Inferno

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Capítulo 11

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El objeto que Langdon tenía en las manos era sorprendentemente pesado para su tamaño. Se trataba de un cilindro metálico estrecho y liso, de unos quince centímetros y con los extremos redondeados, como un torpedo en miniatura.

—Antes de manipularlo con brusquedad —dijo Sienna—, será mejor que mires el otro lado. —Le sonrió con nerviosismo—. ¿No decías que eras profesor de simbología?

Langdon bajó la mirada y le dio la vuelta al tubo hasta que el brillante símbolo rojo quedó a la vista.

Al instante, su cuerpo se tensó.

Como especialista en iconografía, Langdon sabía que muy pocas imágenes tenían el poder de inspirar un miedo instantáneo en la mente humana… El símbolo que tenía ante sí sin duda formaba parte de esa lista. Su reacción fue visceral e inmediata. Dejó el tubo en la mesa y echó la silla hacia atrás.

Sienna asintió.

—Sí, esa también fue mi reacción.

La imagen que había en el tubo era un sencillo icono trilateral.

Langdon había leído que ese afamado símbolo había sido desarrollado por la empresa Dow Chemical en la década de 1960 para reemplazar toda la serie de inútiles símbolos de advertencia que se habían estado usando hasta entonces. Como todos los que tienen éxito, era sencillo, distintivo y fácil de reproducir. El símbolo moderno para advertir de «riesgo biológico» evocaba hábilmente multitud de elementos peligrosos, que iban desde las pinzas de un cangrejo a los cuchillos arrojadizos de los ninjas, y se había convertido en una marca global que transmitía la idea de peligro en cualquier idioma.

—Este pequeño recipiente es un biotubo —dijo Sienna—. Se utiliza para transportar sustancias peligrosas. En medicina los vemos de vez en cuando. En el interior hay una funda de espuma donde se insertan las probetas con muestras para poder transportarlas de forma segura. En este caso… —señaló el símbolo de riesgo biológico—, imagino que se trata de un agente químico mortal, o quizá de un virus. —Se detuvo un momento—. Las primeras muestras de Ébola las trajeron de África en un tubo parecido a este.

No era lo que a Langdon le hubiera gustado oír.

—¡¿Y qué demonios está haciendo en mi saco?! Soy profesor de historia del arte, ¡¿por qué llevo algo así?!

Recordó las violentas imágenes de cuerpos retorciéndose y, suspendida en el aire encima de ellos, la máscara de la peste.

«Very sorry… Very sorry».

—Sea cual sea su origen —dijo Sienna—, se trata de una unidad de alta gama. Titanio revestido de plomo. Casi impenetrable, ni siquiera por radiación. Imagino que pertenece a algún gobierno. —Señaló un sensor negro del tamaño de un sello que había al lado del símbolo de riesgo biológico—. Reconocimiento de huella dactilar. Una medida de seguridad por si lo roban o se pierde. Tubos como este solo los puede abrir una persona determinada.

Aunque la mente de Langdon ya funcionaba a velocidad normal, todavía tenía la sensación de que debía esforzarse para entender lo que estaba sucediendo. «He estado transportando un tubo sellado biométricamente».

—Cuando descubrí este tubo en tu ropa, quise mostrárselo al doctor Marconi en privado, pero no tuve oportunidad. Pensé en probar tu pulgar en el sensor mientras estabas inconsciente, pero no tenía ni idea de lo que había dentro, y…

—¡¿Mi pulgar?! —Langdon negó con la cabeza—. Es imposible que esta cosa esté programada para que yo la abra. No sé nada de bioquímica. Nunca había visto algo como esto.

—¿Estás seguro?

Langdon estaba absolutamente seguro. Extendió la mano y colocó el pulgar en el sensor. No pasó nada.

—¡¿Lo ves?! Ya te lo…

El tubo de titanio hizo clic, y Langdon retiró la mano de golpe, como si se hubiera quemado. «Dios mío». Se lo quedó mirando como si estuviera a punto de desenroscarse por sí solo y fuera a emitir un gas mortal. Tres segundos después, volvió a hacer clic y se cerró de nuevo.

Langdon se volvió hacia Sienna, sin saber qué decir.

La joven doctora suspiró hondo.

—Bueno, parece bastante claro que está pensado para que seas tú quien lo transporte.

A Langdon todo eso le parecía un sinsentido.

—Eso es imposible. En primer lugar, ¿cómo iba a pasar este objeto de metal a través de la seguridad del aeropuerto?

—Quizá volaste en un avión privado. O te lo dieron al llegar a Italia.

—Sienna, debo llamar al consulado. Inmediatamente.

—¿No crees que antes deberíamos abrirlo?

Langdon había cometido muchas imprudencias en su vida, pero abrir el envase de un material peligroso en la cocina de esa mujer no sería una más.

—Pienso entregar esto a las autoridades. Ahora.

Sienna apretó los labios mientras consideraba las opciones.

—Está bien, pero en cuanto llames, pasarás a depender solo de ti mismo. Yo no puedo estar implicada. Y de ninguna manera puedes quedar aquí con ellos. Mi situación legal en Italia es… complicada.

Langdon la miró directamente a los ojos y le habló con el corazón.

—Lo único que sé, Sienna, es que me has salvado la vida. Me ocuparé de esta situación como tú me pidas.

Ella asintió, agradecida. Luego se acercó a la ventana y miró a la calle.

—Muy bien, así es como debemos hacerlo.

Expuso su plan con rapidez. Era sencillo, inteligente y seguro.

Langdon observó cómo Sienna bloqueaba el identificador de llamada de su teléfono móvil y marcaba. Sus dedos eran delicados, pero se movían con determinación.

Informazioni abbonati? —dijo Sienna con un impecable acento italiano—. Per favore, può darmi il numero del Consolato americano di Firenze?

Esperó un momento, y luego anotó un número de teléfono.

Grazie mille —dijo, y colgó.

Sienna le dio el número a Langdon junto con su teléfono móvil.

—Ya está. ¿Recuerdas qué tienes que decir?

—Mi memoria funciona perfectamente —le contestó él con una sonrisa mientras marcaba el número escrito en el papel. La línea comenzó a sonar.

«Que sea lo que Dios quiera».

Activó el altavoz y dejó el teléfono sobre la mesa para que Sienna pudiera oír la conversación. Salió un mensaje automático con información general sobre los servicios del consulado y el horario de atención. No abrían hasta las ocho y media.

Langdon consultó la hora en el teléfono móvil. Eran solo las seis de la mañana.

—Si se trata de una emergencia —dijo a continuación la grabación—, marque la extensión setenta y siete para hablar con el operador nocturno.

Langdon lo hizo.

La línea volvió a sonar.

Consolato americano —dijo una voz cansada—. Sono il funzionario di turno.

Lei parla inglese? —preguntó Langdon.

—Por supuesto —dijo el hombre en inglés norteamericano. Sonaba vagamente molesto, como si le hubieran despertado—. ¿En qué puedo ayudarle?

—Soy estadounidense. Estoy de visita en Florencia y me han atacado. Me llamo Robert Langdon.

—Número de pasaporte, por favor. —Se oyó cómo el hombre bostezaba.

—He perdido el pasaporte. Creo que me lo han robado. Me han disparado en la cabeza. He estado en el hospital. Necesito ayuda.

El operador se espabiló de golpe.

—¡¿Qué dice, señor?! ¿Que le han disparado? ¿Cómo ha dicho que se llama?

—Robert Langdon.

Se oyó un ruido en la línea y luego cómo el hombre tecleaba. Un computador emitió un sonido. Hubo una pausa. Luego tecleó algo más. Otro sonido. Luego tres más.

Una pausa más larga.

—Señor —dijo el hombre—. ¿Ha dicho que se llama Robert Langdon?

—Así es. Y estoy en un aprieto.

—Está bien, señor, su nombre tiene una alerta indicándome que lo ponga en contacto con el administrador jefe del cónsul general. —El hombre se quedó un momento callado, como si no se lo pudiera creer—. No cuelgue.

—¡Espere! ¿Puede decirme…?

La línea ya estaba sonando.

El timbre sonó cuatro veces y descolgaron.

—Aquí Collins —contestó una voz ronca.

Langdon respiró hondo y habló con la mayor serenidad y claridad con que fue capaz.

—Señor Collins, me llamo Robert Langdon. Soy estadounidense y estoy de visita en Florencia. Me han disparado. Necesito ayuda. Quiero ir inmediatamente al consulado. ¿Puede ayudarme?

Sin vacilación, la voz profunda contestó.

—Gracias a Dios que está vivo, señor Langdon. Lo hemos estado buscando.

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