Inferno

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INFERNO I - INFERNO » XVI. El infierno desencadenado

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XVI

EL INFIERNO DESENCADENADO

En este punto, y a fin de embrollar aún más las ideas sobre la naturaleza de la enfermedad misteriosa que me aqueja, un número de L’Evénement difunde la siguiente noticia:

El infortunado Strindberg, que llegó a París con su misoginia, no ha tardado en verse obligado a emprender la huida. Y desde entonces sus semejantes guardan silencio ante la bandera de la Feminidad. No quieren sufrir la misma suerte que Orfeo, a quien las bacantes de Tracia arrancaron la cabeza.

¡Por lo tanto, era cierto que me habían tendido una trampa en la rue de la Clef, y no menos cierto también aquel intento de asesinato que me dejó unas secuelas cuyos síntomas todavía se manifestaban! ¡Oh, aquellas mujeres! Evidentemente, fue a causa de mi artículo sobre los cuadros feministas de mi amigo danés, el adorador de las mujeres.

En fin, es un hecho, una realidad palpable, que me libera de todas mis horribles sospechas, relativas a la enfermedad mental.

Acudo con la buena nueva a ver a mi madre; es la prueba de que no estoy loco.

—No, no estás loco, únicamente enfermo, y el médico te aconseja que hagas ejercicio físico, como, por ejemplo, cortar leña…

—¿Esto dispone en favor de las mujeres o en contra? Esta réplica demasiado viva nos separa. Había yo olvidado que hasta una santa sigue siendo en cualquier caso una mujer, es decir, la enemiga del varón.

Todo es dejado de lado, los rusos, los Rothschild, los nigromantes, los teósofos, incluso el Padre Eterno. Yo soy la víctima, un Job sin iniquidad, y las mujeres han querido dar muerte a Orfeo, el autor de Sylva Sylvarum, el renovador de las ciencias naturales muertas. Perdido en un bosque de dudas, descarto la idea recién nacida de una intervención sobrenatural de las potencias para una finalidad superior y olvido profundizar en el simple conocimiento que tengo de un atentado, mediante la investigación de quién fue su instigador.

Con el ardiente deseo de vengarme, preparo una carta de denuncia para la prefectura de policía de París y otra para los periódicos parisinos, cuando una peripecia muy oportuna viene a poner fin a este fastidioso drama que amenazaba con acabar en farsa.

Un día gris amarillento, una hora aproximadamente después de comer, mi pequeña Christine manifiesta con insistencia su deseo de seguirme a la casita, donde voy a echar mi cabezadita de costumbre.

Imposible resistirse, y cedo a sus ruegos.

Una vez hemos llegado, mi Christine reclama pluma y papel. Luego quiere unos libros ilustrados. Y yo tengo que quedarme allí, para explicar, para dibujar.

—¡No te duermas, papá!

Fatigado, agotado, no comprendo por qué obedezco a esta niña; pero hay en su voz un acento al que no puedo resistirme.

Entonces, afuera, delante de la puerta, un organillero ataca un vals. Yo le propongo a la pequeña que baile con la criada que la ha acompañado. Atraídos por la música, llegan los hijos del vecino, y en mi vestíbulo se improvisa un baile, con el organillero al que se ha hecho entrar en la cocina.

Todo esto dura una hora más o menos, y mi tristeza se disipa.

Para distraerme y ahuyentar las ganas de dormir, tomo la Biblia que me sirve de oráculo y, abriéndola al azar, leo:

Y el espíritu de Iahvé se retiró de Saúl, al que turbaba un mal espíritu mandado por Iahvé. Y dijeron a Saúl sus servidores: «Te ves turbado por un mal espíritu de Dios; permite, Señor, que tus siervos te digan que se busque a un diestro tañedor de arpa que, cuando se apodere de ti el mal espíritu de Dios, la toque y halles alivio.»

El espíritu maligno, era esto justamente lo que yo sospechaba.

Ahora bien, mientras los niños se divierten de este modo, mi madre viene a buscar a la pequeña, y al ver el baile se queda estupefacta.

Me cuenta que, justo en aquel momento, allí en el pueblo, una señora de muy buena familia ha sufrido un ataque de locura.

—¿Qué le pasa?

—Pues que la anciana se ha puesto a bailar, y no para, vestida con su traje de boda, y se imagina que es la Leonora de Bürger[26].

—¿Baila? ¿Y qué más?

—Llora, temiendo que la muerte venga a llevársela.

Lo que aumenta lo horrible de la situación es que esta señora ha vivido en la casa donde habito, y que su marido murió en el mismo lugar donde está teniendo lugar el baile de los niños.

¡Explicadnos esto, médicos, psiquiatras, psicólogos, o reconoced el fracaso de la Ciencia!

Mi hijita ha conjurado al Maligno, y el espíritu, puesto en fuga por la inocencia, se ha lanzado sobre una anciana que se jactaba de ser librepensadora.

La danza macabra prosigue durante toda la noche, y la señora es vigilada por unas amigas que la protegen contra los ataques de la muerte. Ella llama a esto la muerte, porque niega la existencia de los demonios. A veces, incluso, pretende que es su difunto marido el que la atormenta.

Se ha pospuesto mi marcha, pero a fin de recuperar fuerzas tras tantas noches de insomnio, me voy a dormir al piso de mi tía, al otro lado de la calle.

Abandono, pues, la habitación rosa. (¡Qué coincidencia! ¡La cámara de tortura de Estocolmo se llamaba también en los buenos tiempos la habitación rosa [Rosen-Kammaren]!)

La primera noche la pasé en una habitación tranquila, de blancas paredes encaladas y adornadas con pinturas que representan santos y santas. Encima de la cabecera de mi cama hay un crucifijo.

Pero la segunda noche, los espíritus reanudan su juego. Enciendo las velas, para pasar el rato leyendo. Reina un silencio siniestro, y oigo latir mi corazón. Entonces, un simple ruido me sacude como una descarga eléctrica.

¿Qué ha sido?

Un grueso pedazo de estearina de la vela acaba de caer al suelo. Tan sólo esto, pero ¡se trata de un augurio de muerte entre nosotros! ¡Está bien, la muerte! Al cabo de un cuarto de hora de lectura, quiero coger mi pañuelo que tengo escondido debajo de la almohada. No está allí, aunque, al buscarlo, lo encuentro sobre el entarimado. Me inclino para recogerlo: entonces algo me cae sobre la cabeza, y, al pasarme los dedos por el pelo, encuentro otro pedazo de estearina.

En vez de aterrarme, no puedo reprimir una sonrisa, de tan jocosa como me resulta la aventura.

¡Sonreír a la muerte! ¿Como sería esto posible si la vida no fuera tan ridícula de por sí? ¡Tantos desvelos por tan poca cosa! Tal vez incluso, en el fondo del alma, se esconde la vaga sospecha de que en este bajo mundo todo no es más que puro fingimiento, muecas y simulacro, y que los dioses se divierten a costa de nuestros padecimientos.

Arriba, en la cima de la montaña donde se halla el castillo, se alza un montículo que domina todos los demás y desde donde puede contemplarse todo el paisaje infernal. Se accede a él a través de un pequeño robledal tal vez milenario, un boscaje de druidas, según se cree, por el muérdago allí abundante junto a tilos y manzanos. Por encima de este bosque, el camino asciende, abrupto, a través de un bosquecillo de abetos.

He tratado de llegar hasta la cima en varias ocasiones, pero siempre ha ocurrido algún incidente imprevisto que me lo ha impedido. Unas veces ha sido un corzo rompiendo el silencio con un salto inesperado, otras una liebre con algo peculiar, o alguna urraca, con su irritante chillido.

La última mañana, la víspera de mi marcha, desafié todos los obstáculos, y, tras haber penetrado en el bosque de abetos, negro, lúgubre, trepé hasta lo alto, hasta la cima. Se ofrece desde allí una vista soberbia sobre el valle del Danubio y sobre los Alpes de Estiria. He abandonado las oscuras hondonadas de allí abajo, y respiro por primera vez. El sol ilumina la región bajo una infinidad de aspectos, y las blancas crestas de los Alpes se confunden con las nubes. ¡Es hermoso como el cielo! ¿Acaso la tierra encierra el cielo y el infierno, y no existen otros lugares de castigo y de recompensa?

¡Tal vez! Y, ciertamente, al acordarme de los más hermosos momentos de mi vida, me parecen celestiales, del mismo modo que los peores me parecen infernales.

¿Me tiene aún reservado el futuro horas o minutos de esta felicidad que no se alcanza sino a fuerza de desvelos y de una relativa pureza de conciencia?

Me quedo allí arriba, con pocas prisas por volver al valle de lágrimas y, mientras me paseo por la planicie, admirando la belleza de la tierra, me percato de que el peñasco destacado que forma la misma cima, ha sido esculpido por la naturaleza a modo de una esfinge egipcia; sobre la cabeza del gigante hay un montón de piedras rematado por un pequeño poste, que sirve de asta a una bandera de tela blanca.

No profundizo en el significado de todo este tinglado; pero una sola idea me obsesiona, irresistible: ¡llevarme la bandera!

Con absoluto desprecio del peligro, escalo la escarpada pendiente y me llevo la bandera. De pronto, e inopinadamente, abajo, en la vertiente que mira al Danubio, resuena una marcha nupcial, acompañada de cantos triunfales. Es el cortejo de una boda, que no puedo ver, pero que reconozco por las clásicas salvas de fusilería.

Lo bastante pueril y desdichado como para extraer poesía incluso de los más vulgares y naturales incidentes, acepto esto como un buen presagio.

Y, de mala gana, a paso lento, vuelvo a bajar al valle de lágrimas y de muerte, de insomnios y de demonios, pues allí abajo me aguarda mi pequeña Beatriz, y yo le traigo el muérdago prometido, la verde rama en medio de las nieves, que debería cogerse con una hoz de oro.

Hace tiempo que la abuela había expresado su deseo de verme, ya fuera para una reconciliación o por razones quizás ocultas, pues es vidente y visionaria. Con distintas excusas, yo había ido aplazando la visita, pero, una vez decidida mi marcha, mi madre me obliga a ir a ver a la abuela y a despedirme de ella, probablemente por última vez, pues está ya con un pie en la sepultura.

El 26 de noviembre, con un tiempo frío y claro, mi madre, mi hija y yo nos ponemos en camino hacia el Danubio, a orillas del cual se halla situada la casa solariega de la familia.

Nos apeamos en la posada, y, mientras esperamos el regreso de mi madre que se dirige a casa de la abuela para anunciarle mi visita, yo me paseo por los prados y bosques que no veía desde hacía dos años. Me abruman los recuerdos, y la imagen de mi mujer se mezcla con cualquier cosa. Todo está devastado por la helada invernal; ni una flor, ni una brizna de hierba, allí donde los dos cogimos todas las flores de la primavera, del verano y del otoño.

Por la tarde, soy conducido a casa de la anciana que habita en un pabellón de la villa, la casita donde nació mi hija. La entrevista se desarrolla con frialdad y guardando las conveniencias: al parecer se esperaban la consabida escena del hijo pródigo; pero yo no siento sino repugnancia por tales manifestaciones.

Me limito a resucitar los recuerdos de un paraíso perdido. Fuimos mi mujer y yo quienes pintamos las chambranas de puertas y ventanas, en honor del nacimiento de la pequeña Christine. Las rosas y las clemátides que adornan la fachada fueron plantadas por mi propia mano. El sendero que atraviesa el jardín fui yo mismo quien lo abrió. Pero el nogal que planté al día siguiente del nacimiento de Christine ha desaparecido. «El árbol de la vida», como fue llamado, ha muerto.

Han transcurrido dos años, dos eternidades, desde los adioses intercambiados entre nosotros. Ella estaba en la orilla, y yo en el barco que debía llevarme a Linz, de camino hacia París.

¿Quién provocó la ruptura? Fui yo quien mató mi propio amor y el suyo. Adiós, blanca casa de Dornach, campo de rosas y espinas, adiós. ¡Oh, Danubio! Me consuelo imaginando que no fuisteis sino un sueño breve como el verano y más dulce que la realidad, una realidad que no echo de menos.

La noche la pasamos en la posada donde mi madre y mi hija se han alojado a petición mía, a fin de protegerme contra las angustias de la muerte que he presentido, gracias a mi sexto sentido que se ha desarrollado en mí en el transcurso de estos seis meses de continuas torturas.

A las diez de la noche, un vendaval se pone a sacudir la puerta que da al pasillo. La afianzo con unas cuñas de madera. Pero no sirve de nada: continúa retemblando.

Luego, las ventanas cantan, la estufa lanza ladridos como un perro, la casa entera cabecea como una barca.

No puedo dormir, y unas veces es mi madre la que gime, otras la pequeña quien llora.

Por la mañana, mi madre, agotada por el insomnio y por otras cosas que me oculta, me dice:

—Vete, hijo mío, pues ya tengo bastante de esta peste a infierno.

Y me marcho hacia el norte, de peregrinaje, para afrontar el fuego del enemigo en cualquier otro lugar de expiación.

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