Inferno

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INFERNO I - INFERNO » VII. Estudios fúnebres

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VII

ESTUDIOS FÚNEBRES

I

Ha pasado un año desde mi primer paseo matinal por el cementerio de Montparnasse. He visto caer las hojas de los olmos y de los tilos, lo he visto reverdecer todo, florecer las glicinas y las rosas sobre la tumba de Théodore de Banville: he oído al mirlo dar comienzo a su seductora canción bajo los cipreses, y a los palomos inaugurar el apareamiento sobre las tumbas.

Ahora los tilos amarillean, las rosas se pudren y el mirlo no canta ya, sino que deja escapar tan sólo una risita burlona sobre sus amores primaverales, pasados pero que volverán. Y el desapacible otoño y el fangoso invierno se acercan para también pasar, como todo lo demás.

Al entrar en el cementerio, he dejado ya atrás el barrio un tanto banal y ruidoso de Montparnasse: los sueños malsanos de la noche todavía me persiguen, pero yo los dejo en la puerta principal de entrada. El estruendo de las calles se apaga, siendo sustituido por la paz de los muertos.

Siempre solo a esta hora matinal, me he acostumbrado a considerar este lugar de la última morada como si de mi jardín de recreo se tratase, de manera que considero a cualquier visitante ocasional un indiscreto: ¡yo y los muertos!

A lo largo de todo este año no he traído aquí a ningún amigo ni amiga que hubieran podido dejar recuerdos capaces de mezclarse con mis impresiones personales. Saludando a mis favoritos, Orfila, Thierry y Dumont d’Urville, subo al vial Lenoir, guarnecido de cipreses lo mismo que el vial Raffet. Da una sensación de extremo poder el pasar por entre estas ringleras de enhiestos árboles cual granaderos con sus verdes gorras, presentando armas. Cuando sopla un poco de viento se doblan, haciendo la reverencia en dos filas, y yo camino, orgulloso como un mariscal, hasta el final de la alameda. Allí, leo y releo en una lápida sepulcral que hay enfrente: «Boulay era ciertamente un hombre valeroso y honesto.» (Napoleón)

No conozco al tal Boulay, ni quiero saber quién es, pero que Napoleón me dirija la palabra todas las mañanas desde ultratumba no deja de alegrar mi corazón, y tengo la impresión de ser uno de sus íntimos.

Entre los cipreses, miles de tumbas cubiertas de flores brotadas entre las duras piedras, alimentadas de cadáveres y regadas por lágrimas sinceras o medio falsas. En este inmenso jardín, las capillitas están adornadas cual casas de muñecas, sembradas de cruces que protestan con sus dos brazos alzados hacia el cielo, gritando a viva voz: O Crux, ave spes unica! Se diría la confesión general de la humanidad doliente. Y en medio del follaje, acá y allá, por todas partes, en resumen: Spes unica! Y en vano se alzan los bustos de pequeños rentistas, con o sin Legión de Honor, para dar a entender que existe otra esperanza póstuma.

Me habían desaconsejado estas frecuentes visitas por resultar peligrosas debido a los miasmas que flotan en el ambiente. Yo ya había notado, en efecto, un cierto regusto a cardenillo que me quedaba en la boca incluso dos horas después de mi vuelta a casa. Las almas, quiero decir los cuerpos desmaterializados, se mantenían pues flotando en el aire: cosa que me indujo a intentar capturarlas y analizarlas. Provisto de un frasquito lleno de acetato de plomo líquido, doy comienzo a esta caza de almas, quiero decir de cuerpos, y con el frasco destapado apretado en la mano cerrada me paseo como un cazador de pájaros liberado de la necesidad de tener que engañar a mi presa.

Una vez en mi casa, ¡filtro el abundante precipitado y lo observo al microscopio!

¡Pobre Gringoire! ¿De veras estaba compuesto de estos cristalitos el cerebro-máquina que, en mi juventud, despertaba mis precoces simpatías por un poeta en la miseria, capaz sin embargo de conquistar el amor de una gentil doncella? El bueno y honesto de Boulay (que redactó el Código, por lo que he podido llegar a saber), ¿eres tú quien ha caído atrapado en mi matamoscas? ¿O bien tú, d’Urville, que me recompensaste con mi primera vuelta al mundo, durante las largas veladas invernales, lejos de aquí, bajo la aurora boreal en Suecia, entre la palmeta y la lección?

En vez de responder, vierto una gota de ácido en la platina. La gota se hincha, la materia muerta bulle, comienza a vivir, desprende un olor a podrido, se calma y muere.

Aunque es indudable que sé cómo despertar a los muertos, no lo repito más, pues los muertos tienen mal aliento, igual que los juerguistas después de una noche en blanco. ¿Será que no duermen muy bien, allí abajo, en espera de la resurrección?

¡Me hice ateo hará cosa de diez años! ¿Por qué? ¡A decir verdad, no lo sé! Pero la vida me hastiaba y alguna cosa tenía que hacer, sobre todo algo nuevo. Ahora que ya es un viejo asunto, deseo ignorarlo todo, dejar las preguntas en suspenso y esperar.

Desde hace ocho meses vengo observando el más hermoso monumento del cementerio. Es una obra compuesta, sarcófago, sepulcro, panteón, mausoleo, cenotafio, urna, del más bello estilo romano antiguo. Esculpida en granito rojo, no lleva ninguna inscripción. La he confundido largo tiempo con la columna truncada, «el monumento del recuerdo en memoria de los que no tienen ninguno».

¿Qué secreto se esconde detrás de todo esto? Una modestia orgullosa, que obliga al visitante a preguntar, o que pregunta lo que él ya sabe de antemano.

El otro día, muy enfrascado en mis pensamientos solitarios, me detuve delante de un letrero que indicaba el nombre del vial transversal donde el magnífico anónimo había erigido su monumento: vial Chauveau-Lagarde. Una súbita fulguración iluminó mi cerebro, y luego cayó la noche del más absoluto olvido. Mirando el sarcófago, de color rojo sangre coagulada y de tonalidades amarillentas, me puse a repetir: «Chauveau-Lagarde», igual que se repite el nombre desconocido de una persona que se ha conocido.

El vial debía probablemente su nombre al tal Chauveau-Lagarde… Chauveau-Lagarde… vaya… ¡rue Chauveau-Lagarde! ¡Rue Chauveau-Lagarde, detrás de la iglesia de la Madeleine! El misterioso asesinato de una anciana señora, en 1893, rue Chauveau-Lagarde… color rojo sangre coagulada… ¡sin que los dos asesinos hayan sido nunca descubiertos!

Habituado a observar todo cuanto sucede en mi alma, recuerdo haberme visto dominado por un espanto desacostumbrado mientras desfilaban por mi mente, de forma confusa, cual concepciones de un enajenado, unas imágenes. Vi al defensor de Luis XVI y, detrás, la guillotina; vi un gran río bordeado de verdes colinas y a una joven madre conduciendo a una niña pequeña por la orilla del agua; luego un monasterio con un retablo de altar pintado por Velázquez; estoy en Sarzeau, en el Hotel Lesage, donde hay una edición polaca de El diablo cojuelo;[10] estoy detrás de la Madeleine, rue Chauveau-Lagarde…; estoy en el Hotel Bristol, en Berlín, donde pongo un telegrama a Lavoyer, Hotel London; estoy en Saint-Cloud, donde una mujer con sombrero a lo Rembrandt se retuerce de los dolores del parto; estoy sentado en el Café de la Régence, donde hay expuesta la catedral de Colonia en azúcar sin refinar… y el bodeguero asegura que ha sido construida por M. Ranelagh y el mariscal Berthier…

¿Qué era todo aquello? ¡No lo sé! Un huracán de recuerdos, de sueños evocados por una lápida sepulcral, ahuyentados por la cobardía. ¡No cabe duda de que, aunque este sepulcro no guarde los restos de Chauveau-Lagarde, cosa que desconozco, esconde algún secreto que mi propia tumba tal vez revele!

Nada sucede en este recinto de la muerte, los días se asemejan unos a otros y la tranquila vida no se ve turbada más que por el incubar de los pájaros. Islote florido en medio del mar: a lo lejos se oye como un susurro de olas. La isla de los Afortunados: un enorme patio donde los niños han cogido flores y pequeñas cosas para jugar, trenzado coronas con las perlas recogidas en la orilla; encendido candelillas, decoradas con cintas, baratijas… Pero los niños han emprendido la huida, el patio está desierto… Ahora bien, una mañana del mes de junio descubro a una joven paseándose por la gran alameda. No iba vestida de luto y parecía esperar a alguien mientras echaba miradas inquietas hacia la puerta principal, por donde tanta gente entra para no volver a salir jamás.

«Una cita fallida —me dije—, en un lugar un poco lúgubre.» Y abandoné el cementerio.

A la mañana siguiente, allí estaba ella, contemplando la alameda. ¡Era aquél un espectáculo desolador! Se paseaba, se detenía, se ponía a escuchar, espiaba.

Todas las mañanas estaba allí, más pálida aún si cabe; el dolor ha ennoblecido su rostro vulgar. ¡Espera al miserable!

Hice un viaje de cinco semanas a un país lejano. De vuelta, olvidado ya de todo, al entrar en mi cementerio vi a la mujer abandonada en medio de la gran alameda. El perfil de su cuerpo enflaquecido se dibujaba contra una cruz al fondo, como si estuviera crucificada, y encima la inscripción: O Crux, ave spes unica!

Me acerco y observo la devastación que ese breve lapso de tiempo ha producido en su rostro. Me parece estar viendo el cadáver de un crematorio bajo la blanca tela de amianto. Todo está aún allí, simulando la forma humana, pero incinerado, sin vida.

¡Está sublime, y creedme, el sufrimiento por lo menos no es banal! El sol, la lluvia han apagado los colores de su abrigo, las flores del sombrero se han amarilleado como los tilos: sus cabellos incluso se han ajado… ¡Ella espera y espera, siempre, todos los días! ¿Una enajenada? ¡Oh, sí, aquejada de la gran locura del amor! ¡Se morirá esperando el acto que da la vida y perpetúa el sufrimiento!

¡Una concesión perpetua! ¿Por qué no eternidad, puesto que la materia es eterna?

Desearía volverme de nuevo religioso, pero no puedo, porque lo que pido es un milagro. Sin embargo, a punto estuve hace algunos días. Se preparaba una tormenta; se acumulaban las nubes; los cipreses agitaban su copa amenazadoramente, empeñados en hacerme la reverencia. Napoleón declaró una vez más que Boulay era un hombre valeroso y honesto; las palomas se apareaban sobre una cruz de piedra; los muertos exhalaban olor a azufre y los miasmas expandían un regusto a cobre.

Las nubes, primero horizontales, imitando al león de Belfort, se alzaron de golpe como el animal sobre sus patas traseras y se pusieron verticales. Jamás en mi vida he visto nada semejante, excepto en los cuadros del Juicio Final. Las negras figuras difuminan ahora sus líneas y el cielo toma la forma de la tabla de Moisés, inmensa, pero bien dibujada. Y en esta pizarra de un gris de palastro, el rayo hendiendo el firmamento traza una rúbrica, clara y legible: Iahvé, es decir, ¡el Dios de la venganza!

La presión atmosférica me hizo doblar las rodillas, pero al no oír otra voz celestial, salvo el ruido de la tormenta, retomé el camino hacia casa.

II

Ha llegado el otoño una vez más. Se enmohecen los tilos y caen las hojas acorazonadas, tocan tierra con un golpecito seco, hacen frufrú bajo mis botas mientras yo prosigo mi camino triunfal sobre estos áridos corazones que crujen.

Por encima de mi cabeza, en lo más alto, rozando las nubes, unos extraños y no obstante conocidos sones, que recuerdan el cuerno de caza, entrecortados, jadeantes, quejumbrosos, despiertan en mí el recuerdo de una vieja canción sueca, sin sentido y encantadora como un cuento infantil.

¿Toca música mi tilo?

¿Canta mi ruiseñor?

¿Llora mi niña querida?

¿Recobrará algún día

mi esposo la alegría?

Tu tilo ya no toca música,

ni canta tu ruiseñor,

noche y día llora tu niña,

y nunca, nunca más,

a tu esposo alegre verás.

Son las ocas salvajes que emigran del norte saludándome a su paso hacia países más cálidos, hacia más amplios horizontes.

La brisa nocturna ha agitado los tilos y —¡oh milagro!— los botones del próximo año se han abierto, de manera que los negros esqueletos reverdecen cual la vara de Aarón. Los tilos del cementerio comienzan, pues, a convertirse en semper virens, inmortales como los seres eternos, merced a los mortales que los alimentan bajo tierra con sus cuerpos y almas.

«El ser organizado no cesa de tomar, de cuanto le rodea, las moléculas nuevas que pasan del estado de muerte al de vida… Si una de estas moléculas nos contara su historia… “Desde que la tierra es tierra —tal vez nos diría— os aseguro que he hecho singulares peregrinajes. He sido brizna de hierba, y luego, una vez recobrada la libertad, fui aspirada por las raíces de un gran roble, me convertí en bellota, y a continuación, ¡ay!, fui comida, ¿por quién diríais?…, me salaron para realizar un viaje de largo recorrido; un marino me digirió, luego me convertí en león, en tigre, en ballena, y seguidamente fui administrada a un joven pecho enfermo”, etc.»

Es J. Rambosson, en las Leyendas de las plantas, quien confirma de esta manera mis especulaciones transmutatorias. Y al pasar por delante de la tumba de Banville, me pregunto por qué los amigos del difunto han plantado en ella la rosa y el jazmín. Si tal era la voluntad del difunto, ¿sabía éste que la ponzoña cadavérica huele a rosa, a jazmín y a almizcle? Yo diría que no, aunque estoy dispuesto a creer que cuando más sabios somos es en los hermosos momentos en que mayor es nuestra ignorancia.

Pero ¿por qué se encuentran, por otro lado, todas estas flores en las tumbas? Las flores, esas vivas-muertas, que llevan una existencia sedentaria, sin oponer resistencia alguna a un ataque, que prefieren sufrir antes que causar ningún daño, que simulan los amores carnales, se multiplican sin lucha y mueren sin un lamento. Seres superiores, que han hecho realidad el sueño de Buda, no desear nada, soportarlo todo, ensimismarse hasta alcanzar una inconsciencia voluntaria.

¿Es por esto por lo que los sabios hindúes imitan la existencia pasiva de la planta, absteniéndose de entrar en relación con el mundo exterior ya sea con una mirada, con un signo, o bien con una palabra?

Un niño me preguntó en cierta ocasión:

—¿Por qué las flores, que tan bonitas son, no cantan como los pájaros?

—Cantan, claro que cantan —le respondí yo—, pero nosotros no somos capaces de oírlas.

Me detengo delante del medallón de Banville.

¿Hay algún rastro de rosa y de jazmín en este rostro de rentista, de mejillas llenas, labios hinchados como tras un suculento ágape, de ojos de avaro? ¡No, no es el poeta de Gringoire! Es otro. ¿Quién?

Me acuerdo del busto de Boulay. No es el bueno y honesto hombre de nariz de gnomo, de aviesa boca de bruja, de rasgos de campesino socarrón.

¡Y Dumont d’Urville, el sabio naturalista, lingüista, el explorador osado y prudente! Lo que el artista ha representado es a un vulgar agente de cambio y bolsa. ¿Qué? ¿Esa pantalla de carne y piel, con sus cinco orificios, cinco vías de comunicación con la gran cloaca, es el signo distintivo que lleva el hombre?… Evoco las imágenes de los grandes contemporáneos: Darwin, un orangután; Dostoievski, el prototipo del presidiario; Tolstoi, un salteador de caminos; Taine, un especulador de bolsa… ¡y tantos otros!

Ahora bien, existen dos caras, dos por lo menos, bajo su piel más o menos velluda. Una leyenda romana nos enseña que la belleza exterior de Jesucristo no tenía par, pero que, en los momentos de ira, su fealdad resultaba espantosa, bestial.

Sócrates, con su cara de fauno, con un rostro en el que se reflejaban todos los vicios, todos los crímenes, vivió como un santo y murió como un héroe.

San Vicente de Paúl, que hizo entrega absoluta de su vida, encarna a un tipo de ladrón astuto e incluso malvado.

¿De dónde salen esas máscaras? Son herencia de una existencia terrenal o extraterrenal anterior.

Tal vez fue Sócrates quien dio con la solución en su célebre respuesta a los detractores que le reprochaban su máscara de criminal:

—Juzgad, pues, cuál será mi virtud habiendo tenido que luchar contra tan malas disposiciones.

O traducido libremente: la tierra es un centro penitenciario en el que tenemos que penar por los crímenes cometidos en una existencia anterior, de la que guardamos un vago recuerdo en la conciencia, que nos impulsa hacia el perfeccionamiento. Somos todos, por consiguiente, unos delincuentes y no deja de tener razón el pesimista que piensa y habla siempre mal del prójimo.

Aquella mañana había en el vial Lenoir una nimiedad que ofendía mi vista. Las líneas rectas de los cipreses se veían rotas por la copa de un árbol, doblada de manera que se inclinaba sobre el sendero. Agitada por el viento, me hace una señal de que me detenga, y yo aflojo el paso y hago un alto. Un mirlo negro, oculto entre las ramas, salta de su nido con un cotorreo, se encarama sobre una cruz de piedra, en un atajo. Me mira; yo le miro. Picotea sobre la cruz para atraer mi atención, y yo leo el epitafio: «Quien me siga no andará entre tinieblas.»

El pájaro negro levanta el vuelo, para lanzarse luego en medio de las tumbas, y yo le sigo sin ningún propósito determinado. Se posa sobre el techo de una capillita, que ostenta esta inscripción encima de la puerta: «Vuestra tristeza se trocará en alegría.»

Mi guía alza las alas y me lleva más lejos en el laberinto sepulcral, mientras deja escapar unos inusitados silbos que mucho me gustaría comprender.

Finalmente, y cuando mi piloto desaparece al pie de un saúco, me encuentro frente a un mausoleo en el que nunca antes había reparado. Un sueño de artista, una visión de poeta, o mejor, un recuerdo medio olvidado, refrescado por las lágrimas de la aflicción. Es un niño de seis años, en altorrelieve sobre fondo de oro, conducido por un ángel por encima de las nubes hacia el cielo.

Ni sombra de criminalidad en ese rostro infantil, de una serenidad perfecta, ojos grandes, hechos más para irradiar la belleza, la bondad, que para contemplar este bajo mundo; la naricita, con su punta ligeramente aplastada por la costumbre de hundirla en el pecho materno, puesta, a modo de delicado ornamento con las ventanillas de líneas concoides por encima de la boca en forma de corazón, no para olfatear la presa, ni para sentir los buenos o malos olores, pues no es todavía un órgano: la belleza por la belleza.

Es el niño antes de la caída de los dientes, esas perlas sin más aparente utilidad que iluminar una sonrisa.

¡Y pensar que desciende de un mono! Confesemos, no obstante, que el anciano vulgar —peludo, arrugado, de dientes caninos, chepudo, con las rodillas dobladas— tira a simiesco, a no ser que la apariencia externa no sea sino una máscara. Un avanzar hacia atrás, por tanto; ¿o qué si no? ¿Existió acaso la edad de oro de Saturno, y seríamos nosotros una degeneración de esos bienaventurados de imposible olvido, cuya pérdida el niño deplora llorando a su llegada al mundo, en el que se siente un extraño?

¿Somos conscientes de lo que hacemos alimentando a los bebés con leche y miel, y más tarde con unos frutos más o menos dorados? Recordarles la edad de oro, en la que:

Flumina iam lactis, iam flumina nectaris ibant

flavoque de viridi stillabant ilice mella.[11]

¿Por qué se cuentan a los niños estas historias del país de Jauja, de trasgos, de duendes, de gigantes, sin hacerles saber que se trata de patrañas? ¿Por qué aparecen estos juguetes que representan monstruos y ángeles, bestias antediluvianas, plantas desfiguradas que no existen?

Daría la ciencia una respuesta si fuera sincera: para hacerle pasar al niño su filogenia, es decir, el tener que repetir unas etapas pasadas igual que recorre su evolución animal antes de nacer.

De vuelta de su excursión, el mirlo me llama con su gritito agudo. Se ha posado sobre una verja de hierro, lleva en su pico un objeto cuya forma y color me es imposible distinguir. Apenas me acerco, el pájaro levanta el vuelo dejando su botín sobre la barra del enrejado. Es una crisálida de mariposa, de esa configuración única que no guarda semejanza con ninguna otra forma del reino animal. Un espantajo, un monstruo, una capucha de duende, que no es ni animal, ni planta, ni piedra. Una mortaja, una tumba, una momia, que no se metamorfosea porque no tenga antepasados en este mundo, sino porque está hecha, creada por alguien.

El gran artista-creador se divirtió como maestro-artista creando sin ningún fin práctico, por simple arte por el arte, quizás un símbolo. Sé perfectamente que esta momia no encierra más que a un viscoso animal informe, sin ningún tipo de estructura y que huele a cadáver reciente.

Y esta maravilla está dotada de vida, de instinto de conservación, ya que cruje sobre el hierro frío y podrá sujetarse por medio de unos hilos si se siente demasiado zarandeada.

¡Un cadáver viviente, que seguramente resucitará!

Y los demás, bajo tierra, que se transforman en sus crisálidas, que sufren la misma necrobiosis, ya no se despertarán, según la ciencia de las academias, apóstatas de su propio maestro. Eso significa que hemos olvidado la confesión de Voltaire acerca de las cosas finales. Yo, volteriano como soy, me daré el gusto de lanzar esta piedra de escándalo, citando a este escéptico que lo admitía todo negándolo todo.

«La resurrección es algo completamente natural; no es más asombroso nacer dos veces que una.»

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