Inferno

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INFERNO I - INFERNO » XIII. Swedenborg

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XIII

SWEDENBORG

Mi suegra y mi tía son dos hermanas gemelas de un parecido perfecto, que tienen el mismo carácter, los mismos gustos y las mismas antipatías, hasta el punto de que cada una de ellas tiene el aspecto de ser el doble de la otra. Cuando hablo con una en ausencia de la otra, la ausente no tarda nada en estar al corriente de ello, de manera que puedo continuar las confidencias con cualquiera de las dos, sin el menor preámbulo. Por eso las confundo en este relato que no es una novela con pretensiones de estilo y de buena composición literaria.

Y la primera noche les cuento con sinceridad mis aventuras inexplicables, mis dudas, mis tormentos. Y enseguida, con aire de satisfacción, exclaman las dos al unísono:

—Has llegado a una etapa por la que también pasamos nosotras.

Partiendo de la misma indiferencia en materia de religión, habían estudiado ocultismo: a partir de ese momento comienzan las noches insomnes, los incidentes misteriosos acompañados de mortales angustias y, por último, las crisis nocturnas, los ataques de locura. Las furias invisibles prosiguen la caza hasta el puerto de salvación: la religión. Pero antes de llegar a él, se aparece el ángel de la guarda, que no es otro que Swedenborg. Suponen, erróneamente, que yo conozco a fondo a mi compatriota, y, sorprendidas de mi ignorancia, las buenas mujeres me dan, aunque no sin alguna reticencia, un viejo libro en alemán.

—¡Toma, lee esto, no temas!

—¿Temer, el qué?

A solas en la habitación rosa, abro el libro al azar y leo. Dejo al lector adivinar cuáles son mis sensaciones al caer mis ojos sobre una descripción del infierno, que no es otro que el paisaje de Klam, el paisaje de mi cubeta de cinc dibujado como del natural: el valle encajonado, los montículos con los abetos, los bosques sombríos, la garganta con el arroyo, el pueblo, la iglesia, la casa de mendicidad, el estercolero, las aguas residuales, la pocilga; no faltaba nada.

¿El infierno? Pero yo he sido educado en el más profundo desprecio por el infierno, que me enseñaron a considerar como una fantasía nacida en el caldo de cultivo de los prejuicios. Y, pese a todo, no puedo negar el hecho de que existe un cambio, y en esto radica la novedad en la interpretación de las penas llamadas eternas; estamos ya en el infierno. La tierra es el infierno, la prisión construida con una inteligencia superior, de tal forma que no puedo dar un paso sin perturbar la felicidad ajena, y los demás no pueden seguir siendo felices sin hacerme sufrir a mí.

Así es cómo Swedenborg, tal vez no consciente de ello, pinta la vida terrenal, al querer representar el infierno.

El fuego del infierno no es otro que el afán de medro; las potencias despiertan el deseo, y permiten a los condenados obtener el objeto de sus ansias. Pero una vez alcanzada la meta y satisfechos los deseos, todo aparece como carente de valor, ¡y la victoria de nada vale! Vanidad de vanidades, todo es vanidad. Entonces, tras la primera desilusión, las potencias atizan el fuego del deseo y de la ambición, y no es el apetito insatisfecho el que más atormenta, sino la codicia ahíta la que inspira el hastío de todo. Además, el Demonio sufre la pena infinitamente, porque obtiene al instante todo cuanto desea, de tal manera que no puede disfrutar ya de nada.

Comparando la descripción del infierno de Swedenborg con los tormentos de la mitología germánica, encuentro una correspondencia evidente; pero, para mí personalmente, lo esencial estriba en el solo hecho de que estos dos libros me tengan absorbido al mismo tiempo. Estoy en el infierno y la condenación pesa sobre mí. Al examinar mi pasado, vuelvo a ver mi infancia ya organizada como un lugar de reclusión, como una cámara de tortura, y para explicar los suplicios infligidos a un niño inocente no queda más remedio que recurrir a la suposición de una existencia anterior de donde fuimos arrojados a este mundo, a fin de expiar las consecuencias de culpas olvidadas.

Por uno de esos momentos de docilidad mental harto frecuentes en mí, reprimo en lo más profundo de mi alma las sensaciones provocadas por la lectura de Swedenborg. Pero las potencias no me conceden ya tregua.

Durante un paseo por los alrededores del pueblo, el arroyuelo me conduce a la cañada que se encuentra enclavada entre las dos montañas y que es conocida como la Garganta (Schluchtweg). La entrada, a la que unas rocas desprendidas confieren un aspecto verdaderamente sublime, me atrae de forma especial. La montaña que sirve de base a la fortaleza abandonada está cortada a pico, formando en su parte inferior la entrada del barranco, donde el arroyo se precipita en el salto de agua del molino. Por uno de esos caprichos de la naturaleza la roca está moldeada en forma de cabeza de turco, parecido que ninguno de los lugareños pone en duda.

Debajo, el cobertizo del molinero se apoya contra la pared de la montaña. De la cerradura de la puerta pende un cuerno de chivo que contiene el sebo para las carretas: muy cerca cuelga una escoba.

Por más que todo esto sea lógico y normal, yo me pregunto qué demonio habrá puesto precisamente allí, justo esta mañana en mi camino, esos dos atributos propios de las brujas.

Pero yo avanzo de buen grado por el húmedo y oscuro camino: un edificio de madera me hace detener por su insólito aspecto. Es un edificio alargado y bajo, con seis puertas de horno… ¡Horno!

Santo cielo, ¿dónde estoy, entonces?

Me siento acosado por la imagen del infierno de Dante, con las arcas donde los pecadores son calentados al rojo vivo… y las seis puertas de horno… ¡Horno![21]

¿Una pesadilla? No, la humilde realidad que se desvela por una horrible pestilencia, un torrente de barro, y un coro de gruñidos procedentes de la pocilga.

El camino se estrecha, se angosta en forma de pasillo entre la montaña y la casa del molinero, justo debajo de la Cabeza de Turco. Avanzo, pero al fondo descubro un enorme perro danés, con pelaje de lobo, y muy semejante al monstruo que guardaba el taller de la rue de la Santé, en París.

Retrocedo dos pasos; pero al recordar la divisa de Jacques Coeur: «El mundo es de los audaces», penetro en el abismo. El cancerbero pone cara de no haberme visto, y yo continúo avanzando, ahora entre dos hileras de casas bajas y oscuras. Aparece una gallina negra sin cola y con cresta de gallo; luego, una mujer, hermosa de lejos, y con la frente marcada con una medialuna de un color rojo sangre; pero vista de cerca, es fea y desdentada.

El salto de agua y el molino hacen un ruido semejante al zumbido de oídos que me persigue desde mis primeras inquietudes en París. Los mozos del molino, blancos, como falsos ángeles, manejan los engranajes de la máquina, igual que unos verdugos, y la gran rueda de paletas realiza su trabajo de Sísifo, haciendo chorrear el agua indefinidamente.

Luego está la fragua, con los herreros desnudos y negros, armados de tenazas, garfios, mordazas y martillos, entre el fuego y las chispas, el hierro al rojo vivo y el plomo fundido: un verdadero estrépito que sacude el cerebro sobre su base, y hace saltar el corazón dentro del pecho.

Y a continuación el aserradero, y la gran sierra cuyos dientes rechinan, torturando sobre el caballete los troncos gigantes, mientras que la sangre incolora chorrea sobre el resbaladizo suelo.

La cañada continúa a lo largo del arroyo, devastada por el temporal y el ciclón; la inundación ha ocultado los puntiagudos guijarros, crueles para los pies que resbalan sobre una capa de barro verde grisáceo. Quisiera atravesar el agua, pero han quitado la pasarela, y me detengo bajo un precipicio donde la prominente roca amenaza con caer sobre una Virgen María que, con sus débiles y divinos hombros, sostiene por sí sola la ahuecada montaña.

Vuelvo sobre mis pasos, sumido en reflexiones sobre esta combinación de azares que, tomados en su conjunto, componen un gran Todo, que resulta maravilloso sin ser sobrenatural.

Transcurren ocho días y ocho noches tranquilas en la habitación rosa. Retorna la paz del corazón con la visita diaria de mi hija que me ama, es amada y digna de todo amor, y mi familia me cuida como a un pobre niño mimado.

La lectura de Swedenborg me tiene ocupado durante el día; y me siento abrumado por el realismo de sus descripciones. Todo se encuentra allí, todas mis observaciones, mis sensaciones, mis ideas, de modo que sus visiones me parecen vividas como verdaderos documentos humanos. No se trata de creer a ciegas, basta con leer y comparar con las propias experiencias.

Sólo que el volumen de que dispongo aquí no constituye más que un extracto, y los principales enigmas de la vida espiritual no serán resueltos hasta más tarde, cuando caiga en mis manos la obra completa, Arcana coelestia.

Entretanto, entre los escrúpulos despertados por el convencimiento de que existe un Dios y unas penas, algunas líneas de Swedenborg me consuelan y pronto me siento más dispuesto a disculparme y a enorgullecerme.

Por tanto, por la noche, al confesarme a mi suegra, le digo:

—¿Tú me crees un condenado?

—No, por más que no haya conocido jamás en toda mi vida un destino humano semejante al tuyo. Pero no has encontrado aún el buen camino que te ha de conducir al Señor.

—¿Te acuerdas de Swedenborg y de sus principios del cielo? En primer lugar: la sed de mando, con un fin superior. Aquí tienes mi espíritu dominador, que jamás ha aspirado a los honores ni tampoco al poder que concede la sociedad. Luego el amor a la fortuna y al dinero, para su utilidad pública. Sabes que siento desinterés por el lucro y desprecio por el dinero. Tanto si fabrico oro como si he de fabricarlo más adelante, he jurado a las potencias que el beneficio, si lo, hay, será utilizado con fines humanitarios, científicos y religiosos. Por último: el amor conyugal. ¿Es necesario decir que, desde mi juventud, todo mi cariño por la mujer ha sido inseparable de la idea del matrimonio, de la familia y de la esposa? Que la vida me haya reservado la suerte de tomar por esposa a la viuda de un hombre vivo, no deja de ser una ironía del destino que no consigo explicarme; en cuanto a las calaveradas de mi vida de soltero, no vienen al caso.

La anciana, tras un momento de reflexión, dice:

—No puedo negar lo que dices, y la lectura de tus escritos me ha revelado un espíritu de elevadas aspiraciones, siempre fracasadas a pesar tuyo. Es cierto que expías unas culpas cometidas en otro mundo, antes de nacer. Debes de haber sido un gran criminal en una existencia anterior, y por eso habrás de padecer mil veces las angustias de la muerte, antes de morir, hasta que la expiación sea totalmente consumada. Ahora que eres devoto, ¡pon manos a la obra!

—¿Me estás diciendo que practique la religión católica?

—¡Sin duda!

—Swedenborg ha dicho que a nadie le está permitido abandonar la religión de sus antepasados, porque todos pertenecemos al territorio espiritual que es el de la raza de la que somos parte.

—La religión católica es una gracia superior concedida a cualquiera que la solicite.

—Yo me contento con un grado inferior, y, en el peor de los casos, me prosterno ante el trono, después de los judíos y de los mahometanos, que también son admitidos. ¡Sigo siendo modesto!

—¡Se te ofrece el perdón y tú prefieres el plato de lentejas al derecho de progenitura!

—¿La progenitura para el hijo de la sirvienta? ¡Es demasiado, es realmente demasiado!

Desde entonces, rehabilitado por Swedenborg, me imagino una vez más que soy Job, el hombre justo y sin iniquidad, puesto a prueba por el Padre Eterno, para demostrar a los malvados que el hombre íntegro puede soportar los sufrimientos injustos.

Esta idea toma posesión de mi espíritu que se hincha de vanidad piadosa. Yo me vanaglorio de mis adversidades que han tenido fin y no dejo de repetirme: ¡cuánto he sufrido! Y me lamento del bienestar que encuentro aquí, en la familia: la habitación rosa es un amargo escarnio; la gente se burla de mi sincera contricción colmándome de favores y de todos los pequeños placeres de la vida. En suma, soy un elegido, Swedenborg lo ha dicho, y convencido de contar con la protección del Padre Eterno, provoco a los demonios…

Llevo ocho días en la habitación rosa, cuando llega la noticia de que la abuela que vive a orillas del Danubio ha caído enferma. Está aquejada de una enfermedad del hígado, con vómitos, insomnios y crisis cardíacas nocturnas. Mi tía, de la que soy huésped, es reclamada al lado de la enferma y yo soy invitado a volver a casa de mi suegra en Saxen.

Yo objeto que la anciana lo ha prohibido; pero parece ser que ha retirado su orden de expulsión, y que soy libre de quedarme donde me plazca.

No deja de sorprenderme este súbito cambio de actitud en una persona rencorosa como ella, y no me atrevo a atribuir esta feliz mudanza a la calamidad ocurrida de repente.

Nos enteramos a continuación de que el estado de la enferma se agrava por momentos. Mi suegra me da un ramo de flores de parte de su madre, en señal de reconciliación, y me confía que la anciana se imagina que lleva una serpiente en el vientre, y algunas otras fantasías por el estilo.

A continuación nos enteramos de que se ha cometido un robo de dos mil francos en casa de la enferma, que sospecha de su sirvienta de confianza. Ésta, indignada por la injusta sospecha, monta en cólera y la denuncia por difamación, de manera que se acaba la paz doméstica reinante en la casa de una inválida que se había retirado del mundo para morir en santa paz.

Cada enviado trae a nuestra casa flores, fruta, caza, faisanes, pollos, lucios…

¿Es la justicia divina la que castiga, y será consciente la enferma de ello? ¿Recordará tal vez que, en cierta ocasión, me dejó tirado en el camino que había de conducirme al hospital?

¿O bien es supersticiosa? ¿Me cree capaz de haberla embrujado? ¿Y no son todos sus regalos sacrificios ofrendados al brujo para apaciguar su sed de venganza?

Por desgracia, un libro de magia, llegado de París precisamente estos días, me ilustra acerca de la ciencia del encantamiento. El autor aconseja al lector no creerse inocente por haberse abstenido de las prácticas mágicas dirigidas a causar daño a alguien; hay que controlar las malas intenciones, las cuales bastan para influir incluso en personas ausentes.

Esta información tiene para mí dos consecuencias: en primer lugar, despierta mis escrúpulos en el presente caso, porque en un arrebato de ira había levantado la mano contra el retrato, lanzando una maldición; y, en segundo lugar, despierta mi vieja sospecha de que también yo podría ser objeto de secretas fechorías, por parte de ocultistas o teósofos.

Los remordimientos por un lado, el temor por el otro, dos ruedas de molino que comienzan a hacerme polvo.

He aquí cómo Swedenborg pinta el infierno. El condenado habita en un fascinante palacio, la vida le parece dulce y cree contarse entre los elegidos. Poco a poco las delicias comienzan a esfumarse, para luego desaparecer, y el desgraciado ve que está encerrado en una miserable casucha rodeada de excrementos (véase la continuación).

Adiós a la habitación rosa, y cuando hago mi entrada en una gran estancia contigua a la de mi suegra, presiento que mi permanencia allí no será de larga duración.

Mil pequeñeces, que hacen insoportable la vida, se han coaligado, en efecto, contra la quietud que se requiere para mi trabajo.

Las tablas del entarimado vacilan bajo mis pasos, la mesa oscila, la silla tiembla, el tocador se bambolea, la cama chirría y los restantes muebles se mueven cuando me paseo por el aposento.

La lámpara humea, el tintero es demasiado estrecho, de manera que el portaplumas se mancha: es una casa rústica que exhala olor a estiércol, a aguas residuales, a sulfuro de amonio y a anhídrico sulfúrico. Durante toda la jornada se oyen vacas, cerdos, terneros, gallinas, pavos, patos. Las moscas y las avispas se me comen vivo durante el día, y por la noche, los mosquitos.

En la tienda de ultramarinos del pueblo no hay casi nada. ¡A falta de algo mejor, me veo obligado a comprar su tinta que es de un rojo encarnado! ¡Cosa extraña! Un librillo de papel de fumar contiene, entre las cien hojas blancas, una de color rosa. (¡Rosa!)

Es el infierno a fuego lento y, acostumbrado a soportar grandes desgracias, sufro enormemente por estas mezquinas picaduras, tanto más cuanto que mi suegra me cree descontento pese a sus cuidados de lo más delicados.

17 de septiembre.— Me despierto por la noche al oír dar trece campanadas en la iglesia del pueblo. De inmediato percibo la sensación eléctrica, y se produce un ruido en el granero que hay encima de mí.

19 de septiembre. —Inspeccionando el granero, descubro una docena de tornos cuyas ruedas me recuerdan a las máquinas eléctricas. Voy a abrir un cofre enorme; está casi vacío, y tan sólo contiene cinco palos, de uso desconocido y pintados de negro, que están dispuestos sobre el fondo formando un pentagrama. ¿Quién me ha jugado esta mala pasada, y qué significa esto? No me atrevo a plantear interrogantes, y el asunto sigue siendo enigmático.

Por la noche, entre medianoche y las dos, se desencadena una terrible tormenta. Normalmente una tormenta dura poco y se aleja: ésta se instala sobre el pueblo, por espacio de dos horas, lo que considero como una agresión personal: cada rayo apunta hacia mí, pero sin alcanzarme.

Durante las veladas, mi suegra es la crónica viva de la comarca. ¡Qué inmensa colección de tragedias, domésticas y de cualquier otro tipo, adulterios, divorcios, pleitos familiares, crímenes, robos, violaciones, incestos, difamaciones! Las quintas, las casas de recreo, las cabañas, encierran infortunios de todo género, y yo no puedo dar un paseo por los caminos sin pensar en el infierno de Swedenborg. Mendigos, locos y locas, enfermos, lisiados, adornan las cunetas de la carretera, arrodillados a los pies de un Cristo crucificado, de una Virgen o de un mártir.

Por la noche, los pobres desdichados que sufren insomnio y pesadillas andan errantes por prados y bosques, para procurarse el cansancio que les devuelva el sueño, y, entre estos afligidos, se encuentran gentes de la buena sociedad, damas de postín, incluso un cura.

Muy cerca de nosotros hay un monasterio que sirve de casa de reclusión para jóvenes descarriadas. Es un verdadero correccional, con un reglamento de lo más severo. En invierno, a veinte grados bajo cero, las reclusas duermen en sus celdas sobre las heladas losas y, como está prohibida la calefacción, sus pies y manos están cubiertos de sabañones agrietados.

Entre otras, hay una mujer que pecó con un religioso, lo que constituye un pecado mortal. Corroída por los remordimientos, reducida a la desesperación, se va corriendo a ver a su confesor que le niega la absolución y el Santo Sacramento. ¡Para un pecado mortal no existe más que una respuesta: la condenación! Entonces la desdichada pierde la razón, se imagina estar muerta, y anda errante de pueblo en pueblo, implorando la piedad del clero para ser enterrada en tierra sagrada. Exiliada, expulsada, va y viene, aullando como una bestia salvaje, y la gente se santigua, diciendo al encontrársela: «¡Es la condenada!»

Nadie duda de que su alma esté ya penando en el fuego eterno, mientras que su fantasma anda rondando por aquí, cadáver ambulante, destinado a servir de horrible ejemplo.

Me cuentan también que un hombre fue poseído por el demonio, de manera que el desventurado cambió de personalidad, y fue obligado por el Maligno a proferir blasfemias, pese a la gran repugnancia que ello le inspiraba. Tras haber buscado durante largo tiempo a un exorcista, descubren a un joven franciscano, virgen y de probada pureza de corazón. Éste se prepara a fuerza de ayunos y penitencias, y, una vez llegado el gran día, el poseído es conducido a la iglesia y hace pública confesión. Coram populo. Entonces, el joven monje pone manos a la obra y, por medio de continuas oraciones e invocaciones de la mañana a la noche, consigue expulsar al demonio, que huye en circunstancias tales que los espectadores, aterrados, no se atrevieron ni siquiera a referir. Un año más tarde, el franciscano moría.

Tales historias, y otras aún peores, vienen a reafirmar mi convencimiento de que esta región es un lugar predestinado para la penitencia, y que existe una misteriosa correspondencia entre esta región y los lugares donde Swedenborg describe el infierno. ¿Visitó él esta parte del Austria inferior y, a ejemplo de Dante, que describió la región que está al sur de Nápoles, pintó su infierno del natural?

—¿…?

—¿…?

Al cabo de un período de trabajo y de estudio de unos quince días, soy arrancado una vez más de mi escondrijo. Ante la proximidad del otoño, mi tía y mi suegra deciden ir a vivir juntas a Klam, de modo que levantamos el campamento; y para conservar mi independencia, alquilo una casita que tiene dos habitaciones con cocina, muy cerca de donde vive mi hija.

La primera noche después de instalarme en la vivienda, siento una angustia como si el aire estuviera emponzoñado. Bajo a casa de mi madre.[22]

—Si me voy a dormir allí, mañana me encontraréis muerto en la cama. ¡Da hospedaje por una noche a un pobre sin hogar, madre querida!

En seguida es puesta a mi disposición la habitación rosa, pero, ¡bondad divina!, ¡qué cambiada está desde la marcha de mi tía! Unos muebles negros, una librería con los estantes vacíos, abiertos como si fueran fauces, ventanas sin flores, una estufa de hierro colado, alta, esbelta y negra cual un espectro, y decorada con salamandras y dragones, de una fantasía espantosa, es algo que desentona tanto que me pone enfermo.

Todo, por lo demás, me altera los nervios, porque soy persona de costumbres metódicas, y no estoy acostumbrado a hacer nada si no es a sus horas. ¡A pesar de los esfuerzos que hago para disimular mis cuitas, mi madre sabe leer mis secretos!

—¡Tú siempre descontento, hijo mío!

Por más que haga todo lo posible e imaginable por contentarme, los espíritus de la discordia se entrometen, y nada puede remediarlo. Se acuerda de mis pequeñas predilecciones, pero mete siempre la pata. Así, una de las cosas que más aversión me produce son los sesos salteados con mantequilla.

—Hoy he preparado una cosa riquísima, especialmente para ti —me dice.

Y me sirve sesos salteados con mantequilla. Yo comprendo el error y como, pero con mal disimulada repugnancia y fingido apetito.

—¡Pero si no comes nada!

Y me vuelve a llenar el plato… ¡Esto es demasiado! En otro tiempo atribuía yo todas estas calamidades a la maldad femenina; ahora, la reconozco inocente de ello y me digo: «¡Es el diablo!»

Desde joven, dedico mi paseo matinal a meditaciones en las que preparo mi trabajo de la jornada. Nunca he permitido a nadie acompañarme, ni siquiera a mi mujer.

Pues, en efecto, por la mañana, mi espíritu se deleita en una armonía y una expansión rayanas en el éxtasis; ya no ando, sino que vuelo; el cuerpo se ha vuelto ingrávido, las tristezas se esfuman: soy todo alma. Es mi recogimiento, mi hora de oración, mi oficio divino.

Ahora que debo sacrificarlo todo y dar prueba de abnegación de mí mismo y de mis gustos más legítimos, las potencias me obligan a renunciar a este placer, el último y más sublime de todos.

Es mi hijita la que pide acompañarme. Yo declino su ofrecimiento dándole un cariñosísimo beso, pero ella no comprende las razones de mi meditación. Se echa a llorar y, como no puedo resistirlo más, me la llevo de paseo, totalmente decidido a no permitir en el futuro este abuso. Es verdad que la niña es encantadora, irresistible por su originalidad, su espíritu alegre, su agradecimiento por cualquier pequeñez, a menos que no se tenga otra cosa que hacer, por supuesto; pero cuando se está abstraído en los propios pensamientos, cuando se está ausente y distraído, ¡cómo puede esta mocosa desgarrarnos el alma, con sus preguntas sin cuento, sus repentinos caprichos! Mi hijita siente celos de mis pensamientos; e igual que una amante, espera el momento en que su parloteo pueda destruir todo un entramado de ideas hábilmente urdidas… Pero no, no es ése su propósito; aunque uno sufre la ilusión de ser presa de las travesuras premeditadas de una pobre cría inocente.

Camino a paso lento, no vuelo ya; mi alma está cautiva, mi cerebro vacío, debido a los esfuerzos que hago por rebajarme hasta el nivel de la niña.

Lo que me hace sufrir hasta el tormento son las miradas profundas, llenas de reproches, que ella me lanza, porque se imagina que es una carga para mí y que me resulta antipática. Entonces el pequeño rostro despejado, franco, radiante, se ensombrece, sus miradas se apagan, su espíritu se torna hermético, y yo me siento privado de la luz que esta niña traía a mi alma tenebrosa. La beso, la llevo en brazos, busco unas flores, unos guijarros; corto una rama para hacer un palo y, por simple juego, hago de vaca que ella ha de llevar a pastar.

Está feliz, satisfecha, y la vida me sonríe.

¡He sacrificado mi hora de recogimiento! Es la expiación del mal que he querido atraer sobre la cabeza de este ángel, en un momento de delirio.

¡Ser amado! ¡La expiación de un delito!

¡A decir verdad, las potencias no son tan crueles como nosotros mismos!

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