Inferno

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INFERNO II - LEYENDAS » I. El exorcista poseído

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I

EL EXORCISTA POSEÍDO

Expulsado por las Erinias, recalé finalmente en diciembre de 1896 en la pequeña ciudad universitaria de L., en Suecia. Una aglomeración de casas burguesas en torno a una catedral, a un palacio y a una biblioteca universitaria, constituye un oasis de civilización en la gran llanura meridional.

No puedo sino sentir admiración por la refinada inteligencia que eligió para mí este sitio como lugar de reclusión. Esta universidad es muy apreciada por los «naturales» de Escania, pero para un hombre del Norte, como yo, acabar aquí no es sino un desprestigio.

Por otra parte, pasados los cuarenta años, casado desde hace veinte y habituado a la ordenada vida familiar, no deja de constituir una humillación el verse reducido a los círculos estudiantiles y a los de los jóvenes entregados a la vida disipada, frecuentadores de los cafés, todos más o menos mal vistos por las autoridades académicas.

De la misma edad y, en otro tiempo, compañero de los profesores que ahora reniegan de mí, me veo obligado a frecuentar a la juventud, lo cual me exige hacer el papel de enemigo de las personas de edad y de la buena sociedad. ¡Desclasado, he aquí la palabra justa! ¿Y por qué? Porque desdeñé someterme a las leyes de la sociedad y a la esclavitud de la familia. ¡He considerado como un deber sagrado la lucha por ser fiel a mi personalidad, buena o mala, eso poco importa!

Dejado de lado, proscrito, maldecido por padres y madres como corruptor de la juventud, mi situación es parecida a la de la serpiente dentro de un hormiguero, máxime cuando no puedo dejar la ciudad por falta de dinero.

¡Falta de dinero! Como consecuencia de una fatalidad, que se ceba en mí desde hace tres años y que sería incapaz de explicar, todos mis recursos están agotados y todas mis fuentes de ingresos también secas. ¡Veinticuatro obras teatrales guardadas en mis cajones y ni una sola es representada! ¡Otras tantas novelas y narraciones, y ninguna reedición! Cualquier intento de pedir un préstamo ha fracasado y fracasa. He vendido todo cuanto poseía y, al final, la miseria me ha obligado a vender mi correspondencia, es decir, ¡la propiedad ajena!

Esta pobreza permanente se me antoja tan querida por los hados, que he terminado por aceptarla como parte de mi expiación, dejando de oponerle ninguna resistencia. Para mí, en mi calidad de escritor libre, la indigencia carece de importancia, pero no tener medios para mantener a mis hijos constituye un deshonor.

¡Aceptemos también el deshonor! ¡Y la vergüenza! ¡Y el infierno; pero no cedo a la tentación de pagar los falsos honores con mi vida!

Preparado para todo, me trago todas las mortificaciones, hasta la última; y he aquí que comienzan las expiaciones.

¡Los jóvenes acomodados y bien educados, una noche, me dedican una cencerrada en el pasillo! La acepto sin rechistar, como justa.

Me pongo a buscar un apartamento amueblado. ¡Los propietarios me rechazan con indisimulados pretextos, cuando no me espetan un no en plena cara! ¡Voy a hacer visitas y no soy recibido! ¡Pequeñeces!

Pero lo que de verdad atormenta mi alma es la sublime ironía que se revela en la conducta inconsciente de mis jóvenes amigos, cuando tratan de darme ánimos ensalzando mi carrera literaria «tan fértil en ideas liberadoras», etcétera. ¡Si supieran que he tirado a la basura esas pretendidas ideas, y que ahora los representantes de tales opiniones se han vuelto adversarios míos! Hago la guerra contra mi viejo yo y, luchando contra mis amigos antagonistas, a quien en realidad destruyo es a mí mismo.

¡Qué bien concertado está todo! Como escritor dramático que soy, admiro lo bien compuesta que está esta tragicomedia. ¡Es una escena bien resuelta!

Ahora bien, habida cuenta de la superposición de viejas y nuevas opiniones que se entrecruzan en estos tiempos de transición, no se presta demasiada atención que digamos a un viejo como yo, y se desatienden mis argumentos para preguntarse únicamente si hay algo nuevo en el mundo de las ideas.

Les abro el pórtico del templo de Isis y les predico el pronto advenimiento del ocultismo. Ellos entonces se ponen a protestar y no me dan cuartel, empuñando las mismas armas que yo he fabricado durante veinte años para acabar con la superstición y el misticismo.

Pero como todas estas discusiones tienen lugar en un café donde se empina el codo, se evitan así las disputas serias y yo adquiero la costumbre de contar hechos y cosas haciendo alarde de un escepticismo ilustrado. No es que aborrezca las novedades, sino todo lo contrario, pero cuando se ha alcanzado un ideal a fuerza de dura lucha, uno se vuelve conservador y ya no quiere abandonarlo, y mucho menos abjurar de una fe por la que se ha pagado un alto precio, con un bautismo de sangre. Es a mí a quien corresponde establecer un puente entre naturalismo y supranaturalismo, proclamando que el uno no es más que derivación del otro.

Con este fin me propongo explicar, de modo digamos natural y científico, todos los fenómenos a primera vista inexplicables. Divido en dos mi personalidad, mostrando al público al ocultista naturalista y guardándome para mí, y cultivándola, la semilla de una religión no confesional. A menudo el papel esotérico se impone; confundo mis dos naturalezas para poder reírme de mis creencias recién adquiridas, cosa que contribuye a que mis teorías se infiltren hasta en los espíritus más refractarios.

El mes de diciembre, bajo un cielo negro de color de humo, transcurre lentamente, horriblemente triste. Aunque instruido por Swedenborg sobre la naturaleza de mis padecimientos, no soy capaz de dejarme doblegar de entrada bajo la mano de las potencias. Mi espíritu racional se rebela, y continúo buscando siempre la causa primera fuera de mí y en la maldad de los hombres. Atacado día y noche por unos efluvios eléctricos que me oprimen el pecho y me producen punzadas en el corazón, huyo de mi cámara de tortura y frecuento los locales donde puedo encontrar amigos. Por temor a desembriagarme no paro de beber, único medio de dormir por la noche. Pero el asco, la vergüenza y una perturbadora inquietud me obligan a dejarlo, y algunas noches frecuento el café de los partidarios de la abstinencia, llamado «La Cinta Azul». Pero se trata de un lugar que me causa espanto. Caras pálidas, atormentadas, ojos de mirada extraviada y malvada, y un silencio que no puede decirse que sea la paz de Dios.

En realidad, el vino es una bendición, y la abstinencia, un castigo.

Y así vuelvo a mi café, pero ahora, tras haberme castigado con las veladas a base de té, bebo con más moderación.

Se acerca la Navidad y pienso en la fiesta de los niños con una fría amargura, a la que no quisiera honrar con el nombre de resignación. Después de haber pasado por toda clase de pruebas desde hace seis años, me espero cualquier cosa.

¡Solo, en un hotel! Siempre fue mi pesadilla, y me he acostumbrado ya a ella. Parece que todo cuanto detesto me esté reservado.

Sin embargo, se ha creado una mayor familiaridad entre mis amigos y yo, y alguno comienza a hacerme confidencias. Pasaron tantas cosas el mes pasado… ¿Qué cosas? Muchas cosas inusitadas, inesperadas…

—¡Contadme!

Y me las cuentan. El cabeza del clan de la rebelión, el más descreído de los descreídos, recién salido de la clínica de desintoxicación para alcohólicos, se ha vuelto abstemio y ha sido tal su conversión que…

—¡Continuad!

—Que canta salmos penitenciales.

—¡Increíble!

En efecto, ese joven, dotado de una inteligencia poco común, había interrumpido momentáneamente su carrera, después de haber atacado con virulencia las opiniones universitarias, y se había entregado a la bebida. A mi llegada se mantenía un poco aparte, debido a su abstinencia, pero fue él quien me prestó Arcana coelestia de Swedenborg, que cogió de la biblioteca familiar. Entonces me acordé de que, tras la primera lectura, después de haberle hablado de las teorías swedenborgianas, le propuse que las leyera también él para que se le aclararan las ideas, pero me interrumpió horrorizado:

—¡No! ¡No quiero! ¡Ahora no! ¡Más tarde!

—¿Tienes miedo?

—¡De momento, sí!

—Pero ¿ni siquiera por curiosidad literaria?

—¡No!

Al principio creí que lo decía de broma, pero más tarde supe que hablaba absolutamente en serio.

Existe, así pues, un despertar general que recorre el mundo, y yo no tengo ya necesidad de disimular mis pensamientos.

—Escucha, viejo amigo, ¿duermes por la noche?

—¡No demasiado! Y toda mi vida desfila ante mí durante mis insomnios: todas las necedades, todos los disgustos, todos los desastres… pero sobre todo las necedades que he cometido. ¡Y cuando ha terminado, vuelta a empezar!

—¡También tú!

—¿También yo, dices?

—¡Sí! ¡Tal es la enfermedad de los tiempos! Llaman a esto el molino del Señor.

A la palabra Señor, hace un mohín de desagrado y prosigue:

—Extraños tiempos éstos; el mundo al revés…

—¡O el retorno de las potencias!

Han pasado ya los días de Navidad. Debido a las vacaciones, el cenáculo se ha dispersado por la campiña, por los alrededores de Lund. Y he aquí que urna mañana, mi amigo el médico, mi psiquiatra, se presenta con un recado de nuestro amigo poeta. Nos invita a la casa de sus padres, una propiedad rural no lejos de la ciudad.

Me niego a ir, pues detesto los viajes.

—Pero se siente desdichado.

—¿Qué le pasa?

—Insomnio; ya sabes, las francachelas…

Pretexto que tengo muchos quehaceres y la cosa queda en suspenso.

Por la tarde, otro mensaje nos informa de la enfermedad del poeta, que reclama a su amigo en calidad de médico.

—¿Qué le pasa, ahora?

—Está nervioso, neurasténico y se cree perseguido…

—¿Por los demonios?

—No, no es esto, pero, en fin…

En un arranque de humor negro, provocado por el sentimiento de tener un compañero de desventuras, me decido a partir:

—Vamos para allá; tú te encargas de la medicina, yo de los exorcismos. Por otra parte, quisiera aprovechar esta salida para hacer algunas excursiones de investigación por Escania.

Una vez puestos de acuerdo, hago las maletas y bajo las escaleras; una dama desconocida me interpela:

—Perdón, señor, ¿es usted el doctor Norberg?

—No, señora —respondo yo sin demasiadas ceremonias, creyendo vérmelas con una mujer de la vida.

Pero ella prosigue:

—¿Podría decirme qué hora es?

—¡No! —y me largo.

Sin embargo, esta escena, tan vulgar y corriente en sí misma, me deja una sensación de inquietud.

Por la noche, nos paramos en una aldea para pernoctar allí. Tras subir a mi habitación, no había tenido tiempo ni de asearme un poco, cuando los acostumbrados ruidos se dejan oír por encima de mi cabeza: arrastrar de muebles y pasos de danza.

Pero esta vez no me contento con las sospechas y, acompañado por mi amigo, subo al desván para ver qué pasa. Pero allí no hay nada, y nadie vive encima de mi habitación, bajo la techumbre.

Volvemos a ponernos en camino después de una mala noche, y a eso del mediodía estamos ya instalados en la casa paterna de nuestro poeta, que nos da un poco la impresión de ser el hijo pródigo de sus padres, religiosos y muy buena gente. Pasamos el día paseando por el hermoso campo, entre inocentes conversaciones, hasta la caída de la tarde, que trae una paz indecible en un ambiente donde el médico y yo nos sentimos un poco fuera de lugar, aunque el médico más aún que yo, siendo ateo como es.

Al hacerse de noche, nos retiramos a la habitación que nos ha sido reservada. Buscando alguna cosa que leer, doy con La magia en la Edad Media de Victor Rydberg. ¡Otra vez este escritor al que evité mientras vivía y que me persigue tras su muerte!

Hojeo el volumen y mi mirada se ve atraída por el capítulo «Íncubos y súcubos». El autor no cree en ellos y ridiculiza la creencia en el diablo.

Ahora bien, yo no veo el menor motivo para la risa; es una lectura que me ofende, pero me calmo pensando que, ahora, ¡el autor debe de haber cambiado de opinión!

Sin embargo, la lectura de esos grimorios no predispone precisamente al sueño, y una cierta inquietud nerviosa se manifiesta en mí, hasta el punto de que acepto la invitación a salir todos juntos para ir a los retretes como una saludable distracción y una introducción higiénica a la temida noche.

Provistos de una linterna, atravesamos el patio donde, bajo un cielo encapotado, los esqueletos de los árboles helados crujen, curvados por los irritantes efectos de una caprichosa tempestad.

—Le teméis a la oscuridad, queridos míos —dice burlonamente el médico.

Ninguna respuesta, las rachas de viento tratan de derribarnos a su característico modo, poniéndonos la zancadilla, tirándonos del pelo, levantándonos los faldones de la chaqueta.

Una vez llegados a destino, cerca de las cuadras y debajo del henil, somos saludados por un estrépito procedente de lo alto, y —oh, milagro— se trata del mismo ruido que me persigue desde hace seis meses.

—¡Escuchad! ¿Vosotros oís algo?

—¡Sí; arriba hay gente dando de comer a los animales! —me responde el poeta.

No lo pongo en duda, pero ¿por qué justamente cuando llego yo?

¿Y por qué el estrépito reviste en todas partes las mismas formas acústicas? Sin duda hay alguien, invisible, que organiza este guirigay pensando en mí, y no se trata de una alucinación auditiva, puesto que los demás también experimentan la misma sensación física.

Tras regresar al dormitorio, se produce un momento de incomodidad. El poeta, que ha estado tranquilo durante todo el día, y al que sus padres han asignado una buhardilla como alcoba, comienza a agitarse y confiesa finalmente que tiene miedo de dormir solo a causa de las pesadillas.

Yo le cedo mi cama y me voy a un gran aposento contiguo, donde hay una cama inmensa.

Nos damos las buenas noches y me retiro, prometiendo ir en su ayuda en caso de ataques nocturnos.

El gran aposento sin caldear, sin cortinas ni muebles, me abruma con una tristeza que el frío húmedo no hace más que acrecentar.

A fin de distraerme, busco algún libro, y, sobre una mesilla de noche, encuentro la Biblia ilustrada por Gustave Doré, así como una colección de libros devotos. Entonces caigo en la cuenta de que no soy sino un intruso en una casa piadosa, que soy el amigo del hijo pródigo, el corruptor de la juventud. ¡Qué humillante papel para un hombre de cuarenta y ocho años! ¡Qué envilecimiento!

Y comprendo el sufrimiento de este joven, su malestar por tener que vivir con gente virtuosa y devota. ¡Debe de sufrir como un diablo en misa! Y ha sido precisamente para ahuyentar al diablo con el diablo por lo que he sido invitado aquí; para hacer respirable, apestándolo, ese aire puro que el joven plagado de vicios encuentra insoportable.

Y haciéndome estas reflexiones, me acuesto. En otros tiempos, el bendito sueño era mi último y fiel refugio, cuya misericordia nunca me faltó. Ahora la noche consoladora me ha abandonado, y las tinieblas me espantan.

La lámpara está encendida y reina el silencio tras la tempestad. Pero he aquí que un bordoneo desconocido despierta mi atención y me saca de la duermevela. Descubro entonces en medio del aposento un insecto que vuela de un lado para otro. Pero lo que me asombra es que no reconozco la especie, a pesar de que soy entomólogo y me enorgullezco de conocer de memoria todos los dípteros de Suecia. Y no se trata ciertamente de una mariposa, ni de un bómbice, ni de una polilla; es una mosca, negra, oblonga, pero dotada de un aparato vibrador que se asemeja al de un cinípedo y al de un crepuscular. Me levanto para cazarla: ¡a la caza de moscas a finales de diciembre! ¡Pero ella se esfuma!

Vuelvo a acostarme entre las sábanas y reanudo mis meditaciones.

Entonces, de debajo de la almohada, se alza el maldito bicho, y tras haber reposado y entrado en calor en mi cama, dirige su vuelo a diestro y siniestro, y yo la dejo hacer, convencido de poder atraparla cerca de la lámpara, adonde debería atraerla la llama.

El momento no se hace esperar, está ya aprisionada bajo la pantalla donde una cerilla le quema las alas, de modo que, tras una danza macabra sobre su dorso, el bicho aguafiestas perece. La autopsia revela que se trata de un díptero desconocido, de unos dos centímetros, negro con dos puntitos de un color rojo fuego debajo de las alas.

¿Qué era? No lo sé, pero al día siguiente hago constar la existencia del cadáver.

—¡Una bruja! —sugiere el poeta.

—¡Quemada viva!

Sin embargo, una vez llevado a cabo el auto de fe, me duermo.

Me despierto en plena noche a causa de unos gemidos y del rechinar de unos dientes, procedentes de la habitación contigua. Enciendo la vela y entro. Mi amigo el médico, medio fuera de la cama, se retuerce presa de horribles convulsiones, con la boca abierta y con todos los síntomas, en suma, de la gran histeria descrita en el Tratado de Charcot, hasta tal punto de que podría pensarse en un caso de posesión. Y este hombre de notable inteligencia, buen corazón, no más vicioso que otros, de aventajada estatura, rasgos regulares y armónicos, está tan desfigurado que se asemeja a una representación medieval del demonio.

Aterrado, le despierto.

—¿Soñabas, amigo mío?

—¡No! ¡Era sólo una pesadilla!

—¡Incubus!

—¡Palabra de honor! ¡Había alguien que me aplastaba los pulmones! Quiero decir… una angina pectoris.

Le ofrezco un vaso de leche; él enciende un cigarro, y yo me escapo a mi aposento.

Pero no consigo ya pegar ojo. Ha sido demasiado horrible lo que he visto, y hasta el amanecer mis compañeros prosiguen su lucha contra los invisibles.

Nos encontramos a la mañana siguiente, a la hora del desayuno, y las aventuras nocturnas son puestas en solfa. Pero nuestro anfitrión no se ríe en absoluto, cosa que yo atribuyo a que los sentimientos religiosos le inspiran respeto por las potencias ocultas.

La falsa situación en que me encuentro, entre unos viejos a los que apruebo y unos jóvenes a los que no tengo ningún derecho a criticar, hace que insista en partir. Al levantarnos de la mesa, el amo de casa pide hablar en privado con el médico, y los dos se ausentan durante una media hora.

—¿Qué le pasa al viejo?

—¡Insomnio! Ataques nocturnos de corazón…

—¡También él! ¡Un hombre justo y piadoso! ¡Así pues, la epidemia no perdona a nadie!

He de reconocer que el saber esto me levantó los ánimos, y en el acto el viejo espíritu de rebelión y de escepticismo se apoderó de mi alma. ¡Desafiar a los demonios, plantar cara a los invisibles y terminar subyugándolos! He aquí las consignas que me daba a mí mismo al abandonar a la hospitalaria familia para iniciar mis excursiones por Escania.

Tras llegar por la noche a la pequeña ciudad de H., ceno en el gran comedor del hotel en compañía de un periodista. Apenas sentados a la mesa, el acostumbrado estruendo se deja oír de nuevo por encima de mi cabeza; y para cerciorarme de que no he cometido ningún error de observación, dejo que sea el periodista quien describa el fenómeno, el cual certifica su realidad.

Al salir después de cenar, la señora desconocida que me había abordado antes de la partida de L. está allí, inmóvil, parada en el portal, viéndonos pasar a mi compañero y a mí.

Entonces me olvido de los demonios y los invisibles, y vuelve a dominarme la idea de que soy perseguido por enemigos visibles. Pero la rechazo de inmediato, al recordar mi visita imprevista a la tienda del zapatero, en Malino, y la cita nocturna en el campo, cerca de las cuadras, donde era imposible sospechar ningún golpe preparado.

Las atroces dudas persisten y taladran mi cerebro, me hacen hervir la sangre y sentirme asqueado de la vida.

Pero la noche me reserva una sorpresa más terrible aún que todas las de los últimos días juntas.

Fatigado por el viaje, me acuesto hacia las once. El hotel es tranquilo, silencioso. Recobro los ánimos y caigo en un profundo sueño, para ser despertado, al cabo de media hora, por un estruendo encima de mi habitación. Deben de ser al menos una veintena de jóvenes que cantan, patalean, remueven sillas.

¡Este bochinche dura hasta la mañana!

¿Por qué no voy a quejarme al patrón? Porque, en el curso de mi vida, nunca he tenido razón. Nacido, predestinado, para el error, he dejado de quejarme.

A la mañana siguiente prosigo mi viaje para visitar las minas de carbón fósil de H. Apenas entrar en la posada para pedir un coche, la acostumbrada trapisonda en el piso de arriba se halla en su punto álgido. Con un pretexto que he olvidado, subo al primer piso, donde tan sólo encuentro una gran sala vacía.

No pudiendo visitarse las minas antes de mediodía, me hago conducir a un pueblecito de pescadores, un poco más al norte, pues la vista sobre el Sund que desde allí se ofrece goza de gran fama.

Cuando el coche está entrando en el pueblo, siento una opresión en las costillas, como si alguien me hundiera sus rodillas en los riñones, y la ilusión es tal que me vuelvo para ver al enemigo que me va pisando los talones.

Una bandada de cornejas pasa justo en aquel momento lanzando horribles graznidos y planeando sobre el caballo, que se espanta y encabrita, yergue las orejas y suda copiosamente. Tasca el freno y el cochero pasa las de Caín para calmarlo.

Pregunto la razón de esta inesperada escena espantosa, pero por toda respuesta recibo nada más que una mirada del cochero en dirección a la nube de cornejas, que nos siguen aún durante algunos minutos.

Es todo de lo más natural, pero siniestro, y de mal augurio, según la creencia popular.

Tras dos horas de viaje, infructuosas para mis estudios porque la niebla impide ver el Sund, llegamos a la aldea de Mölle. Tras decidir subir a pie el promontorio de Kullen, despido al cochero y le cito en la posada.

Una vez terminado el paseo, vuelvo a la aldea, pero, ignorando dónde se encuentra la posada, busco a alguien para que me dé alguna indicación. No hay ni un alma, ni por las calles ni en parte alguna. Llamo a las puertas: ninguna respuesta. Por la mañana, a eso de las once, en una aldea de doscientas almas, ¡ni un hombre, ni una mujer, ni un niño, ni un perro! ¡Y el cochero, el caballo, el coche, han desaparecido! Tras vagar por espacio de media hora por los callejones, doy con la posada. Convencido de encontrar allí a mi cochero, encargo él almuerzo; una vez he terminado de comer, pregunto por él.

—¿Qué cochero?

—¡El mío!

—¡No he visto a ninguno!

—¿No ha visto usted un coche, con un caballo rufo y un cochero moreno?

—¡No, señor!

—Pero si teníamos que encontrarnos en la posada…

—Entonces, debe de estar en la posta, aquí al lado.

La sirvienta me indica el camino y yo me voy para allá.

Pero no encuentro el edificio y me extravío hasta el punto de que ya no sé dónde está la posada. ¡Y tampoco hay nadie a la vista! ¡Entonces me entra miedo! ¡Miedo en pleno día! ¡Esta aldea está embrujada!

¡Ya no me muevo, permanezco en el sitio, como encadenado! ¿Para qué buscar? ¡Puesto que el diablo anda de por medio!

Finalmente, se presenta el cochero, pero me da vergüenza contarle mis desventuras y pedirle unas explicaciones que nada explicarían.

Hemos vuelto a H. y, frente a las escaleras del hotel, el caballo se cae de bruces, como si alguien situado delante de la puerta lo hubiese espantado. Me informo sobre la carretera que hay que tomar para llegar a las minas de carbón fósil, y esta vez estoy seguro de no perderme, puesto que no está más que a cinco minutos, y me marcho hacia allí a pie. Camino unos diez minutos, un cuarto de hora, media hora, todo recto, en pleno campo, pero sin descubrir el menor indicio de edificio o de chimenea que haga pensar en una mina. El cultivado llano se extiende hasta el infinito; ni una cabaña, nadie a quien preguntar. Es el Maligno quien me juega esta mala pasada. Y me quedo plantado, fascinado, sin ir ni hacia adelante ni hacia atrás.

Finalmente vuelvo a la aldea, tomo una habitación, y me tumbo a descansar en un canapé.

Al cabo de un cuarto de hora, un gran ruido interrumpe mis tristes pensamientos. Esta vez son unos martillazos remachando unos clavos. Como no creo en los espíritus percutores, atribuyo el fenómeno a alguien malintencionado o bien a una fortuita mala suerte. Llamo, pago la cuenta, y me marcho para la estación.

¡Tres horas de espera! ¡Es mucho para un impaciente, pero no queda más remedio! Al cabo de dos horas sentado en un banco, veo pasar a una señora, guapa, elegante, que entra en la sala de espera de primera clase. Hay algo en su porte y en su persona que evoca en mí no sé qué recuerdo y, lleno de curiosidad por verla de cara cuando vuelva a pasar, vigilo la puerta. Tras haber esperado bastante rato, me decido a entrar en la sala.

Nadie; ninguna otra puerta de salida; ningún retrete. ¡Y las dobles ventanas impiden la fuga!

¿Tengo telarañas en los ojos? ¿Hay gente que tiene el poder de encantar mis ojos? ¿Puede volverse uno invisible? He aquí unos problemas irresolubles, y que me desesperan. ¿Estoy loco? ¡No, puesto que los médicos dicen que no lo estoy! Entonces, preciso es creer en los milagros. Soy un condenado, me encuentro en el infierno, como dice Swedenborg, y las potencias me castigan sin tregua ni piedad. Una vez evocados, los espíritus se niegan a volver a entrar en la botella abierta.

Por la noche, en un buen hotel, de primera categoría, de la ciudad de M., me acuesto a las diez. A las diez y media se ponen a cortar madera en el pasillo sin que nadie proteste por ello, ¡y estamos en un hotel de primera categoría lleno de gente! ¡Luego se ponen a bailar! A continuación empiezan a mover la manivela de un mecanismo de engranajes… Me levanto, pago la cuenta, decidido a viajar toda la noche.

Solo, en la fría noche de enero, arrastro mi maleta, cansado, desfallecido, bajo un cielo negro. Se me ocurre la idea de acostarme sobre la nieve y dejarme morir. Pero inmediatamente después, hago acopio de todas mis energías para tomar una callejuela desierta, donde encuentro un modesto hotel. Asegurándome de que no me vea nadie, entro en él.

Me tumbo completamente vestido en la cama, totalmente decidido a dejarme matar antes que aceptar levantarme.

Un silencio sepulcral reina en la casa, y el dulce sueño se acerca. Entonces, sin ningún preámbulo, ¡una pata invisible viene a arañar por detrás el papel del techo, justo encima de mi cabeza! No es un ratón, pues el papel poco estirado no se mueve; por otra parte, ¡es una pata enorme, como de liebre, de perro! Hasta la mañana, con las ropas empapadas en sudor, espero sentir las garras sobre mi piel, pero no sucede nada y las angustias son peor que la misma muerte.

¿Cómo no me volví loco después de semejantes torturas?

Porque hay que sufrir hasta las últimas consecuencias para restablecer el equilibrio entre las fechorías, cometidas y las penas que nos son infligidas. Y, en efecto, ¡yo soporto de maravilla los suplicios, me los trago con feroz alegría para verlos llegar a su fin!

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