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INFERNO I - INFERNO » XVII. Peregrinaje y expiación

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XVII

PEREGRINAJE Y EXPIACIÓN

Existen noventa ciudades en Suecia, y es en la que más detesto donde las potencias me han condenado a vivir.

Comienzo por visitar a los médicos.

El primero me cuelga la etiqueta de neurasténico, el segundo de tener una angina de pecho, el tercero de paranoia, enfermedad mental, el cuarto de enfisema… Esto me basta para ponerme a cubierto de un posible internamiento en un manicomio.

Sin embargo, a fin de proveer a mis necesidades, me veo obligado a escribir artículos para un periódico. Pero cada vez que me instalo para escribir, se desencadena el infierno. Ahora han inventado una cosa nueva para volverme loco. Apenas estoy instalado en un hotel, estalla un estruendo análogo al de la rue de la Grande-Chaumière en París; arrastrar de pasos y corrimiento de muebles. Cambio de habitación, cambio de hotel: el ruido persiste sobre mi cabeza. Voy a restaurantes: apenas me siento a la mesa en el comedor, el alboroto da comienzo. Hay que decir que siempre pregunto a los presentes si ellos oyen el mismo ruido que yo: y me responden siempre que sí, haciéndome una descripción idéntica.

No se trata, por tanto, de ninguna alucinación auditiva: entonces es una intriga, me digo. Pero un buen día, al entrar de repente en una zapatería, vuelve a comenzar en ese mismo instante el estruendo. Así pues, no existe ninguna intriga. ¡Es el mismísimo diablo! Ahuyentado de hotel en hotel, y siempre obsesionado por unos hilos eléctricos que llegan hasta el borde mismo de la cama, y también por unas corrientes que me arrancan de la silla o de la cama, preparo un suicidio en toda regla.

Hace un tiempo espantoso, y mi tristeza se ha disipado bebiendo en compañía de amigos.

Un día de desesperación, a la mañana siguiente de una bacanal, he tomado el desayuno en la habitación, la bandeja repleta de vajilla está sobre la mesa, y vuelvo la espalda a los restos de comida.

Un ruido llama mi atención, y observo que el cuchillo acaba de caerse. Lo recojo, procurando ponerlo de modo que el incidente no pueda volver a repetirse. El cuchillo se levanta y vuelve a caer.

¡Es la electricidad, entonces!

Esa misma mañana le escribo una carta a mi madre, lamentándome del mal tiempo y de la vida en general. Al llegar a esta frase: «La tierra está sucia, el mar está sucio, y del cielo llueve lodo…» ¡cuál no será mi sorpresa al ver caer una gota de agua clara sobre el papel!

¡Nada de electricidad! ¡Un milagro!

Por la noche, estando aún en mi mesa, me asusta un ruido que se deja oír del lado del cuarto de aseo. Miro, y he aquí que un hule que utilizo en mis abluciones matinales se ha caído. Entonces, para comprobar lo que ocurre, cuelgo con toda intención la tela de una manera que resulte imposible que se caiga.

¡Pero se cae de nuevo!

¿Qué es lo que sucede?

Ahora mis pensamientos se encaminan de nuevo hacia los ocultistas y su poder secreto. Abandono la ciudad, llevando mi carta de denuncia, y me dirijo a Lund donde viven unos viejos amigos, unos médicos, psiquiatras para más señas, teósofos incluso, con cuya ayuda cuento para mi salvación temporal.

¿Por qué y cómo he sido llevado a establecerme en esta pequeña ciudad universitaria, considerada como un lugar de destierro o de expiación para los estudiantes de Uppsala que la han corrido demasiado, en detrimento de su bolsa y de su salud?

¿Es una Canossa donde debo renegar de mis opiniones extremistas, ante esta juventud que me nombró su abanderado, en cierta ocasión, entre 1880 y 1890?[27] Yo conozco perfectamente la situación, y no ignoro que estoy excomulgado por la mayor parte de los profesores como pervertidor de la juventud, y que los padres me temen como si fuera el mismísimo diablo.

Por si fuera poco, me he granjeado aquí algunos enemigos personales, he contraído deudas en unas circunstancias que no dicen nada bueno de mi carácter; es aquí donde vive con su marido la cuñada de Popoffsky, y los dos, por su influyente posición en la sociedad, son capaces de causarme serios problemas. Aquí tengo incluso parientes que han renegado de mí, amigos que me han repudiado para convertirse en otros tantos enemigos míos. Dicho en pocas palabras, se trata del peor lugar que se podía escoger para una estancia tranquila, es el mismísimo infierno, pero construido con una lógica magistral por un ingenio divino. Es aquí donde debo apurar el cáliz hasta las heces y reconciliar a la juventud con las potencias enfurecidas.

Por otra parte, por un azar de lo más pintoresco, acabo de comprar un abrigo moderno con esclavina y capucha, de color pardo y parecido al hábito de los franciscanos. Es, pues, con hábito de penitente como hago mi entrada en Suecia al cabo de seis años de exilio.

Hacia 1885 se constituía en Lund una sociedad de estudiantes llamada «Los Jóvenes Viejos», cuyas tendencias literarias, científicas y sociales tenían su perfecta traducción en la contraseña: «radicalismo». Su programa, orientado hacia las ideas modernas, fue primeramente socialista, luego nihilista, para desembocar en un ideal de disolución general y finisecular con ribetes satanistas y decadentistas.

Su jefe de filas, el más valeroso de los paladines, mi amigo desde hacía varios años y al que no había visto desde hacía tres, vino a verme.

Vestido con sayo como yo, pero él con uno de un color gris de franciscano, avejentado, enflaquecido, con un aspecto lamentable, me revela su historia nada más que con su simple apariencia.

—¿Tú también?

—¡Sí, así es!

A una invitación mía a tomar un vaso de vino, ¡él lo rechaza como un hombre sobrio que no gusta ya del vino!

—¿Y qué tal Los Jóvenes Viejos?

—Muertos, hundidos, aburguesados, integrados en la maldita sociedad.

—¿Canossa?

—¡Canossa en toda línea!

—¡Entonces, es providencial que haya venido yo aquí!

—¡Providencial es la palabra justa!

—¿Han sido reconocidas las potencias en Lund?

—Las potencias se preparan para su regreso.

—¿Se duerme bien por la noche en Escania?

—¡No demasiado! Todo el mundo se queja de pesadillas, de opresiones en el pecho, de dolencias cardíacas.

—¡Desde luego éste es el lugar idóneo para mí, ya que éste es mi mismo caso!

Hemos estado hablando algunas horas de los prodigios que se manifiestan actualmente, y mi amigo me ha contado hechos extraordinarios, ocurridos aquí y allá. Para terminar, manifiesta su opinión de que la juventud actual espera algo nuevo.

—La gente desea una religión, una reconciliación con las potencias (tal es la palabra), un acercamiento al mundo invisible. La época naturalista, fuerte, fecunda, ha tocado a su fin. No hay nada que decir en su contra ni que lamentar: las potencias han querido que nos tocara a nosotros vivirla intensamente. Fue una época experimental, durante la que la experiencia demostró mediante resultados negativos lo inútil de ciertas teorías. Un Dios, desconocido hasta nueva orden, se desarrolla y crece, aparece y desaparece a intervalos durante los cuales parece dejar que el mundo siga su curso, igual que el trabajador deja crecer juntos la cizaña y el trigo hasta el tiempo de la siega. Cada vez que se manifiesta ha cambiado de idea, y prosigue en su dirección, aportando mejoras conseguidas con la práctica.

Así pues, volverá la religión, pero bajo otras formas, además parece imposible un compromiso con las viejas religiones. No es una época de reacción lo que nos aguarda, no es una vuelta a lo ya vivido, sino el progreso hacia lo nuevo.

¿Hacia qué cosa nueva? ¡Esperemos!

Al final de la conversación, lanzo una pregunta, como una flecha hacia las nubes:

—¿Conoces a Swedenborg?

—No, pero mi madre tiene sus obras, y te diré más, le han ocurrido cosas extraordinarias.

¡Del ateísmo a Swedenborg no hay más que un paso!

Yo le pido a mi amigo que me preste las obras de Swedenborg, y el Saúl de los jóvenes profetas me trae Arcana coelestia.

Al mismo tiempo me presenta a un joven al que las potencias han perdonado, un hijo pródigo que me cuenta una aventura de su vida completamente análoga a las mías, y comparando nuestras tribulaciones se hace la luz, y nos sentimos liberados, con la ayuda de Swedenborg.

Doy gracias a la Providencia, que me ha enviado a la pequeña ciudad despreciada, para llevar a cabo la expiación y encontrar en ella mi salvación.

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