Inferno

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INFERNO II - LEYENDAS » III. Educación

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III

EDUCACIÓN

Swedenborg, mi guía en las tinieblas, se ha revelado sólo como un castigador. En Arcana coelestia no se habla más que del infierno y de los castigos, obra de los malos espíritus, es decir, de los diablos. Ni una palabra de consuelo, ni rastro de piedad. El diablo, sin embargo, fue abolido cuando yo era joven, y todo el mundo se reía de él, y, por ironías de la vida, ahora precisamente se va a celebrar el aniversario de la muerte del filósofo Boström, el demoledor del infierno y el vencedor del diablo. Era el profeta reformador de mi juventud, y he aquí que el diablo está a punto de vivir un renacimiento. Se ha introducido en la literatura llamada satanista, en las artes figurativas, al lado de Cristo, e incluso en la industria. Estas Navidades he observado que todos los regalos estaban inspirados en él. Diablillos y trasgos figuraban en los juguetes de los niños, en los pequeños objetos de uso doméstico, en los dulces de las pastelerías, en los calendarios de oficina. ¿Existe de veras o es simplemente un espantajo semirreal, proyectado por los invisibles para causarnos una profunda impresión y empujarnos hacia la cruz? Sin saber todavía qué respuesta dar a todo esto, una triste noche me llevan a casa de un escultor, librepensador y ateo para más señas, como la sociedad teosófica a la que pertenece. Veo allí una colección particular de cerámicas destinada a la Exposición de Estocolmo. Con un realismo y un cinismo repulsivos, el diablo figura en ellas en las más variadas situaciones, y siempre junto a un sacerdote con cara de espanto.

Es para echarse a reír, pero a mí no me hace gracia y me digo: ¡esperemos! Cuatro meses después me encuentro por la calle al escultor. Tiene un aire huraño y contrariado.

—¡Imagínese usted qué desgracia la mía; acaban de romper tres de mis mejores piezas, al abrir las cajas de embalaje para la Exposición!

Esto me interesa sobremanera y, mientras le compadezco por el accidente, pregunto con una curiosidad casi maligna:

—¿Y de cuáles se trata?

—¡De esas tres que representaban al diablo, como no podía ser menos!

No me río, pero respondo sonriendo:

—¡Ya lo ve, Lucifer detesta las caricaturas!

Algunas semanas después, le comunican al escultor que las otras piezas se han caído de la vitrina, rompiéndose, sin que la dirección pueda aclarar las circunstancias de este otro accidente.

¡Así pues, el pobre artista ha perdido un año entero, sin contar con los gastos de producción, y se ve eliminado de la lista de los expositores!

Él se consuela achacándolo al azar, que es mudo, y así el orgullo humano, que se pliega ante las fatales circunstancias, queda a salvo; uno agacha la cabeza al ver que le lanzan una piedra, pero ¿dónde está el hondero? ¿Quién es?

Sin embargo, las obras de Swedenborg vienen a parar una tras otra a mis manos, y siempre en el momento adecuado. Así, en Sueños encuentro todos los síntomas de la «enfermedad» que me obsesiona, los ataques nocturnos, los ahogos. Y los hechos que se citan en este memorial preceden a las revelaciones. Era el período de «devastación» de Swedenborg, durante el cual fue entregado a Satanás a fin de que su carne fuese mortificada.

Aunque esto me ilustra acerca de las intenciones benévolas del invisible, no me consuela en absoluto. Sólo después de haber leído Del cielo y del infierno comienzo a sentirme edificado. Existe una finalidad en todos estos sufrimientos inexplicables: el perfeccionamiento y el desarrollo del yo, el ideal soñado por Nietzsche, pero entendido de manera distinta.

El diablo, en cuanto ser autónomo, igual y opuesto a Dios, no existe. El invisible que nos atormenta no es otro que el espíritu corrector. Es ya mucho saber que el mal por el mal no existe. Con ello se gana la esperanza de encontrar la paz del corazón mediante el arrepentimiento y el control estricto de los pensamientos y de los propios actos.

Y cuando observo lo que sucede en la vida diaria, siento que estoy siendo sometido a una nueva educación, y poco a poco aprendo a descifrar los signos convencionales empleados por los invisibles. Pero las dificultades son grandes, dada mi edad y las malas costumbres adquiridas; por otra parte, mi natural afable me predispone siempre a someterme demasiado al ambiente. ¡Es algo tan penoso ser el primero en abandonar una reunión y tan antipático imponer la propia voluntad a unos amigos con los que se está en deuda! Pero es menester aprenderlo todo. Así, por ejemplo, como he adquirido la costumbre de quedarme en el café después del almuerzo, que tomo a eso de las dos, un día, a comienzos de febrero, me encuentro sentado, arrimado contra la pared, cuando la conversación comienza con un: ¿tomamos un ponche?

En ese instante, como para responder directamente a la pregunta, se oye a mis espaldas un horrible estruendo, y todas las tazas de café saltan sobre la bandeja.

¡Puse una cara! Un amigo se levanta para ver qué pasa. Es muy simple. Un operario está enluciendo la fachada.

Nos trasladamos a una salita privada. Inmediatamente, por encima de mi cabeza, en el desván, un nuevo ruido. Me levanto y salgo huyendo. Desde aquel día, ya no me quedo en el café después del almuerzo, a excepción de los días festivos.

Por la noche, en cambio, puedo beber con los amigos, porque no se trata tanto de beber como de conversar con gente culta en todas las esferas del saber. Es cierto que a menudo, sin embargo, se llega a la ebriedad pura y simple, acompañada de una hilaridad desenfrenada y de comentarios licenciosos, al mismo tiempo que afloran las malas tendencias y se hace gala con complacencia de instintos brutales. Resulta tan fácil hacerse el bestia, y por lo demás la vida no es siempre divertida…, etcétera.

Un día, tras una serie de tempestuosas libaciones, me voy a comer. Paso por delante de una empresa de pompas fúnebres, donde hay expuesto un ataúd. El suelo está cubierto de ramitas de abeto, y la gran campana de la catedral toca a muerto. Llego al restaurante donde me encuentro a un compañero muy triste; acaba de salir del hospital donde ha dicho adiós a un moribundo.

Después de comer, andando por unas callejuelas desconocidas, me topo con dos cortejos fúnebres.

—¡Pero qué presagios de muerte hay hoy en el ambiente! Y los fúnebres tañidos de la catedral no cesan.

Por la noche, al entrar en mi restaurante por la puerta cochera, reparo en un viejo, inclinado de cara a la pared; evidentemente está borracho y se siente mal. Doy un rodeo para evitarlo y me dirijo al comedor. Mi borrachera de la víspera y sus consecuencias, unidas a las impresiones siniestras de la jornada, me inspiran una tal aversión inconsciente al alcohol que pido leche para cenar.

En medio de la cena, un gran ruido, gritos de angustia, y dos minutos después, he aquí que traen adentro, en procesión, ¡con el hijo del difunto a la cabeza!, al pobre viejo que estaba en la puerta cochera. ¡El padre ha muerto! ¡Aviso a los bebedores!

La noche siguiente, una pesadilla espantosa: ¡alguien me salta encima y me sacude por los hombros!

Basta con esto para hacerme disminuir las libaciones nocturnas, aunque sin renunciar a ellas.

A finales del mes de enero me traslado a un apartamento amueblado y me veo enfrentado a mi destino, sin poder recurrir a las distracciones que siempre procura la presencia de un amigo. ¡Es la lucha cuerpo a cuerpo y sin posibles subterfugios! Por la noche, al volver a casa, noto en seguida el estado de mi conciencia. Una atmósfera sofocante, pese a que las ventanas están abiertas: una mala noche a la vista. En ocasiones he llegado a huir, convencido de que hay alguien en mi habitación. Se presentan entonces unas angustias atroces que me producen sudor frío, y me basta con bucear en mi conciencia para saber qué es lo que no funciona. Pero ya no huyo. Es siempre inútil.

Entre las lecciones que me imparten los espíritus correctores, hay una que no me atrevo a pasa* por alto: la prohibición de hurgar en las cosas ocultas, porque deben permanecer ocultas.

Así, durante mis excursiones por Escania, había observado, dispersas aquí y allá, unas piedras de una forma singular y muy característica. Representaban diversos tipos de animales, y en particular de pájaros, pero también sombreros y cascos. Otras incluso, estriadas, imitaban las figuras de Widmannstätten que se ven en los meteoritos.

Sin saber exactamente su origen, tenía la impresión de que no se trataba de simples «caprichos de la naturaleza». Su misma forma hacía pensar en productos artísticos trabajados por la mano del hombre. Durante dos años prosigo su búsqueda, intereso en ello a un amigo y le proporciono datos sobre los lugares en cuestión, para que sean fotografiados.

La expedición fracasa y un año después me doy cuenta de que los datos eran erróneos.

Posteriormente, cada vez que insisto en esta búsqueda, se me presentan obstáculos de naturaleza tan prodigiosa que no puedo atribuirlos al azar. Así, para poner un solo ejemplo, una mañana me decido a hacer una excursión con un arqueólogo, para aclarar la cosa de una vez por todas. Apenas fuera de casa, se me sale un clavo de la bota y me hace una herida en el pie. Yo no le doy demasiada importancia, pero a medida que me acerco a casa de mi amigo el dolor se vuelve tan intenso que he de pararme. ¡Imposible avanzar, imposible volver atrás! Furioso, me saco la bota y remacho el clavo con un cuchillo. Un vago recuerdo de un fragmento de Swedenborg me vuelve a la mente: «Los espíritus correctores, cuando ven alguna mala acción o intención de hacer daño, castigan con un dolor en el pie, en la mano o en torno a la región epigástrica.» Pero movido por la curiosidad científica, que considero lícita y loable, retomo el camino y me reúno muy pronto con mi compañero.

La excursión debe iniciarse en una cueva situada en un parque. Pero la entrada está obstruida por porquería de naturaleza indecible, y dispuesta de una manera tan provocadora, o más bien tan irónica, que no puedo dejar de sonreírme.

El segundo lugar de excavación, que conozco bien, está en un jardín, donde los bloques de piedra, de muy fácil acceso, están agrupados en torno a un árbol. Pues bien, esta mañana el jardinero ha rodeado este árbol y las rocas prehistóricas con tiestos de flores, y me es imposible mostrar nada a mi erudito compañero. ¡Bonito fiasco! Irritado por estos obstáculos, me llevo a mi amigo, ahora ya escéptico, a través de la ciudad hasta un patio donde sé que se encuentra reunido todo un museo. Es el punto decisivo, y espero resultados asombrosos. Pero primero somos recibidos por un perro de la peor especie. Nuestros gritos alarman a los propietarios del lugar, a quienes, para poder ser oídos pese a los ladridos del mastín, tenemos que decir voceando el motivo de nuestra presencia. ¡Pero la verja está cerrada; y la llave, inencontrable! ¡Desastre absoluto!

—¿Esto es todo? —me pregunta el científico, que ha empezado ya a sentir desprecio por mí.

—No, pero salgamos de la ciudad.

Lector, no es mi deseo cansarte con futilidades, pero el caso es que tras una serie de peripecias más o menos irritantes, llegamos ante un montón de piedras. Y he aquí que, ¡oh hechicería!, me fue imposible mostrar la más mínima apariencia de forma orgánica al científico, que no veía nada, como yo tampoco, como si tuviéramos telarañas en los ojos.

Al día siguiente, volví allí solo; había una verdadera casa de fieras.

Y termino la odisea con una indicación sobre la naturaleza de estos fragmentos de escultura preadamítica.

Según los ocultistas, su origen se remontaría a las razas atlántidas, al igual que las estatuas gigantescas de la isla de Pascua y del desierto de Gobi. Olaus Magnus los menciona también, por haberlos encontrado en abundancia en las orillas del Brâvik, en Östergötland. Swedenborg les atribuye un significado simbólico, considerándolos productos artísticos de la raza de la edad de plata (véase Delitiae Sapientiae).

Ahora bien, a juzgar por cuanto se manifiesta en el restringido círculo en el que me muevo, las potencias no me permiten escoger a mis amistades, y mucho menos despreciar a nadie, quienquiera que sea. Yo soy, como todo el mundo, víctima de predilecciones y simpatías. Y ahora busco personas de temperamento reposado a las que comunicar mis ideas sin exponerme a sentirme herido por bromas fuera de lugar. La Providencia me ha enviado a un amigo al que respeto por la atmósfera pura que le rodea. Como un niño mimado, empiezo a despreciar a los demás, almas de cántaro, espíritus prosaicos, que se complacen a veces en chocarrerías.

Pero, apenas me aparto de ellos, el amigo se va de viaje, los otros están ilocalizables, y mi aislamiento me obliga a humillarme en extremo mendigando la compañía de gentes insignificantes, que mis amigos habituales no frecuentan. Pero un cierto número de experiencias de este tipo me demuestra una vez más que la diferencia entre un hombre y otro no es tan grande como se cree, y de hecho, entre el pueblo bajo, he encontrado a verdaderos caballeros y ¡cuántos santos y héroes no he entrevisto entre los despreciados! Por otra parte, «las malas compañías estropean las buenas costumbres»; pero ¿cuáles son las malas compañías? ¿Y las buenas?

Supongamos, como he hecho yo, que en esta ciudad extranjera adonde he venido a parar por casualidad me haya sido confiada una misión. ¿Qué será lo que estoy llamado a hacer aquí? ¿A predicar la moral? La conciencia me responde: con el ejemplo. Pero nadie sigue mi ejemplo, ¡y buena la haría predicando a unos jóvenes que sin duda no habrán pecado lo que yo!

Parece, por otra parte, que el tiempo de los profetas ha pasado; las potencias no desean ya sacerdotes, habiendo retomado directamente en sus manos el gobierno de las almas, y no hace falta ir muy lejos para cerciorarse de ello.

Uno de nuestros poetas fue inculpado hace poco por haber atentado contra las buenas costumbres con una colección de poesías. Absuelto por el jurado, no por ello ha encontrado la paz.

En una de sus poesías desairaba a duelo, cuerpo a cuerpo, al mismo Padre Eterno, aun cuando tuviesen que encontrarse en el mismísimo infierno para resolver sus diferencias. Parece que la provocación fue aceptada, y que el joven, quebrado como una caña, tuvo que implorar que le fuera perdonada la vida.

Una noche, mientras estaba bebiendo con los amigos, una fuerza que las ciencias exactas ignoran le arranca el cigarro, que cae al suelo.

Un poco sorprendido por el incidente, él lo recoge y aparenta que no ha pasado nada. Pero la broma se repite por tres veces. Entonces, pálido como la muerte, el incrédulo se larga sin decir esta boca es mía, dejando a sus amigos estupefactos.

En casa, una nueva sorpresa aguarda al temerario. Sin razón aparente, sus manos se ponen a frotar, o más bien a amasar, a la manera de los masajistas*, su busto entero, que se ha vuelto en verdad demasiado rollizo por el abuso del alcohol. Este masaje involuntario sigue sin descanso durante quince días, al final de los cuales el luchador juzga suficiente el entrenamiento para presentarse en la palestra. Toma una habitación en un hotel e invita a los amigos a un festín de Baltasar, que durará tres días y tres noches. Quiere, en efecto, mostrar al mundo que el hombre superior (¡Nietzsche!) puede domeñar a los demonios del vino.

El primer día lo pasan bebiendo; luego cae la noche y, con ella, el campeón, pero no sin que antes los demonios le hayan insuflado una locura furiosa, hasta el punto de que expulsa a todos los invitados que tienen que escapar por puertas y ventanas; así termina el festín. Tras lo cual, el anfitrión es llevado a una casa de salud.

Así me han contado la aventura, y siento repetirla sin las lágrimas de rigor en este tipo de casos desdichados.

Ahora bien, el acusado ha conseguido un defensor para su causa, un joven médico que le brinda su apoyo en la lucha contra el Padre Eterno.

¿Resulta en extremo pretencioso querer relacionar estos dos hechos? El médico habla en defensa del blasfemo y se rompe una pierna. ¿Ha sido una mera casualidad que el caballo se encabritase y volcase el coche? Pregunto. ¿Y cómo es que, después de guardar cama durante varios meses, el médico se levantó con «el tendón de la cadera roto»? ¿Cómo es que su mirada, antes límpida y firme, tiene ahora una expresión de maníaco, inquietante, como la de un hombre que ya no se controla? ¿Es preciso que responda? Y si se me replica que sí, continúo el relato hasta el final.

Este médico, un buen hombre culto y de buena fe, vino un día a confiarme, hacia finales de verano, que le atormentaba el insomnio, y que por la noche un cosquilleo extraño le despertaba, obligándole a levantarse. Si se negaba a abandonar la cama, el corazón le empezaba a latir con fuerza.

—¿Y entonces? —terminó diciendo, esperando mi respuesta con evidentísima inquietud.

—¡Es también mi caso! —le respondí yo.

—¿Y cómo se curó usted?

¿Fui un ser vil? ¿Obedecí a una voz interior? Le respondí:

—¡Tomé sulfonal!

La cara de mi interlocutor expresó una gran desilusión, pero yo nada podía hacer.

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