Inferno

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INFERNO I - INFERNO » IX. El purgatorio

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IX

EL PURGATORIO

El Hôtel Orfila, con su aspecto de claustro, es una pensión para estudiantes del círculo católico. Un abate de aspecto amable y agradable ejerce allí la vigilancia. El silencio, el orden y las buenas costumbres reinan en él. Y, cosa que me resulta incluso un alivio tras tantas peripecias, no se admiten en él mujeres.

La casa es vieja; las habitaciones de techo bajo, los pasillos oscuros, y las escaleras de madera serpentean igual que en un laberinto. Reina en este edificio un clima de misticismo que me ha atraído desde hace mucho tiempo. Mi habitación da a un callejón sin salida, de modo que, desde el centro de la estancia la vista no puede rebasar una pared llena de moho, con dos ventanucos en forma de ojo de buey; pero, sentado en mi mesa delante de la ventana, contemplo un paisaje encantador e inesperado.

Bajo un muro tapizado de hiedra hay un patio conventual para jóvenes señoritas, plátanos, paulonias y robinias. También una deliciosa capilla de estilo ojival. Más allá, unos altos paredones con un sinnúmero de pequeñas ventanas enrejadas me hacen pensar en un monasterio; más lejos aún, ya en el valle, una selva de chimeneas que rematan viejas casas semiocultas, y en lontananza, la torre de la iglesia de Notre-Dame-des-Champs, con su cruz, y, en lo alto, la veleta en forma de gallo.

En mi habitación, un retrato al aguafuerte de san Vicente de Paúl y otro de san Pedro, colgado en mi alcoba, encima de la cabecera de la cama, ¡el guardián del cielo! ¡Qué mordaz ironía, para mí que ridiculicé al apóstol en un drama fantástico hace algunos años!

Muy contento de mi aposento, duermo bien la primera noche.

Al día siguiente descubro que los retretes se hallan situados en la callejuela que hay debajo de mi ventana, tan cerca que se oye todo el ruido del mecanismo, con el clic-clac de la válvula de hierro. Luego descubro que los dos ojos de buey de enfrente corresponden a unos retretes. Acto seguido me cercioro de que las cien ventanas al fondo del valle son otros tantos retretes situados en la trasera de una serie de casas.

Al principio me enfurezco, pero como no existe ninguna posibilidad de largarme de aquí me apaciguo maldiciendo al destino.

A eso de la una, el mozo del hotel trae el almuerzo y, como me niego a despejar mi mesa de trabajo, deja la bandeja sobre la mesilla de noche donde se guarda el orinal.

Al advertirle yo de ello, el mozo se excusó diciendo que no había otra mesa disponible. Como tenía aspecto de persona honrada, sin mal fondo, le perdoné, y encima retiró el orinal.

De haber conocido yo a Swedenborg en aquella época, habría comprendido que me encontraba condenado por las potencias al infierno excremencial.[12] Por el momento, maldije la negra suerte que me perseguía desde hacía tantos años; luego me calmé con la triste resignación de quien se somete al destino. Me edificaba leyendo el Libro de Job, convencido de que el Padre Eterno me había entregado a Satán para ponerme a prueba. Esta idea me consoló, y el sufrimiento fue para mí un motivo de alegría, como una prueba de confianza por parte del Todopoderoso.

Comienza entonces una serie de manifestaciones que me es imposible explicar sin recurrir a la intervención de potencias desconocidas y, a partir de ese momento, tomo notas que se van acumulando poco a poco, hasta formar un diario del que publico aquí unos extractos.

Se ha producido en torno a mis estudios de química un silencio glacial. A fin de resurgir y de asestar un golpe definitivo, abordo el problema de fabricar oro. El punto de partida fue la pregunta siguiente: ¿por qué el sulfato de hierro precipita el oro metálico en una solución de sal de oro? La respuesta fue la siguiente: porque el hierro y el azufre entran en la composición del oro. En efecto, todos los sulfuras de hierro de la naturaleza contienen oro en mayor o menor grado.

Por consiguiente, comencé a trabajar con soluciones de sulfato de hierro.

Una mañana me desperté con un vago deseo de realizar una excursión al campo, cosa contraria a mis gustos y costumbres. Tras llegar sin ninguna premeditación a la estación de Montparnasse, tomé el tren para Meudon. Me apeo en el mismo pueblo, que visito por primera vez, subo por la calle mayor y tuerzo a la derecha por una calleja que bordean dos muros. A unos veinte pasos delante de mí, semienterrado, se alza del suelo un caballero romano revestido con una armadura de hierro grisáceo. De un modelado perfecto, pero en miniatura, su rostro no me induce a engaño en cuanto a su naturaleza de piedra bruta. De muy cerca, se ve perfectamente que se trata de un trampantojo, y me detengo, tratando de conservar la ilusión que me resulta placentera. El caballero contempla la pared de al lado y, siguiendo el movimiento de sus ojos, advierto en el encalado una inscripción al carboncillo. Las letras F y S enlazadas me hacen pensar en las iniciales del nombre de mi mujer. ¡Ella aún me ama! Al segundo siguiente, soy iluminado por los signos químicos del hierro y del azufre, que se desdoblan, desplegando ante mis ojos el secreto del oro.

Sin embargo, examino el suelo y encuentro dos estampillas de plomo, unidas con hilo bramante. Uno de los sellos ostenta las letras V. P. y el otro una corona real.

Sin querer entrar a interpretar en detalle esta aventura, regreso a París, conservando una viva impresión, como de algo milagroso.

Quemo en la chimenea unos carbones llamados «cabezas de gorrión» debido a su forma redondeada y homogénea. Un día que el fuego se había apagado antes de la combustión completa, recojo un conglomerado de carbón que presenta los rasgos de una figura fantástica. Una cabeza de gallo de soberbia cresta, con un tronco más bien humano, y retorcidos miembros. Hubiérase dicho uno de los demonios representados en los sabbats de la Edad Media.

Al día siguiente, recojo un grupo magnífico de dos gnomos o duendes ebrios, besándose, con las ropas flotantes. Es una obra maestra de escultura primitiva.

El tercer día es una Virgen con el Niño, de estilo bizantino, de una pureza de líneas incomparable.

Conservo las tres cosas sobre mi mesa, tras haberlas dibujado al carboncillo.

Viene a verme un amigo pintor: observa las tres estatuillas con una curiosidad creciente y me hace la siguiente pregunta:

—¿Quién ha hecho esto?

¿Hecho? A fin de ponerle a prueba, le digo el nombre de un escultor noruego.

—¡Vaya! —se muestra de acuerdo—, yo las hubiera atribuido a Kittelsen, el célebre ilustrador de las sagas escandinavas.

Yo no creía en la existencia de los demonios, pero deseoso de ver la impresión que causaban mis estatuillas a los gorriones que acostumbraban a comer pan en el antepecho de mi ventana, las expongo en el tejado.

Los gorriones se asustan y pasan de largo. Así pues, existe una semejanza que los propios animales son capaces de advertir, y hay una realidad subyacente en este juego de la materia inerte y del fuego.

El sol, que caldea las figuritas, hace que se resquebraje el demonio con cresta de gallo, lo que me recuerda la leyenda de los campesinos según la cual los duendes mueren si no se han recogido a la hora de la salida del sol.

En el hotel suceden cosas inquietantes.

Al día siguiente de mi llegada, en el tablero del vestíbulo donde cuelgan las llaves de las habitaciones, encuentro una carta dirigida a un tal señor X, estudiante, que se apellida igual que la familia de mi mujer. La carta está sellada en Dornach, nombre del pueblo austríaco donde viven mi mujer y mi hija. Pero como estoy convencido de que no hay ninguna oficina de correos en Dornach, el asunto sigue siendo enigmático.

A esta carta, colocada como para provocar y para ser vista expresamente, le siguen otras varias.

La segunda está dirigida al señor doctor Bitter, y está sellada en Viena, una tercera lleva el seudónimo polaco Schmulachowsky.

Es el diablo quien anda ahora metido de por medio. Pues éste es un nombre supuesto y comprendo en quién quiere hacer pensar, en uno de mis enemigos mortales que reside en Berlín.

En otra ocasión, es un nombre sueco, que me recuerda a un enemigo de mi país. Por último, una carta sellada en Viena indica, en caracteres impresos, el laboratorio de análisis químicos del doctor Eder. Es decir, que alguien está espiando mi síntesis del oro.

No me cabe ya ninguna duda de que aquí se está tramando una intriga; pero es el diablo quien ha barajado las cartas de estos ladinos. Dejar circular mis sospechas a los cuatro vientos es algo demasiado astuto para unos simples mortales imbéciles.

Le pido alguna información al mozo del hotel sobre el tal señor X y me responde neciamente que es un alsaciano. Eso es todo. Una mañana, de vuelta de mi paseo, encuentro una tarjeta postal en el casillero contiguo al de mi llave. Por un momento, tentado estuve de resolver el enigma echando una ojeada a la tarjeta, pero mi ángel de la guarda paralizó mi mano justo en el preciso segundo en que hacía su aparición el joven, abandonando su escondite de detrás de la puerta.

Le miro de arriba abajo: se parece a mi mujer. En silencio, nos saludamos, y cada uno se va por su lado.

Nunca he podido desentrañar esta intriga, de la que ignoro hasta los mismos protagonistas, pues mi mujer no tiene hermanos ni primos.

La incertidumbre, la amenaza perpetua de una venganza fueron para mí por espacio de seis meses tormento suficiente. Lo sufrí, igual que todo lo demás, como si se tratara de un castigo, por unos pecados conocidos o no.

Con el año nuevo, un hombre nuevo viene a unirse al círculo de la crémerie. Artista dedicado a la pintura, y americano, llegaba justo a tiempo para reanimar nuestra languideciente tertulia. Espíritu despierto, cosmopolita, atrevido, buen compañero, me inspiró una vaga desconfianza. Pese a su seguridad y a su aplomo, me olí una situación inestable.

La crisis se declaró más pronto de lo que hubiera podido pensarse. Una noche, el desventurado entró en mi habitación, implorando permiso para quedarse un momento. Tenía el aspecto de un hombre perdido y lo estaba.

Expulsado de su estudio por el propietario, abandonado por la amante, cargado de deudas y acosado por los acreedores, insultado en la calle por los rufianes de las modelos no pagadas, lo que le dejó para el arrastre fue la crueldad del propietario que se quedó con un lienzo suyo destinado a la exposición del Campo de Marte, y con cuyo éxito él contaba, por parecerle la composición original y no carente de fuerza. Representaba éste a la mujer libre, en estado de gravidez, clavada en la cruz y abucheada por la multitud.

Endeudado en la crémerie, se encontraba en ayunas y en el arroyo.

Después de la primera confesión, completó su declaración revelando que había tomado una dosis doble de morfina, y que la muerte no quería llevárselo aún.

Tras haber deliberado seriamente, nos pusimos de acuerdo en que era preciso que abandonara el barrio, y que cenaríamos juntos en un asador que los otros desconocían, de manera que la falta de amigos no le quitase los ánimos de realizar otro lienzo para el Salón de los Independientes.

Las desventuras de este hombre, que ha pasado a convertirse en mi único compañero, no hacen sino aumentar mi sufrimiento porque hago míos sus tormentos. Sé que por mi parte es una fanfarronada, pero constituye, no obstante, una experiencia de gran valor. Él me revela todo su pasado: de origen alemán, vivió siete años en América debido a una desgracia ocurrida en su familia y como consecuencia de una ligereza de juventud, un libelo impío que cayó en manos de la Justicia.

Descubro en él una rara inteligencia, un temperamento melancólico, una sensualidad desenfrenada. Pero detrás de esta máscara humana que le confiere una educación cosmopolita, intuyo un secreto que me intriga, y que un día u otro confío descubrir.

Espero dos meses durante los cuales confundo mi existencia con la de este extranjero, y padezco todas las miserias propias de un artista que no ha triunfado, olvidando que mi carrera está ya hecha, que soy ya alguien, con un nombre en los círculos más selectos de París y en la sociedad de autores dramáticos de esta ciudad, cosa que, por lo demás, no tiene el menor interés para el químico que soy ahora. Por otra parte, mientras guardo silencio sobre mis éxitos indiscutibles, mi compañero aún siente aprecio por mí; pero no bien me veo obligado a hacer alguna referencia de pasada a ellos, se siente herido, se hace el desgraciado, el insignificante, de manera que yo, por conmiseración hacia él, me trato a mí mismo como si fuera un viejo fracasado. Y así, mientras yo me voy rebajando poco a poco, él, con todo un futuro por delante, se crece a mis expensas. Yo me hago el cadáver enterrado cerca de las raíces de un árbol que se eleva hacia lo alto, que extrae su alimento de una vida en descomposición.

Lector de libros budistas en esta época, me quedo admirado de mi abnegación, de mi sacrificio por el prójimo. Toda buena acción tendrá su recompensa, y esto fue lo que yo gané con ello.

Un día la Revue des Revues me proporcionó un retrato de ese profeta y terapeuta americano, Francis Schlatter, que curó a cinco mil enfermos en 1895, y desapareció para siempre de este mundo.

Ahora bien, los rasgos de este personaje se asemejaban extraordinariamente a los de mi compañero. A fin de contar con una prueba, llevo la Revue al café de Versailles donde me esperaba un escultor sueco. Éste reconoce el parecido, y me recuerda una curiosa coincidencia, a saber, que los dos eran de origen alemán y trabajaban en América. Además, la desaparición de Schlatter se había producido al mismo tiempo que la aparición de nuestro amigo en París. Iniciado ahora un poco en la terminología técnica del ocultismo, emito la opinión de que el tal Francis Schlatter no es otro que el «doble» de nuestro hombre, que lleva, sin saberlo, una existencia independiente.

Cuando pronuncié la palabra «doble», mi escultor puso unos ojos como platos y llamó mi atención sobre el hecho de que nuestro hombre vivía siempre en dos casas, una en la margen derecha y la otra en la izquierda. Por otro lado, me enteré de que mi misterioso amigo llevaba una doble vida, en el sentido de que, tras haber pasado la velada conmigo sumido en filosóficas y religiosas meditaciones, podía encontrársele luego todas las noches en el Bal Bullier.

Existía un medio seguro de demostrar la identidad de estos dos sosias, ya que en la Revue venía una reproducción facsimilar de la última carta de Francis Schlatter.

—Venga a cenar esta noche —le propuse yo—, y le dictaré la carta de Schlatter. Si las dos caligrafías se asemejan, y sobre todo las firmas, constituirá una buena prueba.

En la cena, todo se confirma; la mano es la misma, la firma y la rúbrica, todo es idéntico.

Algo sorprendido, el pintor se presta a nuestro examen, y pregunta finalmente:

—¿Y qué pretendéis con esto?

—¿Conoces a Francis Schlatter?

—No he oído hablar de él en la vida.

—¿Recuerdas a ese terapeuta de América, el año pasado?

—¡Ah, sí, ese charlatán!

Se acuerda: le enseño el retrato y el facsímil de la carta.

Él se ríe con expresión escéptica, tranquila, indiferente.

Algunos días después, mi misterioso amigo y yo estamos sentados a la mesa delante de un ajenjo, en la terraza del café de Versalles, cuando un hombre con aspecto de obrero y cara de pocos amigos se para delante de la mesa y, sin decir oste ni moste, comienza a andar entre los clientes. Dirigiéndose a mi compañero, le suelta a grito pelado:

—Por fin le he pescado, sinvergüenza, canalla. ¡Qué es eso de encargarme una cruz de treinta francos, que yo se la traiga, y luego si te he visto no me acuerdo! Maldita sea, ¿o es que se cree que una cruz se hace sola?…

Y como no paraba de dar la matraca, al querer los camareros hacer que se largara, él amenazó con ir a buscar a la fuerza pública, mientras que el pobre deudor permanecía inmóvil, mudo, anonadado como un condenado, ante un público de artistas que más o menos le conocían.

Una vez terminado el incidente, confuso, como si hubiera sido víctima de una escena infernal, le pregunté:

—¿La cruz? Pero ¿qué cruz es ésa de treinta francos? No entiendo nada de toda esta historia…

—Era el modelo de la cruz de Juana de Arco, sabes, eso que te expliqué para mi cuadro de la mujer crucificada.

—¡Pero, entonces, este obrero es un demonio!

Y tras un silencio, proseguí:

—Es extraño, a pesar de todo, pero uno no puede tomarse a broma ni la cruz ni a Juana de Arco.

—Pero ¿tú crees en todo esto?

—¡Yo qué sé! ¡Yo no sé nada! ¡Pero los treinta siclos de plata…!

—¡Basta ya, basta ya! —exclamó él picado.

El Viernes Santo, al llegar al asador, me encontré a mi compañero de desdichas dormido en la mesa.

En un arranque de buen humor, le desperté reconviniéndole:

—¡Tú por aquí!

—¿Por qué no?

—Yo creía que el Viernes Santo te hubieras quedado en la cruz hasta las seis, por lo menos.

—¡Hasta las seis! Es cierto, he dormido durante todo el día hasta las seis de la tarde, y sin poder decir por qué.

—Yo sí podría.

—Ya comprendo: el cuerpo astral que se pasea, ¿verdad?, por América… y todo lo demás.

A partir de aquella tarde, comienza a notarse una frialdad entre nosotros, tras una frecuentación de cuatro horribles meses, durante los cuales mi compañero ha mejorado su educación y ha tenido tiempo de cambiar de estilo pictórico, renegando de la mujer crucificada como de algo superado. Había aceptado el sufrimiento como la única alegría fructífera de la existencia, a lo que siguió la resignación. ¡Héroe sumido en la miseria! Sentí admiración por él cuando, en un mismo día, hizo a pie el trayecto de ida y vuelta de Montrouge a Les Halles, con unas botas de suelas gastadas y sin haber probado bocado. Por la noche, tras diecisiete visitas a las redacciones de diversos periódicos, había logrado colocar tres dibujos, pero sin haber visto por ello el menor dinero; luego se fue a Bullier, después de haber comido por dos céntimos un poco de pan.

Finalmente, y de común acuerdo, tácito, deshicimos esta asociación de socorro mutuo. Un sentimiento particular nos decía a ambos que ya era suficiente y que nuestros destinos debían realizarse por separado, y a la hora de la despedida yo sabía que aquella sería la última vez.

No he vuelto a ver jamás a ese hombre, y nunca he sabido qué destino ha tenido.

En primavera, agobiado por mis propias adversidades y las de mi compañero, recibí de los hijos de mi primer matrimonio una carta en la que me contaban que habían estado gravemente enfermos, y que habían sido ingresados en un hospital. Comparando la época de este acontecimiento con mi experiencia de malhechor, me sentí presa del horror. Por simple ligereza, había estado jugando con las fuerzas secretas, y mis malas intenciones se habían abierto camino, pero, guiadas por la mano invisible, sólo para golpearme de lleno.

No pido disculpas por ello, únicamente ruego al lector que retenga este hecho por si algún día se le ocurriera entregarse a prácticas de magia, en especial a la operación llamada hechizo o embrujamiento propiamente dicho, cuya realidad ha sido establecida por De Rochas.[13]

Un domingo antes de Pascua me despierto y me voy a dar un paseo por el Jardin du Luxembourg que recorro totalmente, y cruzo la calle. Tras meterme bajo los soportales del Odéon, me quedo inmóvil delante de los volúmenes azules de la obra de Balzac, y cojo al azar Serafita. ¿Por qué?

Acaso por un recuerdo subconsciente que había dejado en mí la lectura de L’lnitiation cuando, en la crítica de mi Sylva Sylvarum, me habían llamado el compatriota de Swedenborg.

De vuelta a casa, abrí el volumen, poco menos que desconocido para mí, pues habían pasado muchos años entre mi primera lectura y esta segunda.

Para mí resultaba absolutamente nuevo y, ahora que mi espíritu se hallaba preparado, asimilé el contenido de este libro extraordinario. No había leído jamás nada de Swedenborg, considerado un charlatán, un loco, un ser lúbrico, en su país que es también el mío, y me sentí dominado por una exaltada admiración mientras escuchaba a este gigante angélico del pasado siglo, a través de la interpretación que de él había hecho el más profundo de los genios franceses.

Ahora bien, leyendo con una atención realmente religiosa, llego a la página 16 donde el 2 9 de marzo está indicado como fecha del fallecimiento de Swedenborg. Me detengo, reflexiono y abro el almanaque. Hoy estamos exactamente a 29 de marzo, y además es Domingo de Ramos.

¡Swedenborg se reveló, entonces, como un espíritu corrector en mi vida, en la que ha jugado un papel importantísimo, y en el aniversario de su muerte me trajo la palma de la victoria o del martirio!

Serafita se convierte para mí en el mismísimo evangelio, y me hace renovar la alianza con el más allá, hasta el punto de que la vida me hastía y una irresistible nostalgia me empuja hacia el cielo. ¡No me cabe ninguna duda de que estoy preparado para una existencia superior! Desprecio la tierra, este bajo mundo, a los hombres y sus obras. Me tengo por un hombre justo, carente de iniquidad, a quien el Padre Eterno ha puesto a prueba, y que el purgatorio de este mundo hará digno de una liberación próxima.

Este orgullo, fruto de mi intimidad con las potencias, no cesa de aumentar, tanto más cuanto que mis investigaciones científicas van por buen camino. Así consigo hacer oro, según mis cálculos y las observaciones de los metalúrgicos, y creo poder demostrarlo. He enviado unas pruebas a un químico amigo mío de Ruán.

Éste me prueba lo contrario de mis afirmaciones, y durante una semana permanezco sin poder replicarle. Entonces, hojeando el tratado de química de Orfila, mi maestro, doy con el quid de la cuestión.

Este viejo tratado de química que data de 1830, olvidado y despreciado, se ha convertido en el oráculo que viene en mi socorro en los momentos críticos. Orfila y Swedenborg, mis amigos, me protegen, me alientan y me castigan. Aunque yo no les veo, siento su presencia; no se muestran a mi espíritu ni por medio de visiones ni de alucinaciones, pero los pequeños hechos de cada día que voy recogiendo ponen de manifiesto su intervención en las vicisitudes de mi existencia.

Los espíritus se han vuelto positivistas, como la época actual, y no se contentan con visiones.

Cito como ejemplo este encuentro, que no se podría explicar con la simple palabra coincidencia.

Tras haber logrado producir manchas de oro sobre papel, traté de producirlas en gran cantidad por la vía seca y mediante el fuego. Doscientos experimentos no conducen a nada y, desesperado, me rindo y apago el fuego.

Mi paseo matinal me condujo a la avenue de l’Observatoire, donde a menudo me detengo a admirar el grupo escultórico de las cuatro partes del mundo, por la secreta razón de que la más deliciosa de las mujeres de Carpeaux guarda un parecido con mi mujer. Ella se alza a la altura del signo de Piscis, bajo la esfera armilar, y unos gorriones han hecho el nido en su espalda.

Al pie del monumento encuentro dos trozos de cartón cortados en forma ovalada, uno con el número 207 impreso en él y el otro con el 28.

Lo que significa plomo (peso atómico 207) y silicio (peso atómico 28). Recojo el hallazgo y lo guardo entre mis notas sobre química. En casa doy comienzo a una serie de experimentos sobre el plomo, dejando el silicio hasta nueva orden. Sabiendo, por la metalurgia, que el plomo copelado en un crisol con una capa de cenizas de hueso da siempre un poco de plata, y que dicha plata contiene de forma constante un poco de oro, me digo que el fosfato de calcio, principal ingrediente de las cenizas de hueso, debe constituir el factor esencial en la producción del oro extraído del plomo.

En efecto, el plomo, fundido en un lecho de fosfato de calcio, toma siempre una coloración amarilla de oro en su superficie inferior. Pero la mala fe de las potencias quiso interrumpir la realización del experimento.

Un año más tarde, estando yo por aquel entonces en Lund, Suecia, un escultor que trabajaba la porcelana me proporcionó la fórmula de un vidriado compuesto de plomo y de sílice, gracias a la cual, por vez primera, puedo hacer realidad, al fuego, un oro mineralizado de una perfecta belleza.

Al expresarle mi agradecimiento, le mostré los dos trozos de cartón con los números 207 y 28.

¿Azar o simple coincidencia en este acontecimiento marcado por una lógica irrebatible?

Repito que, aunque nunca me vi atormentado por visiones, sí se me aparecieron objetos reales revestidos de formas humanas de un efecto a menudo grandioso. Así, mi almohada, deformada tras dormir la siesta, me ofrece como modelo unas cabezas de mármol al estilo de Miguel Ángel. Una noche, al regresar a mi casa con el menecmo[14] del terapeuta americano, en la penumbra de la alcoba, descubro un Zeus gigantesco que descansa en mi cama. Ante este espectáculo imprevisto, mi compañero es presa de un terror casi religioso. Artista como es, sabe apreciar en seguida la belleza de líneas:

—¡Acaba de renacer el gran arte desaparecido! ¡Aquí tienes un verdadero modelo de academia para dibujar!

A medida que se la mira, viva y terrible, la aparición toma cuerpo.

—Es evidente que los espíritus se han vuelto realistas, como nosotros los mortales.

Está claro que esto no es obra del azar, pues algunos días la almohada representa espantosos monstruos, gárgolas góticas, dragones: una noche, de vuelta de alguna orgía, me saluda el demonio, un verdadero diablo de estilo medieval, con su cabeza de macho cabrío y todo lo demás. Nunca se apoderó de mí el temor; pero, por más que todo ello fuera de lo más natural del mundo, quedó grabada en mi alma la impresión de algo anormal, casi diría sobrenatural.

Mi amigo el escultor, llamado como testigo, no mostró la menor sorpresa; me invitó a ir a su taller donde un dibujo al carboncillo, que colgaba de la pared, me impresionó por su belleza de líneas.

—¿Dónde ha encontrado usted eso? ¿Es una Madona, verdad?

—Una Madona de Versalles, copiada a partir del modelo de las plantas que flotan en el pequeño lago de los suizos.

¡La revelación de un nuevo arte a partir del natural! ¡La clarividencia natural! ¿Por qué escupir sobre el naturalismo, cuando inaugura un nuevo arte, lleno de juventud y de esperanza? Es el retorno de los dioses, y la voz de alarma lanzada por escritores y artistas: ¡Pam!, ha resonado con tal potencia que la naturaleza se ha despertado, después de un sueño de varios siglos. Nada sucede en el mundo sin el consentimiento de las potencias: si el naturalismo fue, pues bien, que el naturalismo sea, y que renazca la armonía entre la materia y el espíritu.

Mi escultor es un vidente. Me cuenta que vio a Orfeo y a Cristo modelados juntos en una roca de Bretaña y añade que piensa volver a dicho lugar, con el fin de utilizarlos como modelos para un grupo escultórico destinado al Salón.

Una noche, al bajar por la rue de Rennes, este mismo vidente se detuvo ante el escaparate de una librería en que había expuestas unas litografías en color. Era una serie de escenas que representaban cuerpos humanos, con unas flores de pensamiento a guisa de cabeza. Observador botánico como soy, nunca había reparado en el parecido de la flor de pensamiento con el rostro humano. Mi compañero no da crédito a lo que ven sus ojos, presa de un doble asombro.

—Imagínese que ayer por la noche, de vuelta a casa, los pensamientos que tengo en mi ventana me miraban de modo irritante, y de pronto vi en ellos caras humanas. Yo pensé que se trataría de alguna ilusión óptica debida a mi estado de nervios. Y hoy me encuentro esto mismo impreso en una vieja estampa: por lo tanto, no es ninguna ilusión sino una realidad, ya que un artista desconocido observó lo mismo antes que yo.

Hacemos progresos como videntes, y a mi vez veo a Napoleón y a sus mariscales en la cúpula de Les Invalides.

Si se toma por el boulevard des Invalides viniendo de Montparnasse, por debajo de la rue Oudinot, la cúpula aparece en todo su esplendor a la hora de la puesta del sol, y las ménsulas y otros salientes del tambor que sustenta el cimborrio adquieren aspecto de figuras humanas, que cambian según el punto de mira, más o menos alejado, que adoptemos. Ahí está Napoleón. También Bernadotte, Berthier… y mi amigo los ha dibujado «del natural».

—¿Cómo explicaría usted este fenómeno?

—¿Explicar? ¿Es que se ha explicado alguna vez algo como no sea parafraseando un montón de palabras con otro montón de ellas?

—Así pues, ¿no cree usted que el arquitecto haya trabajado siguiendo una dirección subconsciente de su espíritu?

—Escuche usted, querido amigo. Jules Mansard, que construyó el cimborrio en 1706, fue incapaz de prever la silueta de Napoleón, que nació en 1769… ¿Le basta con esto?

A veces, por la noche, tengo sueños que me predicen el porvenir, me advierten de peligros, me revelan secretos. Así un amigo, fallecido hace tiempo, se me apareció en un sueño, ofreciéndome una moneda de plata de un tamaño insólito. Yo le pregunté por la procedencia de semejante pieza extraordinaria. Él me respondió que era americana, y desapareció con el tesoro.

Al día siguiente, una carta sellada en América, enviada por un amigo al que hacía veinte años que no veía, me informa de que con el fin de encargarme un texto para la exposición de Chicago había tratado inútilmente de dar con mi paradero por toda Europa. Se trataba de una suma de 12.000 francos, suma enorme para mi desesperada situación de aquel entonces, y que me había perdido. Estos x 2.000 francos hubieran asegurado mi futuro, pero nadie más que yo supo que la pérdida de este dinero me había sido infligida como castigo por una fechoría cometida en un arrebato de cólera, arrebato provocado por la perfidia de un rival literario.

Otro sueño, éste de mayor alcance, me hizo ver a Jonas Lie sosteniendo un reloj de péndulo de bronce dorado, de ornamentación poco común.

Unos días más tarde, mientras me paseaba por el boulevard Saint-Michel, atrajo mi atención el escaparate de una relojería:

—¡Pero si ése es el reloj de péndulo de Jonas Lie! —no pude menos que exclamar.

En efecto, era el mismo. Rematado por una esfera celeste, a la que había adosadas dos mujeres, el mecanismo descansaba sobre cuatro columnas. En el fanal de cristal, un reloj de calendario perpetuo, enmarcado, indicaba el 13 de agosto.

En un próximo capítulo diré lo que escondía de fatal esta fecha del r 3 de agosto. Estos pequeños incidentes y muchos otros acontecían durante mi estancia en el Hotel Orfila entre el 6 de febrero y el 19 de julio de 1896.

Juntamente con estos hechos se desarrollaba, paralela, pero a intervalos, la aventura siguiente, que desembocó en mi expulsión del hotel, e inauguró una nueva etapa de mi vida.

Ha llegado la primavera; el valle de lágrimas que se extiende bajo mi ventana reverdece y florece. El verde césped cubre el suelo, oculta las inmundicias, y la gehena se ha trocado en el valle de Sarón[15] donde florecen, aparte de los lirios, las robinias y las paulonias.

Estoy mortalmente triste, pero las risas alegres de las muchachas, que juegan abajo, invisibles bajo los árboles, llegan a mi corazón y me despiertan a la vida. Pasa la vida y se acerca la vejez: mujer, hijos, hogar, todo se ve devastado: otoño en el interior, primavera en el exterior.

Encuentro consuelo en el Libro de Job y en las Lamentaciones de Jeremías, porque seguramente existe una analogía, al menos, entre la suerte de Job y la mía. ¿Acaso no me he visto afectado por una úlcera incurable? ¿No me abrumó la pobreza y no me han abandonado mis amigos?

«Sin haber sol, ando renegrido; me he levantado en la asamblea, sólo para gritar. Me he hecho hermano de los chacales y compañero de las avestruces. Mi piel se ha ennegrecido sobre mí y mis huesos queman por la fiebre. Se ha trocado en duelo mi cítara, y mi flauta, en voz de plañideras.»

Así dice Job. Y Jeremías, en dos palabras, expresa lo abismal de mi tristeza: «¡Casi he olvidado lo que es la felicidad!»

Es con esta disposición de ánimo cómo, doblado sobre mi trabajo durante un bochornoso mediodía, escucho los acordes de un piano debajo de mi ventana, tras el follaje del valle. Aguzo el oído, como el correo al toque de la corneta; me recobro y reconforto mi espíritu: respiro. Es el Despertar de Schumann, Aufschwung. ¡Y además, es Él quien toca! Es mi amigo, el ruso, mi discípulo, el que me llamaba «padre» porque todo cuanto sabía lo había aprendido de mí, mi famulus que me daba el título de maestro al mismo tiempo que me besaba las manos, porque su vida comenzaba donde terminaba la mía. Es él, que ha venido de Berlín a París para acabar conmigo, como lo hizo en Berlín, ¿y por qué razón?… Pues simplemente porque el destino había querido que su actual mujer hubiera sido mi amante antes de que él la conociese. ¿Era culpa mía que la cosa hubiera sucedido así? Sin duda no y, no obstante, me juró un odio mortal, me calumnió, me impidió estrenar mis obras en los teatros, urdió intrigas que me privaron de los ingresos necesarios para mi subsistencia. Fue entonces cuando en un ataque de rabia, le golpeé en pleno pecho brutal y cobardemente, tan cobardemente que sufrí por ello como si hubiera cometido un asesinato.

Ahora que ha venido a matarme siento alivio, pues sólo la muerte puede liberarme del remordimiento.

No fue, pues, otro que él quien me inquietó por medio de cartas con falsas direcciones, allí, en la recepción del hotel. ¡Que golpee, pues! No me defenderé, porque no le faltan motivos para ello y la vida no tiene ya ningún sentido para mí.

Sigue tocando el Despertar que sabe ejecutar como nadie; invisible detrás de la muralla de verdor, manda las mágicas armonías por encima de las copas en flor, de modo que creo verlas como si fueran mariposas revoloteando en torno al sol.

¿Por qué toca? ¡Para hacerme saber su llegada, para espantarme y hostigarme en mi huida!

Tal vez conozca la crémerie, donde los otros rusos han anunciado desde hace tiempo la llegada de su compatriota. Así que allí me voy por la noche, a cenar, y ya desde la misma puerta me dirigen miradas hostiles. Al corriente de mis diferencias con el ruso, todos los comensales se han aliado contra mí. A fin de desarmarlos, yo mismo abro el fuego:

—¿Popoffsky está en París? —digo en tono interrogativo.

—¡No, todavía no! —me responde uno.

—Sí —contesta otro—, le han visto en el Mercure de France.

Se desmienten unos a otros, por lo que termino sin saber a qué atenerme, mientras pongo cara de creer todo cuanto me cuentan. La hostilidad demasiado evidente me hace jurar que evitaré en lo sucesivo la crémerie, aunque muy a mi pesar, pues la frecuentaban personas que me resultaban realmente simpáticas. De nuevo aislado, expulsado por mi maldito enemigo, le tomo ojeriza, y el odio me corroe y me vuelve malvado. ¡Renuncio a la muerte! No quiero caer en manos de un hombre que no me llega a la suela del zapato: es una humillación demasiado grande para mí, y un honor demasiado alto para él. Quiero luchar, defenderme, y para saber a qué atenerme, me dirijo a la rue de la Santé, detrás del Val-de-Grâce, para ver a un pintor danés,[16] amigo íntimo de Popoffsky. Este hombre, en otro tiempo amigo mío, había llegado a París hacía seis semanas y, al encontrármelo por la calle, me había saludado como a un extraño, casi como a un enemigo. En cambio, al día siguiente me hizo una visita, y me invitó a ir a su estudio, cubriéndome de lisonjas para no suscitar en mí la impresión de ser un falso amigo. Cuando le pedí noticias de Popoffsky, él se mostró evasivo, pero confirmó la noticia de su próxima llegada a París.

—¡Con el propósito de asesinarme! —apostillé yo.

—¡Sin duda! ¡Andaos con cuidado!

Por la mañana, al ir a devolverle la visita a mi amigo danés, abro la puerta de su casa y me encuentro un perro danés —¡qué casualidad!—, de tamaño gigantesco y aspecto monstruoso, echado sobre el pavimento del patio, cerrándome el paso. De un impulso instintivo, pero decidido, salí inmediatamente a la calle y volví sobre mis pasos, dando gracias a las potencias por haberme advertido, convencido como estaba de haber escapado a un peligro desconocido. Algunos días más tarde, cuando quise repetir mi visita, encontré la puerta abierta, y en el umbral un niño sentado, con un naipe en la mano. Supersticioso pero lúcido, eché una mirada a la carta. ¡Era el diez de picas!

—¡En esta casa se juega sucio!

Y me marché sin entrar.

Pero esa noche, tras la escena de la crémerie, estaba completamente decidido a desafiar al cancerbero y a la carta de picas, pero el destino no quiso que así fuera, de suerte que encontré a mi hombre en la Brasserie des Lilas. Él se mostró encantado de verme y nos sentamos en una mesa de la terraza.

Reviviendo nuestros comunes recuerdos de Berlín, él volvía a su viejo papel de buen compañero, se exaltaba con sus propios relatos, olvidaba las pequeñas discordias y confesaba hechos que había negado públicamente. De pronto, pareció recordar algún compromiso o algunas promesas hechas, por lo que enmudeció, frío, hostil, como irritado por haberse dejado tirar de la lengua.

A mi pregunta directa de si Popoffsky estaba en París, él me respondió en tono tan seco que la mentira me pareció evidente. Y así nos dejamos.

Hay que decir aquí que este danés había sido amante de la señora Popoffsky antes que yo, y que le guardaba rencor a su amante por haberle abandonado por mí. Ahora hacía el papel de amigo del matrimonio debido a la poca cautela de Popoffsky, que, sin embargo, no ignoraba las relaciones de su mujer con el apuesto Henri.

El Despertar de Schumann resuena más allá de las tupidas copas de los árboles, pero el músico permanece invisible, y me es imposible saber dónde se encuentra. Durante todo un mes continúa la música, por la tarde, de cuatro a cinco.

Una mañana que bajaba yo por la rue de Fleurus para reconfortarme con una visita a mi arco iris del escaparate de la tintorería, entré en el Jardin du Luxembourg que estaba totalmente en flor y de una hermosura como de cuento de hadas, y me encuentro en el suelo dos ramitas secas, rotas por el viento. Representaban dos letras griegas, la «P» y la «y». Las recogí, y la asociación «P-y», abreviatura de Popoffsky, no tardó en acudir a mi mente. Por tanto, no era otro sino él quien me perseguía, y las potencias querían ponerme en guardia del peligro. Se apodera de mí la inquietud, a pesar de esa señal de buen augurio por parte de lo invisible. Invoco la protección de la Providencia, leo los salmos de David contra sus enemigos, odio a mi enemigo con el odio religioso del Antiguo Testamento, y al mismo tiempo no me siento con valor de utilizar los medios de magia negra que acabo de estudiar. «Ten a bien liberarme, ¡oh Iahvé!; corre, ¡oh, Iahvé!, en mi ayuda. Sean confundidos y avergonzados a una los que buscan mi vida para perderla. Vuelvan las espaldas, llenas de vergüenza, los que en mi mal se gozan. Estremézcanse de ignominia los que me gritan: ¡Ea, ea!»

Esta súplica me pareció entonces sincera, y la misericordia del Nuevo Testamento se me antojaba una pura cobardía.

¿Hacia qué desconocido mundo emprendió el vuelo mi invocación impía? No sabría decirlo: pero la continuación de esta aventura demostrará al menos que mi deseo se vio satisfecho.

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