Inferno

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INFERNO I - INFERNO » XV. El Padre Eterno ha hablado

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XV

EL PADRE ETERNO HA HABLADO

Ha llegado el invierno con un cielo gris amarillento, sin un rayo de sol durante varias semanas: los caminos fangosos imposibilitan los paseos, las hojas de los árboles se pudren, la naturaleza entera se descompone bajo una putrefacción infecta.

Ha dado comienzo la matanza del otoño, y durante toda la jornada los aullidos de las víctimas se alzan hacia la negra bóveda celeste; la gente chapotea en la sangre de los cadáveres.

Es algo mortalmente triste, y mi tristeza se les contagia a las dos buenas hermanitas de la caridad que cuidan de mí como si de un hijo suyo enfermo se tratara. Lo que acaba de colmar mi abatimiento es la pobreza que debo esconder, y los vanos intentos por alejar la inminente miseria.

Están deseando por lo demás que me vaya, porque esta existencia solitaria no lleva a nada bueno para un hombre, y existe coincidencia en pensar que tengo necesidad de un médico.

En vano espero de mi país el dinero necesario, y recorro la carretera, preparándome para huir a pie.

«Me asemejo al pelícano del desierto; soy como búho entre las ruinas.»

Mi presencia es un tormento para los parientes y, si no fuera por el amor de mi hija, ya me habrían echado. Ahora que el fango y la nieve impiden realizar paseos a pie, llevo a la pequeña en brazos por los caminos, trepo las colinas, escalo los peñascos. Entonces, dicen las ancianas:

—¡Te extenúas, acabarás por enfermar del pecho, y te buscas la muerte!

—¡Pues sería una bonita muerte!

Estamos cenando, el 20 de noviembre, que es un día gris, sombrío, horroroso. Rendido de cansancio tras una noche pasada en blanco, en lucha continua con los seres invisibles, maldigo la vida, y me lamento de la falta de sol.

Mi madre me ha predicho que no me curaré antes de la Candelaria, con la vuelta del sol.

—Éste es mi único rayo de sol —le digo señalando con el dedo a la pequeña Christine, sentada enfrente de mí.

En ese preciso momento, las nubes acumuladas desde hace semanas se entreabren y un rayo de luz penetra en la sala, iluminando mi rostro, el mantel de la mesa, la vajilla…

—¡Mira el sol, papá, mira el sol! —exclama la niña juntando sus manitas.

Yo me levanto, turbado, presa de las más diversas sensaciones. ¿Una casualidad? ¡No!, me digo.

¿El milagro?, ¿el signo? ¡Pero esto es demasiado para un desgraciado como yo; además, el Padre Eterno no se mezcla en los asuntos privados de los gusarapos!

Y a pesar de todo, este rayo de sol permanece en mi corazón como una gran sonrisa ante mi cara de descontento…

Durante los dos minutos que se tarda en llegar a pie hasta la casita, las nubes se aborregan presentando las formas más extravagantes, y al este, donde se ha alzado el velo, el cielo es de color verde, de un verde esmeralda igual que una pradera en pleno verano.

Yo me quedo de pie en mi habitación, en espera de algo indefinible, sumido en una contricción apacible y carente de miedo.

Entonces, sin mediar ningún relámpago, estalla por encima de mi cabeza un trueno, uno nada más.

Al principio me entra miedo, y espero la lluvia y la tormenta, como es natural. Pero no sucede nada: reina una calma absoluta y se acabó.

¿Por qué, me digo, no me he prosternado ante la voz del Padre Eterno, humillándome?

Porque cuando el Todopoderoso se digna a hablarle a un insecto con una puesta en escena majestuosa, el insecto se siente crecido, hinchado por tamaño honor, y el orgullo le sugiere que debe de ser un personaje particularmente digno. Con toda franqueza, me consideraba al mismo nivel que el Señor, parte integrante de su personalidad, emanación de su ser, órgano de su organismo. Él tenía necesidad de mí para manifestarse, pues de lo contrario me habría fulminado en el acto.

¿De dónde nace este inmenso orgullo por parte de un mortal? ¿Acaso mi origen se remonta al comienzo de los tiempos, cuando los ángeles rebeldes se aliaron para sublevarse contra un soberano satisfecho de su dominación sobre un pueblo de esclavos? ¿Es por eso por lo que mi vagabundeo por la tierra se ha desarrollado a bastonazos, como una comedia de guiñol, donde hasta el último mono se ha dado el gusto de azotarme, insultarme y mancillarme?

¡No ha habido afrenta imaginable que yo no sufriera; y pese a todo, mi orgullo no cesa de crecer al mismo tiempo que mi humillación! ¿Qué es todo esto? Jacob luchando con Iahvé y saliendo del lance un tanto malparado, pero con los honores de las armas. Job, puesto a prueba, y empeñado en justificarse de los castigos que le han sido injustamente infligidos.

Trastornado por tantas ideas incoherentes, la fatiga me fuerza a soltar la presa, y mi hinchado yo se deshincha, se achica, de manera que lo que ha sucedido queda reducido a nada: ¡un trueno de finales de noviembre!

Ahora bien, vuelve a retumbar el fragor de la tormenta, y dominado otra vez por el éxtasis, voy a abrir la Biblia al azar, rogándole al Señor que hable más fuerte, a fin de que yo pueda comprender.

Mi mirada cae al punto sobre ese versículo de Job:

¿Aún pretendes menoscabar mi juicio? ¿Me condenarás a mí para justificarte tú? ¿Tienes los brazos como los de Dios y puedes tronar con voz semejante a la suya?

No cabe ninguna duda: ¡ha hablado el Padre Eterno!

—Padre Eterno, ¿qué quieres de mí? Habla, que tu servidor te escucha.

¿Ninguna respuesta?

Está bien; yo me humillo delante del Padre Eterno que se ha dignado humillarse ante su siervo. Pero ¿doblar la rodilla ante el pueblo y los poderosos? ¡Eso jamás!

Por la noche, la buena de mi madre me recibe de un modo que no consigo comprender de entrada. Me mira de soslayo, con una mirada inquisitiva como si quisiera desentrañar la impresión que el majestuoso espectáculo me ha causado.

—¿Has oído?

—Sí, es extraño, truenos en invierno.

Por lo menos, ha dejado de creerme un condenado.

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