Inferno

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INFERNO I - INFERNO » V. Sylva Sylvarum

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V

SYLVA SYLVARUM

Llegado a mitad del camino de mi vida, me senté para descansar y reflexionar. Todo cuanto había yo audazmente deseado y soñado, lo había conseguido. Colmado de vergüenza y de honores, de goces y sufrimientos, me preguntaba: «¿Y ahora qué?»

Todo se repetía con desesperante monotonía, todo se asemejaba, todo volvía una y otra vez. Los antiguos habían dicho: «El Universo no tiene ya secretos: hemos dado con la clave de todos los enigmas, hemos resuelto todos los problemas. Hemos visto por medio del espectroscopio que el Sol carece de oxígeno, lo cual no le impide en absoluto arder igual de bien que el antimonio en el cloro, o el cobre en el azufre.

»Hemos dibujado los canales de Marte, que tienen un desagradable parecido con las figuras de los meteoritos de Widmannstätten, y, sin embargo, no ha sido hasta hace muy poco que hemos sabido cuál es el aspecto del interior de África, y todavía no conocemos ni Borneo ni los mares polares.»

Una generación que había tenido la valentía de acabar con Dios, de demoler el Estado, la Iglesia, la sociedad y las costumbres, se seguía inclinando ante la ciencia en la que debía reinar la libertad, y cuya consigna era: ¡O crees en la autoridad o debes morir! Ninguna columna de la Bastilla había sido erigida aún en el emplazamiento de una antigua Sorbona, y la cruz dominaba todavía el Panthéon y la cúpula del Institut.

No había, pues, ya nada que hacer en este mundo, y sintiéndome inútil, decidí desaparecer.

Ya el infiernillo de alcohol etílico estaba encendido bajo la retorta, el ferrocianuro de potasio, amarillo como el oro que huele al calentarse, como el galio amarillo, destilado de la sangre y del hierro, listo para recibir el ácido sulfúrico que provoca la muerte cuando está concentrado, y da origen a la vida por fermentación cuando está diluido. Esta vez iba a ser concentrado para causar la muerte.

¿Dónde está, entonces, la diferencia? ¡Y qué gran contradicción!

El cianógeno, el generador del azul, nacido de la sal amarilla, comenzaba a desarrollarse; la más inocente de todas las combinaciones, en la que el carbón puro ha establecido con el indiferente nitrógeno una terrible alianza sin parangón, ha obligado a la ciencia a confesar su ignorancia acerca de la naturaleza de este milagro.

Los vapores, al salir del recipiente, en seguida se prendieron a mi garganta como la difteria o la ponzoña cadavérica no oxigenada. Los músculos de mi brazo empezaban a paralizarse, y sentía punzadas en la médula espinal.

Interrumpí la operación cuando empecé a notar un olor a almendras amargas; sin saber por qué, me parecía estar viendo un almendro en flor en el vial de un jardín y oí una voz de mujer entrada en años que decía:

—¡Vamos! No te lo creas, hijo.

Y yo dejé de creer que el secreto del Universo hubiera sido desvelado, y partí, algunas veces solo, otras en compañía, para reflexionar sobre el gran desorden en el que, a pesar de todo, terminé por descubrir una coherencia infinita.

Éste es el libro del gran desorden y de la coherencia infinita.

He aquí mi Universo, como yo lo he creado, y tal como se me ha mostrado.

Peregrino, caminante, si es tu deseo seguirme, respirarás más libremente, pues en mi Universo reina el desorden, y en él está la libertad.

EL CICLAMEN ILUMINA EL GRAN DESORDEN

Y LA COHERENCIA INFINITA

Vagaba cerca del Danubio, por donde tantas razas habían vagado antes que yo y donde Atila había dejado la huella de su paso. Cerca de este río enorme, que nace en Suabia y muere en Oriente, y que discurre así al encuentro, no sólo del movimiento del Sol, sino incluso del de la Tierra —lo que no deja de ser extraño, ¿no es cierto?—, vi algunas flores que crecían a la vera del camino.

Habituado a la eterna repetición de las cosas de este mundo, cuál no sería mi alegría al encontrar una planta que no había visto con anterioridad, la violeta de los Alpes, el Cyclamen europaeum, una de cuyas especies cultivadas, el Persicum, se encuentra desde hace diez años en todas las floristerías.

Me dominó un antiguo deseo de clasificar, de sistematizar, y arranqué la planta, corté la flor y conté cinco estambres y un pistilo. No podía decirse que fuera un gran progreso porque a esta clase, a esta categoría, pertenecen especies tan distintas como el Convolvulus, el Solanum, la Scrofularia y el Polemonium.

Mi primera impresión había sido que se trataba de una violeta. Las hojas, las flores, el perfume, su manera de brotar de la tierra, todo hacía pensar en una violeta, pero no lo era.

La raíz, con su disco redondo, recuerda sorprendentemente a la Aristolochia rotunda, pero sin embargo no lo es.

A punto estuve de clasificarla entre las orquídeas, con su apariencia delicada y la graciosa flor que recuerda a las mariposas.

Cuando vi que el Asarum crecía a su lado, bajo los avellanos, me convencí de que mi ciclamen era un Asarum, tanto más cuanto que esta última planta es de la misma familia que la aristoloquia, y, además, posee las mismas virtudes medicinales que el ciclamen: la raíz de ambas es laxante y emética.

Había incluso algo en ella del pétalo graso del lirio, la simplicidad en la disposición y la brillantez del color, sin contar que el disco de la raíz de donde partían las hojas imitaba al bulbo de éste.

De vuelta a casa, puse la planta en un platillo, y me parecía estar viendo la hoja de un nenúfar flotar a flor de agua.

¿Acaso me estaba sucediendo lo mismo que a Polonio, que veía en las nubes todo cuanto Hamlet quería?

No me hallaba bajo la influencia de ninguna voluntad, únicamente tenía en mi cabeza un gran almacén de imágenes de plantas que comparar, y cada vez que encontraba una semejanza me sentía realmente en el buen camino.

Sé perfectamente que los psicólogos han inventado un despreciable nombre griego para definir la tendencia a ver analogías en todas partes, pero ello no me asusta en absoluto, pues sé que las semejanzas existen por doquier, habida cuenta de que todo está en todo, en todas partes.

Que el ciclamen guardase parecido con la aristoloquia, el Asarum o la violeta, aún podía pasar, por más que quienes establecen una diferencia entre lo exterior y lo interior, entre cualidades esenciales y no esenciales, pudieran considerar mis semejanzas como no esenciales; pero un botánico difícilmente habría admitido que mi ciclamen recordara a un lirio o a una orquídea.

Y sin embargo, el ciclamen tiene una semejanza esencial con las orquídeas o los lirios: el hecho de germinar con un solo cotiledón, de ser monocotiledóneo, aunque en los tratados sobre flora se le incluya entre las primuláceas, que son dicotiledóneas.

De haber vivido yo en tiempos de Tournefort habría podido clasificar a mi ciclamen entre las infundibuliformes de corola monopetálica regular en forma de embudo, o bien también entre las anómalas de corola polipétala no papilionácea, entre las que se clasifican las violetas y las orquídeas; lo que concuerda, aunque no del todo, dado que el ciclamen tiene el embudo y los pétalos libres, pero es regular.

De haber utilizado el método de Jussieu, pronto me habría sentido perdido, pues hubiera buscado el ciclamen entre las dicotiledóneas. De Candolle no me habría guiado mejor.

Por lo que se refiere a la naturaleza del ciclamen, lo de que crece con un cotiledón tampoco es totalmente exacto, considerando que nada es exacto en la naturaleza.

Cuando pongo una semilla de ciclamen bajo el microscopio, veo en medio de un albumen un pequeño embrión erguido que se parece al de una conífera. Si dejo crecer la semilla, ésta se hincha y abre paso a una sola hoja que se asemeja a la de la misma planta; así pues, no es un cotiledón, ni tampoco una hoja primordial.

El ciclamen crece, pues, sin cotiledón, lo cual también sucede con el nogal, que saca inmediatamente dos hojas ya perfectamente formadas, parecidas a las del árbol. La razón es, sin duda, que los albúmenes sirven de nutrientes subterráneos o de cotiledones debido a su grosor.

Pero el ciclamen encierra varios secretos más, y he aquí uno de ellos.

Cuando practico un corte transversal a una cápsula que todavía no está madura, el corte se asemeja al de un disco tierno de esta misma planta.

¿No será, por tanto, la cápsula una imitación? ¿Y no deberían las semillas ser consideradas más bien como pequeños bulbos, o incluso como un prótalo de criptógama?

Pregunta más que justificada, puesto que no ha sido sino por pura arbitrariedad por lo que se ha establecido que las fanerógamas se reproducen por incubación regular; y los grandes hombres del siglo pasado, Spallanzani entre otros, eran del parecer que se trataba de algo dudoso, si no en su conjunto, sí al menos en sus detalles.

Yo había tenido la quimérica idea de que existía algo en común entre el ciclamen y el nenúfar, pese a no contar con más guía que una rápida impresión de su apariencia externa.

Pero cuando me puse a examinar la hipótesis, vi que no era, después de todo, algo tan fuera de razón.

El nenúfar ha sido largo tiempo considerado por los botánicos como una planta con un pie en las monocotiledóneas, por más que sea dicotiledónea, pues su tallo carece de cilindro central y la pilorriza de la raíz se asemeja en su disposición a la de los lirios y las orquídeas. Pero no acaba aquí la cosa, pues entre el ciclamen y el nenúfar existe una concordancia absoluta, que es la siguiente:

La ninfea saca su tallo del agua y, tras la fecundación, lo vuelve a sumergir en el cieno del fondo. El ciclamen hace otro tanto, pues retuerce su tallo en espiral a fin de llevar el fruto bajo tierra.

No es fácil determinar el motivo que induce a esta planta alpestre, el ciclamen, a actuar de este modo, como no sea el de proteger el fruto del frío, habida cuenta del aspecto misterioso de la reproducción de la planta. No se trata de un acto puramente mecánico, pues he expuesto tallos de flores fecundadas a una mezcla refrigerante y no he observado ninguna tendencia en ellas a retorcerse en espiral.

Un día que me paseaba por el bosque que domina el Danubio azul, observé una alfombra de hojas de hiedra de la especie rastrera que nace en los bosques. Sus hojas se habían alzado hacia el sol, que no penetraba sino con dificultad a través del follaje. Tras contemplar unos instantes las hojas de hiedra, vi en medio de ellas un ciclamen. Luego vi otros, y finalmente descubrí tantas hojas de ciclamen como hojas de hiedra. Si no había descubierto el ciclamen antes era porque la hoja de esta especie, el Cyclamen europaeum, tiene un dibujo verde oscuro bordeado de un gris blancuzco, y la parte verde oscura forma una hoja de hiedra. En seguida pensé en el mimetismo, teoría que estoy en mi derecho de rechazar mientras los botánicos nieguen el sistema nervioso y la inteligencia a las plantas, pero no tardé en sentirme atraído en otra dirección en la que me sentía más libre.

Había comprobado a menudo en el reino vegetal el modo en que la naturaleza esboza sus proyectos antes de ponerlos en ejecución, y observé, en el ciclamen, que el color rojo de la flor estaba ya dispuesto en el peciolo y extendido en la paleta de la hoja. Y me pregunté si el guilloqueado blanco sobre la superficie superior de la hoja no sería el bosquejo de una nueva forma.

Una vez llegado a casa, busqué el ciclamen en todos los tratados de flora europea y leí, en el de flora italiana, que en la zona central y el en sur de Italia, crece un ciclamen conocido como Cyclamen repandum, de hojas recortadas y angulosas. En el de flora francesa, encontré un Cyclamen hederaefolium cuyas hojas se asemejan a las de la hiedra.

¡Cuyas hojas se asemejan a las de la hiedra!

¿Existe, pues, una relación de causalidad entre la hoja de hiedra y el dibujo de la del ciclamen?

La hoja de hiedra presenta una forma matemática llamada cisoide, que fue descubierta por Diocles. En la geometría moderna, se la caracteriza de la manera siguiente: «Dícese de la curva que describen las líneas verticales trazadas desde un punto fijo de una parábola a sus tangentes.» O bien de esta otra: «Dícese de la línea que, a fin de alcanzar su asíntota, forma el dibujo de la hoja de hiedra.»

La forma de la hoja del ciclamen es una cáustica. Esta forma, como es notorio, es el resultado de la refracción de los rayos en un espejo cóncavo, o de su paso a través de una semiesfera, de un cono o de un cilindro transparentes.

Si uno se encuentra sentado en un mirador donde los rayos del sol penetran tras haber pasado a través de un tupido follaje, ve dibujarse, en el suelo, un gran número de elipses producidas por los conos de luz que traspasan el follaje y que van a proyectarse en el suelo. Estas elipses no son, por consiguiente, sino secciones de cono.

¿Qué puede ocurrir, entonces, en el bosque bajo el espeso follaje?

Por más que resulte difícil de calcular, ello no impide que podamos imaginar el juego de líneas que deben nacer de todas las secciones cónicas a las que se unen la parábola y la hipérbola, íntimamente relacionadas con las cisoides y las cáusticas.[5]

De forma menos misteriosa y más simple, ¿habrá adquirido la hoja de hiedra una imagen positiva de la hoja de ciclamen, poniendo al abrigo la clorofila, tan sensible a la luz? He aquí una pregunta que el partidario de la teoría mecanicista tiene derecho a plantear.

Otros estarían en su derecho de preguntar, con Bernardin de Saint-Pierre y Elías Fries: ¿no habrá mirado demasiado el ciclamen a la hiedra, teniendo un antojo de ello y, como las mujeres embarazadas, habrá conservado una mácula o una mancha de color vino?

¡Es sabido que el sol es un fotógrafo maravilloso! Ved el interior de la rosa que proyecta, por medio de sus espejos cóncavos, sus rayos amarillos en figuras cáusticas en lo alto de los estambres. Observad los dibujos de las hojas de trébol y ved si pueden ser trazados mediante la elipse. Pensad en el lomo del jurel en el que las verdes olas del mar son fotografiadas sobre plata.

Pero deteneos llenos de asombro ante las campanillas cuyos capullos imitan a los del trigo, principalmente las brácteas de la avena, de tan desconcertante modo que, si dibujamos los dos, la diferencia es nula. Sembrados, crecidos, segados juntos durante mil años, quizás hayan podido influirse el uno al otro.

Francis Bacon dice lo siguiente: «La albahaca se transforma en Thymus serpyllum si está expuesta a un sol excesivamente fuerte.» Y también: «Mezclad semillas de Portulaca y de lechuga, y veréis cómo cambian de olor y de sabor.»

De Candolle hace notar que una rosa tiene un aroma más intenso si crece a su lado una cebolla, cosa que cabe admitir, dado que puede explicarse químicamente mediante la química orgánica, al combinarse el propilo C3 H4 de la cebolla con el etileno de la rosa C2 H4.

Pero quien sostenga, con Bernardin de Saint-Pierre, que con el girasol se ha alcanzado el más alto grado de la escala vegetal, dado que ha sido capaz de imitar la imagen misma del sol, con su disco, sus rayos y sus manchas, hecho inexplicable por medio de la física, ¡será tachado de místico!

Así pues, si el pequeño ciclamen posee sus pequeños secretos, ¡cuántos grandes secretos no debe de esconder aún el Universo infinito!

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