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INFERNO II - LEYENDAS » IV. Milagros

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IV

MILAGROS

Después de tres meses de riguroso invierno, he aquí los primeros signos de la primavera. Los embotados espíritus se deshielan y las semillas sembradas bajo la nieve empiezan a germinar. Han sucedido muchas cosas, y en vez de echar en el olvido ciertos hechos innegables atribuyéndolos al azar o a simples coincidencias, uno los observa, hace acopio de ellos y reflexiona sobre los mismos. Al principio, para reírse de la propia superstición, pero luego la risa desaparece y no sabe uno ya qué pensar.

Ocurren milagros, y a diario, pero no se provocan milagros a voluntad. Un día, a la hora del almuerzo, paso por la calle del mercado, que está en ese momento despejada. Sufriendo como sufro desde hace tiempo de agorafobia, le temo al vacío, y la atravieso en un estado de angustia apenas disimulado. Aquel día, cansado por el trabajo y extraordinariamente nervioso, el simple hecho de ver el mercado vacío me impresiona hasta el punto de querer «volverme invisible» con el fin de escapar a la atención de los curiosos; bajo la cabeza, miro fijamente el adoquinado presa de la sensación de aovillarme sobre mí mismo, de cerrar los sentidos, de cortar todo contacto con el mundo exterior y dejar de sufrir la influencia del ambiente circundante. Así, en un estado de inconsciencia, atravieso el mercado.

Poco después, en un callejón, a mis espaldas, dos voces conocidas me llaman. ¡Me detengo!

—¿Por qué camino has venido?

—¡Por el mercado!

—¡No! ¡No puede ser! ¡Precisamente, nosotros estábamos allí vigilando, esperándote para ir juntos a comer!

—Os lo aseguro…

—¡Entonces, es que te has vuelto invisible!

—¡Todo es posible!

—¡Al menos para ti! Se cuentan cosas increíbles sobre tu persona.

—Me lo temía, incluso me han visto en el Danubio cuando en realidad estaba en París.

(Fue realmente así, pero en aquel tiempo creía en visiones que no tenían nada que ver con la realidad.)

Y solté la frase como si de una ocurrencia se tratara.

Esa misma noche cenaba solo en el pequeño comedor del restaurante. Un hombre al que no conozco entra con aire de estar buscando a alguien. Pese a observar todas las mesas no repara en mí y, convencido de estar solo, se pone a lanzar juramentos y a hablar en voz alta. Para que note mi presencia, golpeo con el tenedor en el vaso. El extraño hace en seguida un movimiento, y con aire de absoluto asombro por haber visto a alguien, se calla y se va.

Es entonces cuando comienzo a meditar sobre el problema de la desmaterialización, admitida por los ocultistas. Y las pruebas no hacen sino acumularse.

Una semana después de estos incidentes, otra aventura llama mi atención. Era un miércoles, día en que los restaurantes se llenan de campesinos venidos para la feria semanal. Para estar tranquilo, mi compañero habitual ha reservado una salita, y como llega antes que yo, me espera en la puerta y me invita a entrar. Luego, a fin de ganar tiempo, decidimos tomar los entremeses en la mesa común del comedor. Sigo de mala gana a mi compañero, porque no me gustan ni un pelo los campesinos borrachos y sus injurias. Atravesamos por entre el gentío y llegamos al buffet, donde no hay más que un individuo, por otra parte de lo más tranquilo.

Nos tomamos los entremeses y, sin intercambiar una sola palabra, nos retiramos a nuestra salita, mi amigo precediéndome. Delante de la puerta, se muestra muy sorprendido de verme.

—¿Cómo? ¿De dónde sales?

—¡Pero, santo cielo, del buffet!

—¡Pues yo no te he visto, estaba seguro de que te habías quedado aquí!

—¿Que no me has visto? Pero si hemos cruzado nuestras manos sobre los platos…, ¿acaso puedo volverme invisible?

—¡Todo esto es muy extraño, sin embargo!

Buceando en mi memoria, descubro fondos secretos hasta ahora sin valor para un escéptico esterilizado por las ciencias exactas. Así me acuerdo de la mañana del día de mi primera boda. Era un domingo de invierno, tranquilo, triste y solemne para mí, que me disponía a dejar la impura vida de soltero para crear un hogar con la mujer amada. Queriendo tomar a solas mi último almuerzo de soltero, bajo a un café que estaba situado en un oscuro callejón. Era un local iluminado con luz de gas. Pido un café con leche, y me siento de repente espiado por varios hombres que parecen llevar en la mesa desde el día anterior: pálidos como espectros, maleducados, mal vestidos, roncos y apestosos tras una noche de juerga. Y entre aquella panda reconozco a dos amigos de juventud, venidos a menos, que no tienen donde caerse muertos, sin empleo, notorios haraganes, y tal vez bordeando lo delictivo…

No fue la soberbia la que me impidió reanudar el trato, sino el temor a una recaída en el fango, la repugnancia a volver a caer en mi propio pasado, porque también yo había sido así. Al final, cuando el más sobrio de ellos, en nombre de todo el grupo, se levanta para acercarse a mi mesa, me domina el miedo y, decidido a renegar de mi identidad si preciso fuera, miro de arriba abajo al provocador, quien, sin que se sepa por qué motivo, se detiene a dos pasos de mí y, con una cara de loco que jamás olvidaré, se excusa y vuelve a su mesa. Sin duda hubiera jurado que era precisamente yo, pero no me reconoció.

Se inicia entonces una discusión a propósito de mi persona.

—¡Es él, seguro!

—¡No, maldita sea, no es él!

Yo huyo, lleno de vergüenza de mí mismo, de compasión por aquellos desgraciados, pero aliviado en el fondo del corazón por haber puesto fin a una existencia indecente. ¡¿Puesto fin?!

Dejando de lado el aspecto moral de la cosa, queda el prodigio de que se pueda alterar la propia fisonomía hasta el punto de volverse irreconocible para un amigo al que se ve durante todo el año y al que se saluda por la calle con un cabeceo.

En Berlín, cinco años atrás, una joven de buena familia me invitó a acompañarla al teatro. La propuesta me desagradó, quería evitar comprometer a la joven, y además las largas veladas en el teatro me cansan. No obstante, no pudiendo negarme, fui al lugar convenido para la cita. Confieso haber caminado de un lado para otro por la acera opuesta de la calle, que era por otra parte bastante estrecha, y pasé una media hora sin mirar a nadie, totalmente resuelto a hacer fracasar el encuentro. El truco dio resultado, y me largué sigilosamente.

Al día siguiente fui yo quien le remitió una carta de reproche. Asombrada, la dama juró haberme esperado, y el misterio siguió siendo absoluto.

Tenía yo en otro tiempo la costumbre de ir de caza solo, sin perro, y a menudo sin escopeta. Un día que paseaba a la ventura, en Dinamarca, deteniéndome en un calvero, he aquí que un zorro acierta a pasar muy cerca de mí. Me mira a la cara, a pleno sol, desde una veintena de pasos. Yo no me muevo, y el zorro continúa hurgando en el suelo, buscando ratones. Me inclino para coger una piedra. Entonces es él el que se vuelve invisible, porque desaparece de improviso sin que yo me dé cuenta. Examinando el terreno no encontré ni rastro de madriguera, ni tampoco un matorral donde hubiera podido esconderse. ¡Había desaparecido sin hacer uso de sus patas!

Las garzas gustan de anidar en los pantanos de las vegas bajas del Danubio, y son pájaros extremadamente asustadizos. No obstante, a menudo las sorprendía sin necesidad de ocultarme. Y mientras permanecía inmóvil, podía observarlas. A veces, incluso, volaban sobre mi cabeza. Cuando lo contaba, nadie me creía, y menos aún los cazadores. Parecía, pues, un hecho sobrenatural.

Luego, cuando le conté estas aventuras a mi amigo teósofo de L., éste recordó un incidente cuya clave nunca había podido descubrir. Un operario conocido suyo fue a verle con la excusa de que tenía para vender una pieza de arte antigua, y le pidió un anticipo de cinco coronas. Tan pronto como se vio con el dinero, el tipo se eclipsó y permaneció ilocalizable durante tres meses.

Un domingo por la tarde, el teósofo se paseaba con su mujer por una calle secundaria, cuando a unos pasos delante de ellos, por la misma acera, reconoció a ese hombre.

—¡Ahí le tienes, al desaprensivo!

El teósofo se suelta del brazo de su mujer, se adelanta, pero de repente el otro desaparece, como si se hubiera evaporado. Ni puerta, ni ventana, ni ninguna entrada de bodega que pudiera servirle de refugio. Y, como de costumbre, el teósofo creyó haber sido víctima de una alucinación, puesto que por la calle no había ni un alma y era, por tanto, imposible que hubiese podido tomar a una persona por otra.

¡He aquí el hecho en su cruda y nuda realidad! Pedir explicaciones de lo inexplicable no deja de ser una contradicción. Admitida la facultad que tiene el ser vivo de hacer desviar los rayos visibles, es decir, de cambiar la amplitud de la refracción, ¿encontrará en esta retahíla de palabras una solución al problema cuyo nudo central se esconde en un porqué y en un cómo?

¡Queda el milagro! ¡Y bien está el milagro, hasta nueva orden, pero entre tanto reunamos los hechos, en vez de negarlos!

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