Inferno

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INFERNO I - INFERNO » X. Extracto de mi diario

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X

EXTRACTO DE MI DIARIO

1896

13 de mayo.— Carta de mi mujer. Enterada por la prensa de que un tal señor S. va a partir en globo hacia el Polo Norte, lanza un grito de angustia, me confiesa su amor inalterado y me suplica que renuncie a un proyecto que equivale a un verdadero suicidio.

Yo aclaro su error y le hago saber que se trata del hijo de un primo hermano mío, que pone en riesgo su vida en aras de un gran descubrimiento científico.

14 de mayo.— La noche pasada tuve un sueño. Una cabeza cortada había sido adaptada al tronco de un hombre que tenía todo el aspecto de un actor alcoholizado. La cabeza se ponía a hablar: yo sentía miedo y derribaba mi biombo, y ponía a un ruso delante de mí, para protegerme del ataque del hombre enfurecido. Esta misma noche, me pica un mosquito y lo mato. Por la mañana, la palma de mi mano derecha está salpicada aún de sangre.

Paseándome por el boulevard Port-Royal, veo un charco de sangre en la acera. Unos gorriones han hecho su nido en el cañón de la chimenea. Gorjean agradablemente como si vivieran en mi habitación.

17 de mayo y días siguientes.— El ajenjo de las seis en la terraza de la Brasserie des Lilas, detrás del mariscal Ney, se ha convertido en mi único vicio, en mi última alegría. Así, después de la jornada de trabajo, con el cuerpo y el alma agotados, me refugio en la verde bebida, con un cigarrillo, Le Temps y Débats.

¡Qué grata resulta la vida cuando la bruma de una dulce ebriedad deja caer su velo sobre las miserias de la existencia! Es probable que las potencias me envíen esta hora de beatitud imaginaria, entre las seis y las siete, porque a partir de esta tarde la felicidad se ha visto turbada por una serie de molestias que no podría atribuir ya al azar.

Así pues, el 17 de mayo, la mesa en que acostumbro a sentarme desde hace cerca de dos años se halla ocupada; y en todas las restantes hay gente. Tengo que irme a otro café, cosa que me apena lo indecible.

18 de mayo.— En las Lilas, mi querido rinconcito está libre; estoy contento, feliz incluso, bajo mi castaño, detrás del mariscal Ney. Allí está el ajenjo, puntualmente servido, el cigarrillo encendido, Le Temps abierto…

Y justo en ese momento acierta a pasar un borracho, de repulsivo y horrible aspecto, que me incomoda, escrutándome con su mirada socarrona, burlona. Su rostro es del color de las heces de vino; su nariz, azul de Prusia; sus ojos reflejan una mirada malvada. Yo saboreó mi ajenjo, feliz de no parecerme a este borracho… pero, sin saber cómo, mi vaso aparece volcado y vacío. Sin un chavo para pedir otro, pago la consumición, me levanto y abandono el café, convencido de que el Maligno me ha echado mal de ojo.

19 de mayo.— No me atrevo a pasarme por el café.

20 de mayo.— Merodeando en torno a las Lilas, veo que mi rincón está libre. Es preciso luchar contra el Maligno y yo entablo combate con él. Me han servido el ajenjo, el cigarrillo tira bien. Le Temps trae grandes noticias. ¡Mira por donde —ruego creas, lector, en mi palabra—, justo en ese momento se declara fuego en la chimenea del edificio del café, que está por encima de mi cabeza! Pánico general. Permanezco sentado, pero una voluntad más fuerte que la mía hace caer sobre mí una nube de hollín tan bien dirigida que dos pavesas van a parar dentro de mi copa. Me largo desconcertado, pero sin dejar de sentirme en todo momento incrédulo y escéptico.

1 de junio.— Tras una prolongada abstinencia, he recuperado las ganas de buscar consuelo bajo el castaño. Mi mesa está ocupada, y me siento en otra, aislada y tranquila. Hay que luchar contra el Maligno… ¡Y justo en ese instante una familia de pequeños burgueses viene a sentarse a mi lado! Son legión, y llegan refuerzos a cada momento, sin cesar, mujeres que tropiezan con mi silla, niños que hacen aguas menores al aire libre, delante mismo de mí, jóvenes que cogen mis cerillas sin pedirme permiso. Rodeado por esta ruidosa e insolente turbamulta, me niego a ceder mi sitio. Entonces se arma un escándalo, organizado sin duda por unas manos hábiles e invisibles, porque está demasiado logrado para que pueda atribuirlo a ninguna intriga de esta gente que no me conoce de nada.

Un joven, en un gesto incomprensible para mí, deposita una moneda sobre mi mesa. Extranjero y solo entre tanta gente, yo no me atrevo a cabrearme. Pero, cegado por la cólera, trato de desentrañar lo sucedido.

Me da una moneda como a un mendigo.

¡Mendigo! He aquí el puñal que hundo en mi pecho. ¡Mendigo! Sí, pues no ganas nada y además…

El camarero viene a ofrecerme un lugar más cómodo, y yo dejo la moneda sobre la mesa. El camarero me la trae, ¡qué afrenta! Y educadamente me entero de que aquel joven la había recogido de debajo de la mesa, creyendo que era mía.

¡Me avergüenzo! Y a fin de apaciguar mi cólera, pido un segundo ajenjo.

Me sirven el ajenjo, y todo va a pedir de boca, hasta que noto que me ahogo debido a un olor nauseabundo a sulfuro de amonio.

¿Y qué ocurre ahora? Algo de lo más natural del mundo, nada de milagros ni tampoco la menor sombra de maldad… simplemente que la boca de la alcantarilla estaba entreabierta al borde de la acera en que estaba situada mi silla. ¡Sólo entonces comienzo a comprender que los genios buenos querían liberarme de un vicio que conduce al manicomio! ¡Loada sea la Providencia por haberme salvado!

25 de mayo.— Pese a las normas del hotel, que no admiten a mujeres, una familia se ha instalado en la habitación de al lado de la mía. Un bebé que grita día y noche me produce un verdadero placer, y me recuerda los buenos tiempos, mi vida floreciente entre los treinta y los cuarenta.

26 de mayo.— ¡La familia se pelea! El niño berrea. ¡Cómo se parece todo! ¡Y qué dulce resulta —ahora— para mí!

Esta noche he vuelto a ver a la dama inglesa. Encantadora, me sonreía con su bonita sonrisa maternal. Ha pintado una bailarina contoneante que se parece a una nuez o a un cerebro. El cuadro cuelga, poco menos que escondido, detrás del aparador de la señora Charlotte, en la crémerie.

29 de mayo.— Una carta de los hijos de mi primer matrimonio me avisa de que han recibido un telegrama invitándoles a Estocolmo para asistir a la fiesta de despedida antes de mi partida en globo hacia el Polo Norte. No comprenden absolutamente nada, ni yo tampoco. ¡Qué enojoso error!

Los periódicos traen la noticia del desastre de San Luis (¡San Luis!) en América, donde un ciclón ha causado mil muertos.

2 de junio.— En la avenue de l’Observatoire, he encontrado dos guijarros con la forma exacta de un corazón. Por la noche, en el jardín de un pintor ruso, doy con un tercero, de igual tamaño que los otros y semejante en todo a ellos. El Despertar de Schumann ha cesado, y estoy nuevamente tranquilo.

7 de junio.— Hago una visita al pintor danés, en la rue de la Santé. El perrazo ha desaparecido, la entrada está despejada, nos vamos a cenar a una terraza, en el boulevard Port-Royal. Mi amigo tiene frío y dice sentirse indispuesto; y como ha olvidado su gabán, le echo el mío sobre los hombros. De entrada esto le calma; él me soporta y yo le amanso. No se atreve ya a rebelarse: estamos de acuerdo en todo; me confiesa que Popoffsky es un ser malvado, y que no es sino a él a quien debo todos mis desastres. De pronto, se pone nervioso, tiembla como un médium bajo la influencia del hipnotizador; se rebulle sacudiendo el gabán; deja de comer, tira el tenedor, se levanta y, tras devolverme mi gabán, me dice adiós muy buenas.

¿Qué ha sido? ¿La túnica de Neso?[17] ¿Mi fluido nervioso condensado en el abrigo, cuya polaridad extraña le subyuga? Debe de tratarse de aquello a lo que se refiere Ezequiel, capítulo 13, versículo 18:

Así habla el Señor, Iahvé: ¡Ay de aquellas que se hacen cintajos para todas las articulaciones de las manos y lazos para las cabezas de toda talla para cazar las almas! (…) Yo los arrancaré de vuestras manos y dejaré volar libres a las almas que con ellos cazáis.

¿Me habré vuelto brujo sin saberlo?

9 de junio.— He visitado a mi amigo danés, para ver sus cuadros. A mi llegada, él estaba despejado y gozando de buena salud, pero al cabo de media hora, sufrió un ataque de nervios que le obligó a desnudarse y meterse en la cama.

¿Qué tenía? ¿Mala conciencia?

14 de junio. Domingo.— Encuentro un cuarto guijarro en forma de corazón, esta vez en el Jardin du Luxembourg, pero del mismo tipo que los anteriores. Adherida a la piedra, hay una pepita de oro. No comprendo el enigma, pero intuyo un presagio. Me pongo a comparar estos cuatro guijarros ante la ventana abierta cuando las campanas de Saint-Sulpice empiezan a sonar, luego la campana mayor de Notre-Dame, mientras en medio de este repique habitual retumba un fragor pesado, solemne y como salido de las mismas entrañas de la tierra.

Le pregunto al mozo que me trae el correo qué sucede.

—Es la gran Saboyana del Sacré-Coeur de Montmartre.

—¿Así que es la fiesta del Sacré-Coeur? —y yo miro mis cuatro corazones de piedra dura, un tanto impresionado por esta flagrante coincidencia.

Oigo un cuclillo por la parte de la iglesia de Notre-Dame-des-Champs, y sin embargo ello es imposible; a menos que mis oídos se hayan vuelto lo bastante hipersensibles como para percibir sonidos procedentes del bosque de Meudon.

15 de junio.— Bajo al centro de París para cambiar un cheque en billetes y oro. El quai Voltaire vacila bajo mis pies, lo cual no deja de asombrarme. Sin embargo, sé perfectamente que el Pont du Carrousell oscila bajo el peso de los coches, pero esta mañana el movimiento llega hasta el mismísimo patio de les Tuileries y la avenue de l’Opéra. Es verdad que una ciudad vibra siempre, mas para notarlo es preciso tener los nervios de punta.

La margen opuesta del río, para los de Montparnasse, es un país extranjero. Ha pasado casi un año desde mi última visita allí, que no fue más allá del Crédit Lyonnais o del Café de la Régence. En el boulevard des Italiens me entra la nostalgia y aprieto el paso hacia la otra orilla, donde la calle de los Saints-Pères me reconforta con su aspecto.

Cerca de la iglesia de Saint-Germain-des-Prés, me topo con un coche fúnebre, luego con dos Vírgenes colosales transportadas sobre un carro. Una de ellas, de hinojos, juntas las manos, la mirada dirigida al cielo, me causa una gran impresión.

16 de junio.— En el boulevard Saint-Michel, compro un pisapapeles de mármol, adornado con una bola de cristal que contiene la Virgen de Lourdes, en su célebre gruta; delante de ella, postrada, hay una dama tocada con un velo. Expongo la imagen al sol, que proyecta unas sombras maravillosas en la pared. En la parte posterior de la gruta, por un azar no previsto por el escultor, el yeso ha formado una cabeza de Cristo.

18 de junio.— Mi amigo danés entra en mi habitación, como un loco, temblando de pies a cabeza. Popoffsky ha sido detenido en Berlín, acusado de haber asesinado a una mujer y a dos niños, es decir, a su amante y a los dos hijos que había tenido antes de su matrimonio. Tras el primer momento de sorpresa y de sincera compasión por un amigo que, después de todo, me había demostrado una gran solicitud, una calma profunda embarga mi ánimo que habían agitado, desde hacía varios meses, las amenazas inminentes.

Incapaz de disimular mi legítimo egoísmo, doy rienda suelta a mis sentimientos:

—¡Es algo horrible, y sin embargo siento alivio sólo de pensar en el peligro del que acabo de escapar!

¿El móvil del crimen? Puede que la esposa legítima, celosa de la ilegítima, y de los gastos ocasionados por ésta… O tal vez…

—¿El qué?

—Tal vez, sus instintos sanguinarios, abortados no hace mucho en París, han buscado desahogo en otra parte, sin importar dónde.

Me pregunto a mí mismo: ¿es posible que mis fervientes súplicas hayan desviado el puñal, y golpeado luego por mi reacción al asesino en pleno corazón?

No ahondo en ello y, como un vencedor magnánimo, propongo:

—Salvemos por lo menos literariamente a nuestro amigo. Yo escribiré un artículo sobre sus cualidades como escritor y usted dibujará un retrato suyo que sea simpático, y se los propondremos a la Revue Blanche.

En el estudio del danés —¡el perro ya no hace de guardián!— contemplamos un retrato de Popoffsky pintado dos años antes. No es más que su cabeza cortada por una nube, y por debajo de ella se ven unas osamentas igual que en los monumentos funerarios. La cabeza cortada nos produce un estremecimiento, y mi sueño del 13 de mayo me obsesiona como un fantasma.

—¿De dónde ha sacado usted esta idea de la decapitación?

—No sabría decirlo, pero la fatalidad se cernía sobre este espíritu refinado, que poseía rasgos de falso genio y aspiraba a la gloria suprema sin querer pagar el menor precio por ello. La vida no deja otra elección que los laureles o el placer.

—Ah, ¿lo ha descubierto, por fin?

23 de junio.— He recogido un alfiler de falso oro con una perla también falsa. He repescado un corazón de oro dentro del baño de la síntesis de oro.

Al atardecer, mientras me paseo por la rue du Luxembourg, veo al fondo de la primera alameda de la derecha, y por encima de los árboles, recortarse una cierva en el cielo. La observo admirado, de tan hermosa como es de forma y de color, y me señala, con la cabeza, en dirección sureste (¡el Danubio!).

En estos últimos días, tras la catástrofe del ruso, una nueva inquietud me domina. Me parece que alguien se ocupa de mí en alguna parte, y le confieso al pintor danés que el odio del ruso encarcelado me hace sufrir como la corriente emitida por una máquina eléctrica.

Existen momentos en que presiento que mi estancia en París no tardará en llegar a su fin, y que me aguardan nuevas peripecias.

El gallo del campanario de Notre-Dame-des-Champs me parece aletear como si quisiera emprender el vuelo en dirección al Norte.

Presintiendo inminente mi partida, me apresuro a concluir mis estudios en el Jardin des Plantes.

Una cubeta de cinc, en la que realizo síntesis de oro por la vía húmeda, presenta en su cara interior un paisaje formado por las sales de hierro evaporadas. Interpreto esto como un presagio, pero en vano me esfuerzo por adivinar dónde estará situado ese paisaje extraordinario. Unas colinas boscosas de coníferas, sobre todo de abetos, entre montículos, llanuras con árboles frutales y campos de trigo, me indican la proximidad de un río. Una de las colinas, con acantilados de formación estratificada, está coronada por las ruinas de una fortaleza.

Todavía no me sitúo, pero no tardaré en hacerlo.

25 de junio.— Soy invitado por el jefe del ocultismo científico, director de L’lnitiation. Tan pronto como llegamos, el doctor y yo, a Morelles-en-Brie, nos reciben tres malas noticias. Una comadreja ha matado a los patos, una criada ha caído enferma y la tercera no la recuerdo en este momento.

Por la noche, de vuelta a París, leo en un periódico la historia ya célebre de la casa encantada, en Valence-en-Brie.

¿Brie? Muy receloso, tengo miedo de que los huéspedes de mi hotel sientan celos de mi excursión a-Brie, y que me acusen de haber preparado este camelo, o mejor dicho, hechicería, echando mano de mis conocimientos de alquimia.

He comprado un rosario. ¿Por qué? Es bonito y el Maligno teme a la cruz. Por otra parte, no llego ya a explicarme los móviles de mis actos. Obro de forma improvisada: ¡la vida es más divertida así!

Se ha producido un giro en el asunto Popoffsky. Su amigo, el danés, comienza a negar la verosimilitud del crimen, con el pretexto de que la instrucción del caso ha puesto en entredicho la acusación. Por ello, nuestro artículo ha quedado aplazado, y vuelve a reinar la antigua frialdad. Al propio tiempo, el perro monstruo reaparece: debo estar en guardia.

Al comienzo de la tarde, en el momento en que escribo en mi mesa, delante de la ventana, estalla una tormenta. Las primeras gotas de lluvia caen sobre mi manuscrito y lo emborronan de tal modo que las letras que componen la palabra «Alp»[18] forman una mancha y dibujan un borrón semejante al rostro de un gigante. Guardo este dibujo que se asemeja al dios de la tormenta de los japoneses, tal como lo vemos representado en la Atmosphère de Camille Flammarion.

28 de junio.— He visto a mi mujer en sueños. Le faltaban los dientes delanteros y me entregaba una guitarra que se asemejaba a los botes del Danubio.

El mismo sueño me amenazaba con la cárcel.

Por la mañana, he recogido en la rue d’Assas un pedazo de papel de los colores del arco iris.

Por la tarde, he estado pulverizando mercurio, estaño, azufre y clorato de amoníaco sobre un cartón: al retirar todo esto, el cartón ha conservado la huella de un rostro de un parecido perfecto con el de mi mujer en el sueño de la noche pasada.

1 de julio.— Espero una erupción, un terremoto, un rayo, sin saber en qué lugar. Nervioso como un caballo ante la proximidad de los lobos, me huelo el peligro, lío mis bártulos para emprender la huida, pero sin poder moverme.

El ruso ha salido de la cárcel por falta de pruebas; su amigo el danés se ha convertido en mi enemigo. La tertulia de la crémerie me tiene preocupado. La última cena ha sido servida en el patio debido al calor, la mesa estaba colocada entre el cubo de la basura y los retretes. Encima del cubo de la basura cuelga, a modo de venganza, el cuadro de mi antiguo amigo el americano, porque el artista se ha marchado sin pagar la cuenta. Cerca de la mesa, los rusos han colocado una estatuilla que representa a un guerrero armado con la tradicional hoz. ¡Para meterme miedo! Un chiquillo de la casa va al retrete detrás de mí con el evidente propósito de incordiarme. El patio, angosto como un pozo, no permite al sol franquear sus altos muros. Las mozas de fortuna, que están alojadas un poco por todos los pisos, han abierto sus ventanas y dejan caer sobre nuestras cabezas una lluvia de porquerías; las criadas vienen con sus cubos para vaciarlos en los bidones de la basura. ¡Es el infierno! Y mis dos vecinos, pederastas declarados, mantienen una desagradable conversación para buscar pendencia conmigo.

¿Qué hago yo aquí? La soledad me obliga a buscar a los seres humanos, a escuchar voces humanas.

Entonces, en el colmo de mis tormentos morales, descubro algunos pensamientos que florecen en un estrecho arriate. Éstos sacuden la cabeza como si quisieran señalarme un peligro, y uno de ellos, con el rostro de un niño y unos profundos ojazos relucientes, me hace una señal:

—Vete.

Me levanto y pago, y al salir, el mocoso me suelta una sarta de insultos apenas disimulados que me producen náuseas, pero que no provocan mi cólera.

Siento lástima de mí mismo y vergüenza ajena.

Absuelvo a los culpables, considerándoles como demonios que no hacen más que cumplir con su deber.

Sin embargo, es demasiado evidente que tengo a la Providencia en contra y, al volver al hotel, me pongo a hacer balance de mi Debe y de mi Haber. Hasta este momento mi fuerza ha consistido en no transigir dando la razón a los demás, pero ahora, aplastado por la mano de lo invisible, trato de echarme la culpa y, al analizar mi conducta de las últimas semanas, me atenaza el miedo. Mi conciencia desnuda mi alma sin reservas y de forma despiadada.

Había pecado de orgullo, hybris, único vicio que los dioses no perdonan. Animado por la amistad del doctor Papus, que había aprobado mis investigaciones, me imaginé que había dado con la clave del enigma de la Esfinge. Émulo de Orfeo, mi papel no era otro que dar nueva vida a la naturaleza, muerta en manos de los sabios.

Consciente de la protección de las potencias, me jactaba de no poder ser vencido por mis enemigos, hasta el punto de que desafiaba las reglas más elementales de la modestia.

Éste es el momento oportuno para intercalar la historia del misterioso amigo, que desempeñó en mi vida un papel determinante, como mentor, consejero, consolador, vengador, así como sostén y suministrador de mis medios de subsistencia, durante mis intermitentes períodos de miseria. Ya en 1890 me dirigió una carta, a propósito de un libro que publiqué. Había encontrado puntos de coincidencia entre mis ideas y las de los teósofos, y me pedía mi opinión acerca de la doctrina ocultista y de la sacerdotisa de Isis, Madame Blavatsky. Me desagradó el tono presuntuoso de su epístola, cosa que no disimulé en absoluto en mi respuesta. Cuatro años más tarde publiqué Antibarbarus y, en el momento más crítico de mi vida, recibí de este desconocido una segunda misiva, de elevado estilo, casi diría que profético, en la que me predijo un porvenir doloroso y glorioso. Igualmente me expuso los motivos de esta reanudación de la correspondencia, determinada por el presentimiento de que pasaba en esa época por una crisis anímica y que tal vez necesitaba unas palabras de consuelo. Por último, me ofreció su apoyo, que yo decliné, celoso de mi miserable independencia.

En el otoño de 1895, soy yo quien reanudo la correspondencia, y solicito su ayuda a fin de editar mis escritos sobre historia natural. A partir de aquel día, mantuvimos una relación epistolar muy amigable, incluso íntima, excepción hecha de una breve ruptura provocada por su lenguaje hiriente, cuando se le ocurrió instruirme acerca de trivialidades o me sermoneó en términos altaneros sobre mi falta de modestia.

Sin embargo, tras la reconciliación, le comuniqué todas mis observaciones, confiándole mis secretos sin la menor prudencia. Yo me confesaba a ese hombre al que jamás había visto, y tenía que soportar por su parte las más severas reconvenciones, porque le veía más como una idea que como una persona: para mí era un mensajero de la Providencia, un Paráclito.

Ahora bien, había en nuestras opiniones dos diferencias capitales que nos llevaban a discusiones muy vivas, aunque sin degenerar en amargas peleas. Como teósofo, él predicaba el Karma, es decir, la suma abstracta de los destinos humanos, que se compensarían unos a otros para desembocar en una especie de Némesis. Era, por consiguiente, un mecanicista y un epígono de la escuela llamada materialista. Por lo que se refiere a mí, yo veía a las potencias como una o varias personas concretas, vivas, individualizadas, que dirigían el curso del mundo y de la vida de los hombres de modo consciente e hipostático, como dicen los teólogos.

La segunda divergencia estaba relacionada con la abnegación y la mortificación del Yo, lo cual me pareció y me sigue pareciendo una locura.

Todo cuanto sé —¡y es tan poco!— deriva del Yo, como punto central. El cultivo de ese Yo, pero no su culto, se impone, pues, como el fin supremo y último de la existencia. Mi respuesta, definitiva y perpetua, a sus objeciones, fue formulada así: la mortificación del Yo es un suicidio.

Y por otra parte, ¿ante quién prosternarme? ¿Ante los teósofos? ¡Eso nunca! Ante el Padre Eterno, las potencias, la Providencia, cedo yo a mis peores instintos, siempre y cada día, en la medida de lo posible.

Luchar por la conservación de mi Yo contra todas las influencias impuestas por la ambición de una secta o de un partido, he aquí mi deber, lo que me dicta la conciencia que han tenido a bien darme mis divinos protectores.

Y, sin embargo, en consideración a las cualidades de este hombre invisible al que amo y admiro, tolero su arrogancia cuando me trata como a un inferior. Le respondo siempre, y no oculto en absoluto mi repugnancia por la teosofía.

Luego, a mitad de la aventura con Popoffsky, llegó a un lenguaje tan insolente y su tiranía se hizo tan insoportable, que mucho me temí que me tomara por loco. Me llama Simón Mago, maestro de magia negra y me recomienda a Madame Blavatsky; yo le respondo haciéndole saber que no tengo necesidad de ninguna Madame B. y que nadie tiene nada que enseñarme. ¿Y con qué me amenaza? Pues diciéndome que se encargará de devolverme al buen camino, con la ayuda de potencias más fuertes que las mías. Entonces, yo le ruego que deje en paz mi destino que está bajo la mano protectora de esa Providencia que siempre me ha guiado. Y, para ilustrar lo que pienso con un ejemplo, le cuento la historia siguiente, detalle de mi vida tan rica en incidentes providenciales, con la advertencia de que, confiándole mi secreto, temo atraer sobre mí la venganza de la misma Némesis.

Todo esto sucedía diez años antes, en medio del éxito más clamoroso de mi carrera literaria, en un momento en que combatía al movimiento feminista, al que todos en Escandinavia daban su apoyo, excepto yo. Me dejé arrastrar por el ardor del combate, rebasando los límites de las conveniencias, hasta el punto que mis compatriotas me creyeron loco.

Vivía yo en Baviera, con mi primera mujer y mis hijos, cuando llegó una carta de un amigo de juventud invitándome a ir a pasar un año en su casa, con mis hijos. De mi mujer no se hacía ni mención.

El carácter de esta carta me inspiró sospechas, debido a su estilo enfático, y a las tachaduras y correcciones que delataban dudas en su autor a la hora de la elección de las razones que debía aducir. Oliéndome una trampa, decliné el ofrecimiento en términos vagos y corteses.

Al cabo de dos años, una vez conseguido mi primer divorcio, me invito yo mismo a casa del mismo amigo que vive en una isla limítrofe con el mar Báltico, como inspector aduanero.

Por más que la acogida es cordial, reina allí un clima de mentiras y equívocos, una conversación propia de un comisario de policía. Tras una noche de reflexión, saco algo en claro. Este hombre, a quien había herido en su amor propio en una de mis novelas, me guarda rencor a pesar de la simpatía que siente por mí. Déspota sin igual, quiere poner a prueba mi destino, domeñar mi espíritu, subyugarme y, de este modo, demostrarme su superioridad.

Poco escrupuloso en cuanto a la elección de los medios, me tortura por espacio de una semana, envenenándome a base de calumnias, de patrañas expresamente inventadas, pero es tan torpe al hacerlo que sigo convencido de que la trampa urdida en otro tiempo no tenía más finalidad que lograr que me encerraran por loco.

Le dejo hacer sin resistirme, confiando en mi buena estrella para que en el momento oportuno me libere.

Mi aparente sumisión hace que el verdugo me tome afecto y, como vive aislado en medio del mar, detestado por vecinos y subordinados, acaba por ceder a una necesidad de confidencia. Con una ingenuidad inconcebible en un hombre de cincuenta años, me cuenta que su hermana se volvió loca el pasado invierno y que, en un ataque de enajenación mental, prendió fuego a sus ahorros.

Al día siguiente, más confidencias: me entero entonces de que su hermano está en el campo, internado por loco.

Y yo me pregunto: «¿Es por esta razón, y a fin de vengarse del destino, por lo que quiere que me encierren?»

Sin embargo, yo deploré sus desdichas y me gané completamente su afecto, de manera que pude abandonar la isla para ir a alquilar una casa en una isla vecina, donde me reencontré con mi familia. Un mes más tarde, una carta me reclama a casa de mi «amigo» abrumado por el dolor, porque su hermano se ha roto la crisma en un ataque de locura furiosa. Yo le consuelo, a él, mi verdugo, y, para colmo, su mujer, hecha un mar de lágrimas, me confiesa que espera desde hace tiempo ver sufrir a su marido la misma suerte que a los demás.

Pasa un año y los periódicos cuentan que el hermano mayor de mi amigo se había suicidado en unas circunstancias que probaban su enajenación mental.

Así pues, ¡tres reveses de la fortuna caídos sobre este hombre, que quiso jugar con fuego!

«¡Qué coincidencia!», se dirá. Pero mejor sería decir qué funesta coincidencia: cada vez que he contado esta historia me he visto castigado por ello.

Han llegado los grandes calores de julio: la vida es insoportable, todo huele mal, y los cien retretes más que todo lo demás. Espero una catástrofe sin poder decir cuál.

En una calle, recojo un pedazo de papel con la palabra «garduña». En otra calle, otro papel semejante lleva escrito, del mismo puño y letra, la palabra «buitre». Popoffsky tiene un perfecto parecido con una garduña, y su mujer, con un buitre. ¿Habrán llegado a París para acabar conmigo? Él, el asesino sin escrúpulos, es capaz de todo, pues ha asesinado ya a su mujer y a sus hijos.

Leo un delicioso opúsculo, La alegría de morir, que me hace sentir ganas de abandonar este mundo. A fin de deslindar la frontera entre la vida y la muerte, me tumbo en la cama y destapo el frasco de cianuro de potasio que expande su perfume letal. He aquí que se acerca el hombre de la guadaña: es agradable y de aspecto atractivo; pero en el último instante, siempre se presenta alguien o sucede algún imprevisto: el mozo del hotel con un pretexto cualquiera, una avispa que entra por la ventana.

Las potencias me niegan la única alegría, y yo me someto a su voluntad.

A comienzos de julio, los estudiantes que se fueron de vacaciones dejaron el hotel vacío.

Por ello, la llegada de un extranjero a la habitación vecina de mi mesa de trabajo excita mi curiosidad. El desconocido no habla jamás; parece ocupado en escribir, detrás de la pared medianera que nos separa. Es extraño, en cualquier caso, que eche hacia atrás su silla todas las veces que yo empujo hacia atrás la mía; repite mis movimientos, como si quisiera ponerme de los nervios imitándome.

La cosa continúa así durante tres días. Al cuarto, noto que cuando voy a acostarme, el otro también lo hace en la habitación que está al lado de mi mesa; pero una vez en la cama, oigo que va a acostarse en la otra habitación y a ocupar la cama vecina a la mía. Yo me pongo a escucharle, tendido como está paralelamente a mí: hojea un libro, luego apaga la lámpara, respira, se da la vuelta y se duerme.

Un perfecto silencio reina en la habitación de al lado de la mesa. Así pues, ocupa las dos habitaciones. Resulta desagradable verse asediado por dos lados.

Solo, completamente solo, tomo la cena en una bandeja en mi habitación, y como tan poco que ello despierta la lástima del compasivo mozo de hotel. No he oído mi voz desde hace una semana, y, por falta de ejercitarla, empieza a perder el timbre. No me queda ya un céntimo: tengo que privarme incluso del tabaco y de los sellos de correos.

Entonces, en un supremo esfuerzo, concentro mi voluntad. Quiero fabricar oro, por la vía seca y mediante el fuego. Consigo el dinero, los hornillos de atanor, los crisoles, el fuelle, las pinzas.

El calor es excesivo, y, desnudo de cintura para arriba igual que un herrero, sudo delante del fuego encendido. Pero los gorriones han hecho su nido en la chimenea, y el humo del carbón llena la habitación. Me enfurezco tras la primera prueba, por culpa de la jaqueca y lo inútil de mis operaciones, ya que todo me sale al revés. Después de haber vuelto a fundir tres veces la masa a fuego de forja, observo el interior del crisol. El bórax ha formado una calavera, con unos ojos relucientes que penetran en mi alma, divinamente irónicos.

¡Ningún grano aún de metal! Y renuncio a un nuevo experimento.

Sentado en el sillón, leo en la Biblia, abierta al azar: «No reflexionan, no tienen conocimiento ni inteligencia para decir: he quemado la mitad en el fuego, sobre sus brasas he cocido el pan, he asado la carne y me la he comido; lo que con el resto haga será una abominación; me prosternaré ante un tronco de madera. A quien se alimenta de ceniza, su corazón engañado le extravía, y no salvará su alma, diciéndose: ¿acaso lo que tengo en la mano es engañoso? […] Así dice Iahvé, tu redentor, el que desde el seno te formó: Yo soy Iahvé, el que lo ha hecho todo, el que solo despliega los cielos y afianza la tierra, sin ayuda alguna. El que desbarata las señales de los magos y a los adivinos hace delirar; el que obliga a los sabios a retroceder y torna en locura su sabiduría

¡Por primera vez dudo de mis investigaciones científicas! ¡Ay si fuera una locura! ¡He sacrificado la felicidad de mi vida, y la de mi mujer y mis hijos, por una quimera!

¡Ay, insensato de mí! ¡El abismo se abre entre mi familia y este instante fugitivo! ¡Un año y medio, tantos días y tantas noches, tantos padecimientos por nada!

¡No, no puede ser! ¡No es así!

¿Perdido en una selva oscura? ¡No, el Portador de Luz me ha guiado por la buena senda, hacia la isla de los Bienaventurados y es el demonio quien me tienta! ¡O me castiga!

Me quedo postrado en el sillón: un embotamiento inusitado invade mi espíritu; se diría que unos efluvios magnéticos llegan del tabique hasta mí, el sueño aletarga mis miembros. Sacando fuerzas de flaqueza, me pongo en pie para salir. Entonces, al pasar por el pasillo, oigo unas voces que cuchichean en la habitación contigua a mi mesa.

¿Por qué cuchichean? Para ocultarse de mí.

Bajo por la rue d’Assas y entro en el Jardin du Luxembourg, ando arrastrando las piernas, me siento paralizado desde los riñones hasta los pies, y me dejo caer abatido en un banco, detrás de Adán y de su familia.

¡Han intentado envenenarme! Ésta es la primera idea que me viene a la cabeza. Y Popoffsky, que mató a su mujer y a sus hijos con gas deletéreo, ha llegado aquí. Es él quien ha proyectado una corriente de gas a través de la pared, siguiendo la célebre experiencia de Pettenkofer.

¿Qué hacer? ¿Ir a la comisaría de policía? ¡No! Pues sin pruebas, será a mí a quien encierren por loco.

¡Vae soli! ¡Ay del hombre solitario, del pájaro sobre el tejado! Nunca la miseria de mi existencia ha sido mayor, y lloro como un niño abandonado, que se espanta en medio de las tinieblas.

Por la noche, no me atrevo ya a permanecer en mi mesa, por temor a un nuevo atentado. Me meto en la cama sin atreverme a dormir. Es de noche, y la lámpara está encendida. En la pared, enfrente de mi ventana, veo perfilarse la sombra de una forma humana. No sabría decir si es hombre o mujer, pero la impresión que me ha dejado es que se trataba de una mujer.

Cuando me levanto para observar, la cortina es bajada con un seco ruido. Acto seguido, oigo al desconocido entrar en la habitación contigua a mi alcoba, y se hace el silencio.

Por espacio de tres horas permanezco despierto, privado del sueño que, normalmente, no se hace esperar.

Entonces, una sensación alarmante recorre mi cuerpo; soy víctima de una corriente eléctrica que pasa entre las dos habitaciones vecinas. La tensión va en aumento, y, a pesar de la resistencia, abandono la cama, obsesionado por esta idea:

—¡Me están matando! ¡No quiero que me maten!

Salgo a buscar al mozo del hotel a la conserjería que está al final del pasillo. Pero, por desgracia, no se encuentra allí. ¡Así que se ha alejado, apartado, cómplice tácito, vendido!

Bajo la escalera y cruzo el pasillo, para despertar al propietario del hotel.

Con una presencia de ánimo de la que no me creía capaz, pretexto una indisposición causada por las emanaciones de productos químicos, y pido otra habitación para la noche.

Por un azar dispuesto por la cólera de la Providencia, la única habitación disponible está situada justo debajo mismo de la de mi enemigo.

Una vez solo, abro la ventana, y respiro el aire fresco de una noche estrellada. Por encima de los tejados de la rue d’Assas y de la rue Madame, brillan la Osa Mayor y la Estrella Polar.

—¡Hacia el Norte, entonces! ¡Omen accipio!

Y, al echar las cortinas de la alcoba, oigo por encima de mí a mi enemigo que baja de la cama y deja caer un objeto pesado en un baúl, cuya tapa cierra acto seguido con llave.

Ello quiere decir, por consiguiente, que esconde alguna cosa: ¡tal vez una máquina eléctrica!

Al día siguiente, domingo, hago mis maletas, con la excusa de ir a hacer una excursión a orillas del mar.

Llamo a voces a un cochero: Gare Saint-Lazare; pero una vez llegado al Odéon, le digo que me conduzca a la rue de la Clef, cerca del Jardin des Plantes. Me quedaré allí, de incógnito, para terminar mis investigaciones, antes de mi partida para Suecia.

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