguien hubiese sangrado; ¡y nosotros sin duda no sangramos!

Era horrible y también embarazoso, porque estábamos llamando la atención de los clientes de forma desagradable.

El poeta leyó mis pensamientos, pero no había reparado en lo sucedido con la medalla. Por ello, y para levantarme la moral, concluí:

—Cristo me persigue.

Él no respondió, por más que desease una explicación natural, que era incapaz de encontrar.

Antes de dejar a mi amigo americano, que traté de identificar con el terapeuta Francis Schlatter, debo añadir algunos episodios, que confirmarán la idea de que aquel hombre tenía un «doble».

Tras reanudar relaciones con él, le puse abiertamente al corriente de todas mis sospechas y le mostré el número de la revista espiritista con el artículo «Mi amigo H.». Pareció dubitativo, pero sobre todo escéptico.

Algunos días después, cuando llegó para cenar, estaba bastante alterado y contó, no sin cierta emoción, que su amante había desaparecido sin dejar ninguna nota ni decirle siquiera adiós.

Al cabo de algunos días, la mujer volvió. Interrogada, confesó por fin que tenía miedo de su compañero, cuya casa mantenía en orden. Tras nuevas preguntas, él supo que cuando ella se despertaba por la noche mientras él dormía, veía su rostro blanquísimo e irreconocible, cosa que la espantaba de modo indecible.

Por otra parte, él no quería irse nunca a la cama antes de medianoche, porque si lo hacía se sentía torturado como si hubiese sido ensartado en un espetón que no paraba de girar, hasta el punto de que tenía que levantarse.

Después de leer la primera parte de Inferno, dijo:

—No has sufrido nunca de manía persecutoria, sino que has sido perseguido realmente, y no por seres humanos, precisamente.

Excitado por las experiencias que le había contado, se puso a hacer memoria y recordó un cierto número de hechos inexplicables ocurridos en los últimos años de su vida. Así, había un determinado punto del Pont Saint-Michel, donde sufría un tirón en la pierna que le obligaba a detenerse. Esto se repetía regularmente y les había pedido a sus amigos que fueran testigos de ello. Asimismo había notado otras cosas extrañas, y aprendido a declararse «castigado».

—Si fumo, soy castigado, y si tomo ajenjo, también lo soy.

Una noche que nos habíamos encontrado y no era aún la hora de ir a cenar, entramos en el Café de la Frégate de la rue du Bac. Charlando animadamente, nos instalamos en el primer sitio libre que encontramos y pedimos un ajenjo. La conversación discurría con normalidad, pero de repente mi amigo se interrumpió y, mirando alrededor, exclamó:

—¿Has visto qué gentuza? Menudas jetas de criminales que tienen todos.

Y, mirando alrededor, me quedé estupefacto porque no se trataba de la clientela habitual, sino de una panda de gente de mal vivir, la mayoría de los cuales parecían disfrazados y maquillados. A falta de espacio, mi amigo se había apoyado contra una columna de hierro, que parecía salirle de la espalda, y a la altura de su cuello había como un saliente, una especie de collar.

—¡Y a ti te han puesto en la picota! —exclamé yo.

Nos pareció entonces que todos nos miraban e, incómodos y agobiados, nos levantamos sin terminarnos la consumición.

Aquélla fue la última vez que tomé ajenjo con mi amigo. Pero aún hice otro intento por mi cuenta, intento que no volví a repetir. Mientras esperaba a unos amigos para ir a cenar, me senté en un café del boulevard Saint-Germain, delante del Museo Cluny, y pedí un ajenjo. Inmediatamente se presentaron tres personajes, no sé de dónde venían, y tomaron sitio enfrente de mí. Dos hombres con las ropas hechas jirones y cubiertos de suciedad, como si hubiesen sido sacados de las mismísimas cloacas, y una mujer, destocada y con el pelo desgreñado, que aún conservaba algunos rasgos de una belleza ahora ya marchita, ebria y sucia; y los tres me miraban con expresión burlona, insolente y cínica, como si me conocieran y esperasen ser invitados a mi mesa. Nunca he visto unos tipejos semejantes ni en París ni en Berlín, y sólo acaso a la entrada del London Bridge, donde la gente tiene realmente un aire de misterio. Con la intención de cansar a mis espectadores, enciendo un cigarrillo, pero sin éxito. Entonces me asalta una idea: no se trata de «verdaderas personas» sino de semivisiones y, acordándome de mis antiguas aventuras en La Closerie des Lilas, me levanto, y desde entonces no me he atrevido a probar nunca más el ajenjo.

Una cosa me parece cierta en medio de mi ciego deambular de aquí para allá, y es que una mano invisible se ha encargado de mi educación, porque la lógica de los acontecimientos nada tiene que ver en esto. No es, en efecto, lógico que estallen incendios imprevistos en la chimenea o que aparezcan personajes inexistentes cuando yo tomo ajenjo; lo lógico y normal sería admitir que estoy enfermo. Y tampoco es lógico que me vea expulsado de mi cama por la noche, si he hablado mal de alguien durante el día. Pero en todas estas acciones se revela una intención consciente, pensante, omnisciente, con un buen fin, pero a la que me es difícil obedecer, principalmente porque he tenido muchas malas experiencias con respecto a la bondad y el desinterés de las intenciones humanas. Mientras tanto, todo esto ha evolucionado hasta formar un sistema completo de señales, que ahora comienzo a comprender, y cuya exactitud he podido comprobar.

Así, durante seis semanas dejé de ocuparme de la química y no había humo en mi habitación. Pero una mañana, simplemente por probar, cogí los instrumentos para fabricar oro y preparé los baños. La habitación se llenó al instante de humo; éste salía del suelo, de detrás del espejo, de encima de la chimenea, de todas partes. Tras llamar al propietario, éste lo encontró inexplicable, ¡porque apestaba a carbón mineral, que no se utilizaba en toda la casa! ¡Me está, por tanto, prohibido ocuparme de fabricar oro!

He observado que la armónica de madera, de la que he hablado a menudo, es un signo de paz, porque cuando enmudece llega la inquietud.

Los gemidos de niño que se oyen a menudo en la chimenea, y que no tienen ninguna explicación natural, significan: debes ser diligente; y también: debes escribir este libro y no ocuparte de nada más.

Cuando en pensamientos, palabras o escritos me expreso como un revolucionario o abordo temas prohibidos, oigo un áspero sonido bajo, como el de un órgano o el de una trompa de elefante que barrita o está furioso.

Quisiera aportar dos pruebas para demostrar que no se trata de impresiones subjetivas.

Estábamos comiendo en la place de la Bastille, el americano, el poeta francés y yo. Habíamos departido de arte y de literatura durante algunas horas cuando, a los postres, el americano desvía la conversación hacia asuntos propios de una charla de jovenzuelos. Inmediatamente se oyó, procedente de las paredes, el barrito del elefante. Yo fingí no haber oído nada, pero mis compañeros aguzaron el oído y cambiaron de tema de conversación, no sin un cierto embarazo. En otra ocasión, estaba desayunando con un sueco en otro local. Hablaba, y era también hacia el final de la comida, de Allá lejos de Huysmans y se disponía a describir la misa negra. En aquel instante se oyó el barrito, pero esta vez en medio de la sala, que se encontraba vacía.

—¿Qué ha sido eso? —se interrumpió.

Yo no respondí; él continuó la horrible descripción.

Entonces resonó un segundo barrito y con tal intensidad que el narrador perdió el hilo de su historia, derramó un vaso de vino y, acto seguido, la jarrita de la crema sobre su ropa, y, finalmente, dejó de hablar del asunto que tanto me había incomodado.

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