Inferno

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INFERNO I - INFERNO » XIX. Tribulaciones

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XIX

TRIBULACIONES

Encerrado, pues, en la pequeña ciudad de las Musas, sin esperanza de salir de ella, libro la formidable batalla contra el enemigo, yo mismo.

Todas las mañanas, a la hora de mi paseo por el camino de ronda de la muralla, sombreado de plátanos, el inmenso caserón rojo del manicomio me recuerda el peligro del que he escapado, y el futuro que me espera, en caso de una recaída. Swedenborg, al aclararme la naturaleza de los horrores acaecidos durante el último año, me ha liberado de los electricistas, de los nigromantes, de los hechiceros, de los que envidian al fabricante de oro y de la locura. Me ha indicado la única vía para la salvación: ir en busca de los demonios a su guarida, en mí mismo, y darles muerte por medio… del arrepentimiento. Balzac, el ayuda de campo del profeta, me enseñó en Serafita que el «remordimiento es un acto de impotencia de quien recaerá en su pecado. Sólo el arrepentimiento es una fuerza, y pone fin a todo».

Por tanto, ¡el arrepentimiento! Pero ¿acaso no es desautorizar a la Providencia que me había elegido para ser objeto de su flagelo? ¿No es decirles a las potencias: habéis guiado mal mi destino; me habéis hecho nacer con la vocación de castigar, de derribar ídolos, de rebelarme, y luego me retiráis vuestra protección para obligarme a una abjuración ridícula? ¡Representar un acto de contricción, hacer una retractación pública!

Extraño círculo vicioso, que preví ya a mis veinte años cuando escribí mi drama Mäster, que se convirtió en la tragedia de mi vida. ¿De qué me ha servido llevar una penosa existencia durante treinta años, para llegar con la experiencia a lo que ya había previsto? De joven era un sincero devoto, e hicisteis de mí un librepensador. Del librepensador hicisteis un ateo; del ateo, un creyente. Inspirado por ideas humanitarias, preconicé el socialismo: cinco años más tarde me mostrasteis lo absurdo del socialismo. A todo cuanto me ha entusiasmado le habéis restado valor. Y si me hubiera consagrado a la religión, estoy convencido de que al cabo de diez años me la habríais refutado.

¿No es cierto acaso que los dioses nos toman, a nosotros mortales, como su hazmerreír? ¡Y he aquí por qué nosotros, burlones, plenamente conscientes, sabemos reírnos en los momentos más tormentosos de la existencia!

¡Cómo queréis que se tome uno en serio lo que se manifiesta como una inmensa broma!

Jesucristo, el Salvador, ¿qué es lo que ha salvado? Ved a los más cristianos de todos los cristianos, a nuestros devotos escandinavos, los pálidos, los malvados, los aterrados, que ni siquiera saben sonreír: ¡tienen todo el aspecto de ser unos obsesos! Diríase que albergan al demonio en su corazón. Y observad cómo todos sus jefes han acabado en prisión, como si fueran malhechores. ¿Por qué el Señor les ha entregado al enemigo?

¿Es la religión un castigo y Cristo un espíritu vengador?

Todos los antiguos dioses se convierten, en la época siguiente, en demonios. Los habitantes de Olimpia se convirtieron en demonios: Odín, Thor, el diablo en persona. Prometeo-Lucifer, el Portador de Luz, degenerado en Satán. ¡Acaso —y que Dios me perdone— también Cristo se ha transfigurado en demonio! Es, en efecto, el asesino de la razón, de la carne, de la belleza, de la alegría, de los afectos más puros de la humanidad. Asesino de las virtudes: ¡franqueza, bravura, gloria, amor, misericordia!

Luce el sol, la vida de cada día sigue su curso, el trajín del trabajo alegra los espíritus. ¡Es en esos momentos cuando estalla la valiente rebelión, cuando se lanza al cielo el desafío de la duda!

Ahora bien, por la noche se hace el silencio, reina la soledad y se disipa el orgullo: ¡late el corazón y el pecho se oprime! ¡Entonces, salid afuera y arrodillaos en el seto de espinos, e id a buscar al médico, y encontrad a un compañero que quiera dormir en vuestra casa!

Regresad solos por la noche a vuestra habitación, y os encontraréis a alguien allí; aunque vosotros no le veáis, sentiréis clara su presencia. Id al manicomio, preguntadle al psiquiatra, y él os hablará de neurastenia, de paranoia, de angina de pecho y de todo lo demás, ¡pero no os curará jamás!

¿Adónde podéis ir, entonces, todos cuantos sufrís de insomnio y os paseáis por las calles en espera de la salida del sol?

El molino del universo, el molino de Dios, he aquí dos palabras que se han vuelto familiares.

¿Habéis notado en vuestros oídos ese zumbido que se asemeja al ruido de un molino de agua?

¿Habéis observado en la soledad, de noche o incluso a plena luz del día, cómo se agitan los recuerdos de la vida pasada, igual que si resucitaran, uno a uno, de dos en dos? Todos los pecados cometidos, todos los delitos, todas las necedades, vienen a encenderos las orejas, a provocaros sudores fríos, a agitaros con un estremecimiento que recorre vuestro espinazo. Revivís la vida vivida desde el momento de nacer hasta el día de hoy, sufrís una vez más todos los sufrimientos soportados, bebéis todos los cálices de amargura tantas veces bebidos, crucificáis vuestro esqueleto, porque no queda ya carne que mortificar, os abrasáis el alma porque vuestro corazón está ya consumido.

¡Conocéis eso!

Es el molino del Señor, que es de molienda lenta, pero que tritura fina e implacablemente. Sois reducidos a polvo, y os creéis acabados. Pero no, todo volverá a empezar y de nuevo seréis pasados por el molino. ¡Que seáis felices! Es el infierno en la tierra; así ha sido reconocido por Lutero que considera una gracia especial el ser pulverizado de esta parte de los cielos empíreos.

¡Sed felices y agradecidos!

¿Qué hay que hacer? ¿Humillarse?

Pero si os humilláis ante los hombres, despertaréis su orgullo, porque se creerán mejores que vosotros, por más grande que sea su maldad.

¡Humillarse ante Dios, entonces! ¡Pero no es sino un ultraje rebajar al Ser Supremo al rango de propietario de una plantación que manda sobre sus esclavos!

¡Rezar! ¿Cómo? ¡Arrogarse el derecho a doblegar la voluntad y los designios del Padre Eterno mediante la lisonja y el servilismo!

¡Buscar a Dios y encontrar al diablo! Esto es lo que me ha sucedido a mí.

He hecho penitencia, me he enmendado, y tan pronto como comienzo a poner medias suelas a mi alma, es preciso arreglar la puntera: poned talones nuevos y entonces se romperá la lengüeta del empeine. Es el cuento de nunca acabar.

Dejo de beber, y vuelvo sobrio a casa hacia las nueve de la noche para tomarme la leche. El cuarto está lleno de demonios que me sacan de la cama y me ahogan bajo la colcha. Si vuelvo borracho hacia medianoche, me duermo como un ángel y me despierto fuerte como un pequeño dios, dispuesto a trabajar como un galeote.

Evito a las mujeres, y los sueños malsanos acosan mis noches.

Me acostumbro a no pensar nada más que bien de mis amigos, les confío mis secretos y les entrego mi dinero: al punto soy traicionado. Si me rebelo contra una perfidia, el castigado soy siempre yo.

Trato de amar a los hombres en general: me vuelvo ciego para sus culpas, y con una magnanimidad sin límites, paso por alto las infamias, las calumnias; y una buena mañana me encuentro convertido en cómplice. Si me aparto de algún círculo social que considero malsano, al punto soy atacado por los demonios de la soledad, y buscando unos amigos mejores, los encuentro peores.

Incluso, después de haber vencido las bajas pasiones y haber llegado gracias a la abstinencia a una cierta tranquilidad de corazón, siento una satisfacción de mí mismo que me hace sentir por encima del prójimo, y he aquí el pecado mortal, el amor a sí mismo, que se ve inmediatamente castigado.

¿Cómo explicar el hecho de que todo avance en el camino de la virtud se vea seguido de un nuevo vicio?

Swedenborg resuelve el problema diciendo que los vicios son castigos infligidos a los hombres por pecados de un orden superior. Por ejemplo, los ambiciosos están condenados al infierno sodomita. Admitiendo que esta teoría encierre algún asomo de verdad, tenemos que padecer nuestros vicios, y alegrarnos del remordimiento que traen aparejado, para pagar el precio debido en la ventanilla de la gran Caja. Perseguir la virtud equivale, por consiguiente, a tratar de escapar de la cárcel de los suplicios. Es lo que quiso decir Lutero en el artículo XL, contra la bula romana, donde proclama que «las almas del Purgatorio pecan sin cesar, porque buscan la paz y evitan los tormentos».

Del mismo modo, en el artículo XXXIV, dice: «Combatir a los turcos no es otra cosa que rebelarse contra Dios que nos castiga por nuestros pecados por medio de los turcos.»

Está claro, pues, que «todas nuestras buenas obras son pecados mortales» y «que es preciso que el mundo sea criminal ante Dios, y que sepa que nadie puede volverse justo, sin la gracia».

Suframos, pues, hermanos míos, sin esperar de la vida una sola alegría sólida, puesto que estamos en el infierno.

Y no acusemos al Señor al ver el sufrimiento de los niños inocentes. Nadie sabrá por qué, pero la justicia divina nos permite suponer que es por expiación de delitos cometidos antes de su llegada a este mundo.

Regocijémonos de las torturas que son como otras tantas deudas satisfechas, y creamos que es la misericordia la que quiere que nosotros ignoremos las causas primeras de nuestros suplicios.

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