Inferno

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Capítulo 37

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—¡No le había reconocido, profesor! —dijo la mujer en inglés con acento italiano—. Es por la ropa que lleva. —Sonrió afectuosamente y asintió, dándole el visto bueno a su traje Brioni—. Muy a la moda. Casi parece usted italiano.

A Langdon se le había secado la boca de golpe, pero se las arregló para sonreír con educación cuando la mujer llegó a su lado.

—Buenos… días —dijo, vacilante—. ¿Cómo está?

Ella se rio y se llevó las manos a la barriga.

—Agotada. La pequeña Catalina ha estado toda la noche dando patadas. —La mujer echó un vistazo alrededor de la sala, desconcertada—. Il Duomino no mencionó que fuera a regresar usted hoy. ¿También él está aquí?

La mujer pareció advertir la confusión de Langdon y, tras soltar una risa ahogada, añadió:

—No pasa nada, todo el mundo en Florencia le llama así. A él no le importa. ¿Ha sido él quién le ha dejado pasar?

—Así es —dijo Sienna, acercándose desde el otro lado de la sala—, pero tenía un desayuno. Nos ha dicho que a usted no le importaría que echáramos un vistazo. —Al llegar junto a ellos extendió la mano con entusiasmo—. Soy Sienna, la hermana de Robert.

La mujer le dio un apretón de manos exageradamente oficial.

—Yo soy Marta Álvarez. Qué suerte la suya, poder contar con el profesor Langdon de guía privado.

—Sí —dijo Sienna, apenas disimulando un mohín—. ¡Es tan listo!

Hubo un incómodo silencio durante el cual la mujer examinó a Sienna.

—Es curioso —dijo finalmente—, no encuentro ningún parecido entre ambos. Excepto, quizá, en la altura.

«Ahora o nunca» pensó Langdon, temiendo que les atrapara.

—Marta —la interrumpió, esperando haber oído bien su nombre—, lamento molestarle, pero, bueno… supongo que ya se puede imaginar por qué estoy aquí.

—En realidad, no —respondió ella entornando los ojos—. No tengo la menor idea de qué está haciendo usted aquí.

A Langdon se le aceleró el pulso y, durante el desagradable silencio que hubo a continuación, temió lo peor. De repente, sin embargo, Marta sonrió y soltó una carcajada.

—¡Estoy bromeando, profesor! Claro que imagino por qué ha regresado. No tuvo suficiente con la hora que anoche pasó ahí arriba con il Duomino y ahora ha regresado para enseñársela a su hermana, ¿no es así? La verdad, todavía no sé por qué la encuentra tan fascinante.

—Así es… —dijo Langdon—. Si no es molestia, me encantaría enseñársela a Sienna.

Marta levantó la mirada hacia el balcón del segundo piso y se encogió de hombros.

—No hay ningún problema. Justo ahora iba hacia allí.

Con el corazón latiéndole con fuerza, Langdon levantó la mirada hasta el balcón del segundo piso que había al fondo de la sala. «¿Anoche estuve ahí arriba?». No recordaba nada. Sabía que, además de estar exactamente a la misma altura que las palabras «cerca trova», el balcón también servía de entrada al museo del palazzo, que siempre visitaba cuando iba allí.

Marta estaba a punto de conducirlos al otro lado de la sala cuando de repente se detuvo y, como si se lo hubiera pensado mejor, dijo:

—Pero, profesor, ¿está seguro de que no prefiere enseñarle a su hermana algo un poco menos lúgubre?

Langdon no tenía ni idea de cómo responder a eso.

—¿Vamos a ver algo lúgubre? —preguntó Sienna—. ¿Qué es? No me lo ha dicho.

Marta sonrió ligeramente y se volvió hacia Langdon.

—¿Se lo digo yo o prefiere hacerlo usted, profesor?

Langdon se apresuró a aprovechar la oportunidad.

—Oh, no, Marta, hágalo usted misma, por favor.

Ella se volvió hacia Sienna y comenzó a hablar con calma.

—No sé lo que le ha contado su hermano, pero vamos al museo a ver una máscara muy especial.

Sienna abrió los ojos como platos.

—¿Qué tipo de máscara? ¿Una de esas tan feas que llevan aquí en Carnaval?

—Buen intento —dijo Marta—, pero no, no es una máscara de la peste. Es algo muy distinto. Se trata de una máscara mortuoria.

Langdon dejó escapar un grito ahogado y Marta le reprendió con la mirada. Pensaba que lo había hecho para asustar a su hermana.

—No haga caso a su hermano —dijo—, las máscaras mortuorias eran una práctica muy extendida en el siglo XVI. Básicamente consisten en una máscara de yeso del rostro de alguien, hecha momentos después de su fallecimiento.

«Una máscara mortuoria. —Langdon tuvo el momento de mayor claridad desde que se había despertado en Florencia—. El Inferno de Dante, cerca trova, mirar a través de los ojos de la muerte. ¡La máscara!».

—¿Y qué rostro se utilizó para hacer la máscara? —preguntó Sienna.

Langdon le puso una mano en el hombro y le contestó lo más serenamente que pudo.

—Un famoso poeta italiano llamado Dante Alighieri.

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