Inferno

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INFERNO I - INFERNO » II. San Luis me introduce en casa del difunto señor Orfila

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II

SAN LUIS ME INTRODUCE EN CASA DEL DIFUNTO SEÑOR ORFILA

Instalado en una modesta casa amueblada, prosigo mis trabajos de química durante todo el invierno, quedándome en casa hasta la noche, para ir luego a cenar a una crémerie[3] donde artistas de varias nacionalidades han creado un círculo. Después de cenar, visito a la familia a la que en un momento de excesivo rigor abandoné. Encuentro allí a todo un grupo de artistas anarquistas, y me veo condenado a sufrir precisamente aquello que quería evitar: costumbres fáciles, moral relajada, impiedad deliberada. Mucho talento y brillante ingenio; pero sólo uno, arisco, posee verdadero genio, que le ha dado cierto renombre.

No obstante, es una familia en la que se me quiere, y yo les debo gratitud, por lo que me hago el sordo y el ciego hacia todo lo que tiene que ver con sus pequeños cambalaches, que no son asunto mío.

De haber rehuido yo a estas personas sólo por una mera cuestión de orgullo injustificado, el castigo habría sido lógico, pero dado que el motivo de mi huida no había obedecido más que al deseo de purificar mi individualidad y cultivar mi alma en el recogimiento de la soledad, me parece incomprensible el proceder de la Providencia, pues soy persona de carácter blando, que se adapta al medio ambiente por pura cortesía, por miedo a resultar desagradecido. Marginado de la sociedad debido a la miseria y a mi escandalosa pobreza, me sentí dichoso de encontrar un refugio para las largas veladas invernales, por más que tuviera que sufrir profundamente por la conversación subida de tono.

Tras haber descubierto la existencia de la mano invisible que dirige mis pasos por un camino lleno de abrojos, no me siento ya solo, y dedico a mis actos y palabras una atención rigurosa, sin por otra parte lograrlo siempre. Pero tan pronto como he pecado, alguien me echa el guante en el acto, y el castigo se presenta con tal puntualidad y refinamiento que no deja dudas acerca de la intervención de una potencia correctora. Lo desconocido se ha convertido para mí en un conocido personal, a quien hablo, le doy las gracias y le pido consejo. En ocasiones me lo represento como si de mi servidor se tratara, análogo al daimón de Sócrates, y el ser consciente de contar con el apoyo de los desconocidos me infunde una energía y una seguridad que me empujan a hacer esfuerzos de los que nunca me hubiera creído capaz.

Desahuciado para la sociedad, renazco en otro mundo al que nadie puede seguirme. Acontecimientos insignificantes atraen mi atención, mis sueños nocturnos adoptan la forma de presagios, considero que estoy muerto y que mi vida transcurre en otra esfera.

Tras haber probado la presencia de carbono en el azufre, sólo me resta por descubrir la del hidrógeno y oxígeno, que se supone están presentes en él por analogía.

Pasan dos meses en medio de cálculos y especulaciones, pero no dispongo de los aparatos necesarios para los experimentos. Un amigo me aconseja ir a la Sorbona, a su laboratorio de investigación, que está abierto incluso para los extranjeros. Tímido, temeroso de la multitud, no acabo de decidirme a hacerlo, de modo que mis trabajos se estancan, y se produce un momento de descanso. Ahora bien, una mañana de primavera, me levanto de buen talante, bajo a la rue de la Grande-Chaumière, y llego a la rue de Fleurus, que da al Jardin du Luxembourg. La encantadora callecita es tranquila, la gran alameda de castaños es verde, reluciente, amplia, recta como un lizo; al fondo se alza, como un mojón, la columna de David; y en la lejanía, por encima de todo, la cúpula del Panthéon, rematada por la cruz dorada, se pierde casi en las nubes.

Me detengo, embelesado por el simbólico espectáculo, pero al bajar la mirada, observo a mi derecha el letrero de una tintorería en la rue de Fleurus. ¡Ah!, la visión es de una realidad innegable. Pintadas en el escaparate de la tienda están las letras de mi nombre: A. S., flotando sobre una nube de un blanco plateado y rematadas por un arco iris.

Omen accipio, que me trae a la memoria el Génesis:

Pongo mi arco en las nubes, para señal de mi pacto con la tierra.

No ando ya sobre el suelo, y con paso alado penetro en el jardín que está desierto. A esta hora matinal este parque es como algo mío, la rosaleda es como de mi propiedad, reconozco todas mis flores en los arriates, los crisantemos, las verbenas, las begonias.

Tras entrar en el recinto, llego hasta su límite, salgo por la puerta enrejada de la rue Soufflot y tuerzo por el lado del boulevard Saint-Michel. Luego, me detengo ante el puesto de la librería Blanchard, cojo sin ninguna premeditación un viejo volumen de química de Orfila, lo abro al azar y leo: «El azufre ha sido clasificado entre los cuerpos simples. Los ingeniosos experimentos de H. Davy y de Berthollet hijo tienden a probar que contiene hidrógeno, oxígeno y una base particular que hasta el momento ha resultado imposible aislar.»

Imaginad mi éxtasis, que me gustaría calificar de religioso, ante esta revelación que tiene algo de milagroso. Davy y Berthollet habían demostrado la existencia del oxígeno y del hidrógeno, y yo, del carbono. A mí me correspondía, pues, establecer la fórmula del azufre.

Dos días después, estaba ya inscrito en la Facultad de Ciencias de la Sorbona (¡de San Luis!) y con autorización para trabajar en el laboratorio de investigación.

La mañana que me dirigí a la Sorbona fue para mí como una fiesta solemne. Aunque no me hacía ninguna ilusión sobre la posibilidad de convencer a los profesores, que me habían acogido con la fría cortesía reservada a todo extranjero, al intruso, una dulce y calma alegría infundió en mí el coraje del mártir que se enfrenta a una multitud de enemigos. Pues, para mí, a mi edad, la juventud era el enemigo natural.

Al llegar a la plaza donde está situada la iglesuela de la Sorbona, encuentro la puerta abierta, y entro, sin saber muy bien por qué. La Virgen maternal y el Niño me saludan con una dulce sonrisa: el Crucificado me deja frío, me resulta incomprensible como siempre. San Luis, mi nuevo conocido, el amigo de los miserables y de los apestados, se hace presente en la persona de unos jóvenes teólogos. ¿Era san Luis, mi patrón, mi ángel de la guarda, el que me empujaba al hospital para que conociera el fuego de la angustia, antes de conquistar la gloria que conduce al deshonor y al desprecio…? ¿Era él el que me había enviado a la librería Blanchard, el que me arrastraba hasta aquí?

Heme aquí caído del ateísmo en la más completa superstición.

Examinando los exvotos que dan testimonio del feliz resultado de los exámenes, hago la promesa de no aceptar jamás ninguna distinción mundana del mérito, en caso de que consiga triunfar.

Ha sonado la hora, paso bajo la férula de una juventud despiadada que me abuchea, prevenida de la quimérica tarea que me he propuesto.

Pasadas unas dos semanas, logro las pruebas irrefutables de que el azufre es una combinación ternaria de carbono, oxígeno e hidrógeno.[4]

Expreso mi agradecimiento al jefe del laboratorio que pone cara de no sentir interés por mis asuntos, y abandono este nuevo purgatorio con una alegría interior indescriptible.

Por las mañanas, cuando no visito el Jardin du Luxembourg, me paseo por el cementerio de Montparnasse. Algunos días después de haber dejado la Sorbona, descubro cerca de la glorieta del cementerio un monumento fúnebre de una clásica belleza. Un medallón en mármol blanco muestra los rasgos nobles de un viejo sabio que la inscripción del pedestal me presenta como Orfila, químico y toxicólogo. Era mi amigo protector que más tarde había de guiarme en repetidas ocasiones por el dédalo de las operaciones químicas.

Una semana después, bajando por la rue d’Assas, hago un alto delante de un edificio de aspecto claustral. Un gran letrero me revela la naturaleza de la finca: Hotel Orfila.

¡Otra vez ese Orfila!

En los siguientes capítulos contaré todo cuanto sucedió en ese viejo caserón, adonde me empujaba la mano invisible a fin de que fuera allí castigado, instruido y… ¿por qué no?, ¡iluminado!

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