Inferno

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Capítulo 10

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—Siéntate —dijo Sienna—, tengo que hacerte unas preguntas.

Langdon entró en la cocina. Ahora su paso ya era mucho más firme. Llevaba el traje Brioni de su vecino, y había descubierto con sorpresa que le quedaba bastante bien. Incluso los mocasines eran cómodos y, mentalmente, tomó nota de pasarse al calzado italiano cuando llegara a casa.

«Si es que llego», pensó.

Sienna, toda una belleza, se había transformado por completo. Ahora iba con unos pantalones entallados y un suéter de color crema. Ambas prendas realzaban su ágil figura. Seguía llevando el cabello recogido y sin el aire autoritario del traje quirúrgico parecía más vulnerable. Langdon advirtió que tenía los ojos rojos, como si hubiera estado llorando, y volvió a sentirse embargado por un abrumador sentimiento de culpa.

—Lo siento, Sienna. He oído el mensaje telefónico. No sé qué decir.

—Gracias —respondió ella—, pero ahora debemos centrarnos en ti. Por favor, siéntate.

Ahora su tono era más firme, y Langdon recordó los artículos que acababa de leer sobre su intelecto y su infancia.

—Necesito que pienses —dijo Sienna, indicándole que se sentara—. ¿Puedes recordar cómo hemos llegado a este apartamento?

Langdon no estaba seguro de qué importancia tenía eso.

—En un taxi —dijo, sentándose a la mesa—. Alguien nos estaba disparando.

—Disparándote a ti. Dejemos eso claro.

—Sí. Lo siento.

—¿Y recuerdas algún disparo mientras estabas en el taxi?

«Qué pregunta más extraña».

—Sí, dos. Uno ha impactado en el retrovisor lateral, y el otro ha hecho pedazos la luna trasera.

—Está bien, ahora cierra los ojos.

Langdon comprendió que estaba examinando su memoria. Cerró los ojos.

—¿Qué llevo puesto?

Langdon la visualizó a la perfección.

—Zapatos planos de color negro, pantalones y un suéter de color crema con el cuello en V. Tienes el cabello rubio, te llega a los hombros y lo llevas recogido. Tus ojos son marrones.

Langdon abrió los ojos y se la quedó mirando, satisfecho de comprobar que su memoria eidética funcionaba a la perfección.

—Muy bien. Tu capacidad cognitiva visual es excelente, lo cual confirma que tu amnesia es solo retrógada, y que en el proceso de creación de recuerdos no hay ninguna lesión permanente. ¿Te has acordado de algo de los últimos días?

—Lamentablemente, no. Y cuando te has ido he tenido otra oleada de visiones.

Langdon contó la alucinación de la mujer del velo, la multitud de cadáveres y las piernas del cuerpo medio enterrado, agitándose y marcadas con la letra erre. Luego le explicó lo de la rara máscara picuda suspendida en el cielo.

—¿«Yo soy la muerte»? —preguntó Sienna con preocupación.

—Eso es lo que decía, sí.

—Está bien. Supongo que eso gana a «Soy Vishnú, destructor de mundos». —La joven acababa de citar lo que dijo Robert Oppenheimer al hacer las pruebas de la primera bomba atómica—. ¿Y la máscara de ojos verdes con nariz en forma de pico? —preguntó con desconcierto—. ¿Tienes alguna idea de por qué tu mente ha evocado esa imagen?

—No, pero se trata de un tipo de máscara bastante habitual en la Edad Media. —Langdon se detuvo un momento—. Se llama máscara de la peste.

Sienna se mostró extrañamente intranquila.

—¿Máscara de la peste?

Langdon le explicó que en el mundo de la simbología, la especial forma de esa máscara de largo pico era casi siempre un sinónimo de la Peste Negra, la plaga mortal que barrió Europa en el siglo XIV y mató en algunas regiones hasta un tercio de la población. Muchos creían que lo de «negra» era una referencia al oscurecimiento de la carne de las víctimas debido a la gangrena y a las hemorragias subepidérmicas, pero en realidad se debía al hondo pavor que la pandemia causó entre la población.

—Esa máscara de largo pico —dijo Langdon— la llevaban los médicos medievales para mantener la pestilencia lejos de sus orificios nasales cuando trataban a sus pacientes. Hoy en día, solo se ve en algunos disfraces durante el carnaval de Venecia, un escalofriante recordatorio de ese sombrío período de la historia de Italia.

—¿Y estás seguro de que has visto una de estas máscaras en tus visiones? —preguntó Sienna con voz trémula—. ¿La máscara de un médico medieval de la peste?

Langdon asintió. «Una máscara picuda no se confunde con facilidad».

Por cómo Sienna frunció el entrecejo, Langdon tuvo la impresión de que estaba intentando averiguar el mejor modo de darle malas noticias.

—¿Y la mujer no dejaba de decirte que «buscaras y hallarías»?

—Sí. Igual que antes. El problema es que no sé qué debo buscar.

Sienna dejó escapar un largo suspiro.

—Creo que yo sí lo sé. Es más, creo que ya lo has encontrado.

Langdon se la quedó mirando fijamente.

—¡¿De qué estás hablando?!

—Robert, cuando anoche llegaste al hospital, llevabas algo inusual en el bolsillo de la chaqueta, ¿recuerdas qué era?

Langdon negó con la cabeza.

—Llevabas un objeto… sorprendente. Lo encontré por casualidad cuando te estábamos limpiando. —Se volvió hacia la desmejorada chaqueta de tweed Harris que descansaba sobre la mesa—. Si quieres echarle un vistazo, todavía está en el bolsillo.

Langdon se volvió hacia su saco. «Al menos eso explica por qué volvió para rescatarlo». Agarró la ensangrentada prenda y revisó uno a uno todos los bolsillos. Nada. Lo comprobó de nuevo. Finalmente, se volvió hacia Sienna y se encogió de hombros.

—Aquí no hay nada.

—¿Y qué hay del bolsillo secreto?

—¿Cómo? Mi chaqueta no tiene ningún bolsillo secreto.

—¿No? —Parecía desconcertada—. Entonces, ¿es de otra persona?

Langdon se volvió a sentir confundido.

—No, es mía.

—¿Estás seguro?

«Por supuesto que lo estoy —pensó—. De hecho, era mi Camberley favorita».

Langdon le dio la vuelta para dejar el forro a la vista y le mostró a Sienna la etiqueta con su símbolo favorito del mundo de la moda, el icónico logo del tweed Harris: una esfera adornada con trece joyas en forma de botón y coronada por una cruz de Malta.

«Solo a los escoceses se les ocurriría invocar a los guerreros cristianos en una prenda de tela asargada».

—Mira esto —dijo Langdon, señalando las iniciales «R. L.» bordadas a mano en la etiqueta. Siempre llevaba modelos de tweed Harris hechos a medida, y por eso siempre pagaba un poco más para que bordaran sus iniciales en la etiqueta. En un campus universitario en el que cientos de personas se quitaban y ponían continuamente sacos de tweed en comedores y aulas, Langdon no tenía intención alguna de salir perdiendo en un intercambio accidental.

—Te creo —dijo ella tomándole la chaqueta de las manos—. Ahora fíjate bien.

Sienna abrió todavía más la chaqueta para dejar a la vista el forro a la altura de la nuca. Ahí, muy bien oculto, había un amplio bolsillo.

«¡¿Qué diablos…?!».

Langdon estaba seguro de que nunca lo había visto.

Se trataba de una costura perfectamente disimulada.

—¡Eso no estaba antes ahí! —insistió él.

—¿Entonces nunca habías visto esto? —Sienna metió la mano en el bolsillo y sacó un reluciente objeto metálico que dejó en las manos de Langdon.

Él bajó la mirada, estupefacto.

—¿Sabes qué es? —preguntó Sienna.

—No… —balbuceó él—. Nunca había visto nada igual.

—Bueno, por desgracia yo sí lo sé. Y estoy bastante segura de que es la razón por la que alguien está intentando matarte.

Sin dejar de dar vueltas alrededor de su cubículo en el Mendacium, el facilitador Knowlton pensó en el video que debía hacer público al día siguiente por la mañana y no pudo evitar sentir una creciente inquietud.

«¿Yo soy la Sombra?».

Según los rumores, meses atrás ese cliente en particular había sufrido una crisis psicótica. El video parecía confirmarlo más allá de toda duda.

Knowlton sabía que tenía dos opciones. O bien lo dejaba listo para su envío tal y como habían prometido, o se lo mostraba al comandante para una segunda opinión.

«Aunque en realidad ya sé cuál será —pensó, pues nunca le había visto hacer otra cosa que no fuera lo prometido al cliente—. Me dirá que lo haga público, sin hacer más preguntas y se enfadará por haber sido molestado».

Knowlton volvió entonces su atención al video, que había rebobinado hasta un punto particularmente perturbador, y lo reprodujo de nuevo. La siniestra caverna iluminada reapareció junto a los sonidos del agua. Y la sombra de un hombre alto con un largo pico de pájaro se proyectó una vez más en la húmeda pared.

Entonces, la sombra deforme comenzaba a hablar con voz apagada:

Estamos en una nueva Edad Media:

Siglos atrás, Europa estaba inmersa en su propia miseria; la población vivía hacinada, muerta de hambre y sumida en el pecado y la desesperanza. Era como un bosque demasiado poblado y asfixiado por la sequedad, a la espera del rayo de Dios, la chispa que finalmente encendería un fuego que se extendería por la Tierra y la despejaría de vegetación seca, permitiendo que la luz del sol llegara de nuevo a las raíces sanas.

El sacrificio selectivo es el Orden Natural de Dios.

Pregúntate: ¿Qué siguió a la Peste Negra?

Todos sabemos la respuesta.

El Renacimiento.

Un renacer.

Siempre ha sido así. A la muerte le sigue el nacimiento.

Para alcanzar el paraíso, el hombre debe pasar por el infierno.

Eso es lo que nos enseñó el maestro.

¿Y esa ignorante del cabello plateado todavía se atreve a llamarme monstruo? ¿Es que no entiende las matemáticas del futuro? ¿Los horrores que nos esperan?

Yo soy la Sombra.

Yo soy la salvación para ustedes.

De modo que aquí estoy, en lo más hondo de esta caverna, contemplando la laguna que no refleja las estrellas. Hundido en este palacio sumergido, el infierno se cuece bajo las aguas.

Pronto estallará en llamas.

Y, cuando lo haga, nada en la Tierra será capaz de detenerlo.

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