Inferno

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Capítulo 103

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La madrugada en el aeropuerto Atatürk era fría y brumosa. Una ligera neblina flotaba sobre la pista alrededor de la terminal de vuelos privados.

Langdon, Sienna y Sinskey llegaron en coche y les recibió un empleado de la OMS que les ayudó a bajar del vehículo.

—Estamos listos, señora. Cuando quiera, partimos —dijo el hombre, haciéndoles pasar al modesto edificio de la terminal.

—¿Y el vuelo del señor Langdon? —preguntó Sinskey.

—Avión privado a Florencia. Su documentación temporal de viaje está a bordo del avión.

Sinskey asintió.

—¿Y el otro asunto que hemos discutido?

—Ya está en marcha. El paquete será enviado en breve.

Sinskey le dio las gracias al hombre y este comenzó a atravesar la pista en dirección al avión. Luego, la doctora se volvió hacia Langdon.

—¿Está seguro de que no quiere venir con nosotras? —Sinskey sonrió, se pasó una mano por el largo cabello plateado y se lo colocó detrás de la oreja.

—Considerando la situación, no estoy seguro que un profesor de arte tenga mucho que ofrecer —dijo Langdon en broma.

—Ya ha ofrecido muchas cosas —dijo Sinskey—. Más de las que se imagina. Y entre ellas destaca… —señaló a Sienna, pero la joven ya no estaba con ellos. Se encontraba a veinte metros, frente a una gran ventana desde la que miraba ensimismada el C-130.

—Gracias por confiar en ella —dijo Langdon en voz baja—. Tengo la impresión de que no lo han hecho mucho a lo largo de su vida.

—Sospecho que Sienna Brooks y yo aprenderemos muchas cosas la una de la otra —Sinskey extendió la mano—. Buena suerte, profesor.

—Y a usted también —dijo Langdon mientras se la encajaba—. Mucha suerte en Ginebra.

—La necesitaremos —dijo y luego señaló a Sienna con un movimiento de cabeza—. Les dejo un momento para que se despidan, cuando hayan terminado dígale que vaya directamente al avión.

Mientras cruzaba la terminal, Sinskey metió la mano en el bolsillo, sacó las dos mitades de su amuleto roto y las apretó con fuerza.

—No tires esa vara de Asclepio —exclamó Langdon a su espalda—. Tiene arreglo.

—Gracias —respondió, despidiéndose con la mano—. Espero que todo lo demás también.

Sienna Brooks permanecía sola junto a la ventana, mirando las luces de la pista. Tenían una apariencia fantasmal en medio de la niebla y las nubes bajas. A lo lejos podía ver la torre de control, sobre la cual ondeaba orgullosamente la bandera turca. Un mar rojo con los antiguos símbolos de la media luna y la estrella, vestigios del Imperio otomano que se mantenían vivos en el mundo moderno.

—Te doy una lira turca si me dices lo que piensas —dijo una profunda voz a su espalda.

Sienna no se dio la vuelta.

—Se acerca una tormenta.

—Ya lo sé —respondió Langdon.

Al cabo de un momento, la joven se volvió hacia él.

—Me gustaría que vinieras a Ginebra.

—Te lo agradezco —respondió—, pero estarás muy ocupada hablando sobre el futuro. Lo último que necesitas es cargar con un viejo profesor universitario.

Ella lo miró desconcertada.

—Crees que eres demasiado viejo para mí, ¿verdad?

Langdon soltó una carcajada.

—¡Sin duda alguna soy demasiado viejo para ti, Sienna!

Ella bajó la mirada, incómoda y avergonzada.

—Bueno, en cualquier caso, ya sabes dónde puedes encontrarme. —Sonrió con timidez—. Es decir, si quieres volver a verme.

Él le devolvió la sonrisa.

—Eso me encantaría.

Ella se sintió algo más animada y, sin embargo, se hizo un largo silencio entre ambos. Ninguno de los dos sabía muy bien cómo despedirse.

Al levantar de nuevo la mirada hacia el profesor, Sienna notó que la embargaba una emoción a la que no estaba acostumbrada. Sin advertencia previa, se puso de puntillas y lo besó en los labios. Cuando se apartó, tenía los ojos llorosos.

—Te echaré de menos —susurró.

Langdon sonrió afectuosamente y la rodeó con sus brazos.

—Yo también.

Permanecieron un largo rato envueltos en un abrazo que ninguno de los dos parecía dispuesto a terminar. Al fin, Langdon habló:

—Hay un dicho antiguo que se suele atribuir a Dante —hizo una pausa—. «Recuerda esta noche, porque marca el principio de la eternidad».

—Gracias, Robert —dijo ella, y las lágrimas comenzaron a rodarle por las mejillas—, por fin siento que tengo un propósito.

Langdon la atrajo hacia sí.

—Siempre has dicho que querías salvar el mundo. Esta es tu oportunidad.

Sienna sonrió ligeramente y se dio la vuelta. Mientras caminaba sola hacia el C-130, pensó en todo lo que había pasado, en todo lo que todavía podía pasar, y en todos los posibles futuros.

«Recuerda esta noche —se repitió—, porque marca el principio de la eternidad».

Mientras subía al avión, confió en que Dante tuviera razón.

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