Inferno

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INFERNO I - INFERNO » IV. El paraíso reconquistado

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IV

EL PARAÍSO RECONQUISTADO

El verano y el otoño de 1895 cuentan para mí, a pesar de los pesares, como una de las etapas felices de mi agitadísima vida. Todo aquello que toco prospera; amigos desconocidos me traen comida igual que lo hacían los cuervos con Elías, el dinero viene a mi encuentro; puedo comprar libros, objetos de historia natural, entre otros un microscopio que me revela los misterios de la vida.

Muerto para el mundo al renunciar a las vanas alegrías de París, permanezco en mi barrio donde cada mañana visito a los muertos del cementerio de Montparnasse, tras lo cual bajo al Jardin du Luxembourg a saludar a mis flores. A veces, un compatriota de paso viene a verme para invitarme a almorzar a la otra orilla del río e ir al teatro. Pero yo rehúso ir porque la orilla derecha es para mí algo prohibido, puesto que constituye el mundo propiamente dicho, el mundo de los vivos y de la vanidad.

Y es que, aunque me sienta incapaz de formularlo, una especie de religión se ha creado en mi interior. Un estado de ánimo más que una opinión fundada sobre ninguna teoría; una mezcolanza de sensaciones más o menos condensadas en ideas.

Tras haberme comprado un devocionario romano, lo leo con recogimiento; el Antiguo Testamento me consuela y castiga de un modo un tanto confuso, mientras que el Nuevo me deja frío. Lo que no impide que una obra de escritos budistas ejerza sobre mí una influencia más fuerte que todos los demás libros sagrados, porque eleva el sufrimiento positivo por encima de la abstinencia. Buda demuestra tener el valor de renunciar a su mujer y a su hijo, en plena posesión de su fuerza vital y en medio de la felicidad conyugal, mientras que Cristo evita todo comercio con las alegrías permitidas de este mundo.

Por otra parte, no especulo sobre los sentimientos que nacen en mí: me mantengo indiferente, dejando que sigan su curso y concediéndome la misma libertad que yo les reconozco a los demás.

El gran acontecimiento de la temporada en París fue la voz de alarma de Brunetière sobre la bancarrota de la ciencia. Iniciado en las ciencias naturales desde mi infancia, y partidario más bien de Darwin, había yo descubierto la insuficiencia de este método científico que reconoce la mecanicidad del universo, pero sin admitir la existencia de un mecánico. La debilidad del sistema se manifestó mediante una degeneración general de la ciencia que había establecido una línea de demarcación más allá de la cual no debía avanzarse. Nosotros hemos resuelto todos los problemas: el Universo ha dejado de tener enigmas. Esta presuntuosa mentira me había irritado ya por el año 1880, y durante los quince años siguientes había emprendido una revisión de las ciencias naturales. Así, en 1884, puse en duda la composición de la atmósfera, así como la identidad del nitrógeno del aire con el nitrógeno producido por la descomposición de una sal nitrogenada. En 1891, realicé una visita al laboratorio de ciencias físicas de Lund con el fin de comparar los espectros de estas dos especies de nitrógeno, cuya disparidad me era conocida. ¿Necesito decir el recibimiento que me fue dispensado por los sabios mecanicistas?

Ahora bien, en ese año de 1895, el descubrimiento del argón confirmó mis viejas suposiciones, dando nuevo impulso a mis investigaciones que se habían visto interrumpidas por un matrimonio imprudente.

No es la ciencia la que ha hecho bancarrota, sino únicamente la ciencia caduca, desvirtuada, y el señor Brunetière tenía toda la razón, aun andando descaminado.

Sin embargo, en el momento en que todo el mundo reconocía la identidad de la materia, proclamándose monista sin serlo, yo fui más lejos, llegando a las últimas consecuencias de la doctrina, y aboliendo las fronteras que separan la materia de lo que recibe el nombre de espíritu. Por eso en el volumen Antibarbarus, en 1894, había tratado de la psicología del azufre, interpretándola mediante la ontogenia, es decir, por el desarrollo embrionario del azufre.

En lugar de rehacer los originales concebidos en el verano y el otoño de 1895, reimprimo aquí unos fragmentos escogidos de Sylva Sylvarum (primera entrega), publicada a comienzos de 1896 en una edición de unos cientos de ejemplares, que quedaron invendidos, olvidados.

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