Inferno

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Capítulo 12

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«¿En el consulado saben que estoy en Florencia?».

Para Langdon, esa noticia fue un alivio inmediato.

El señor Collins —que se había presentado como el administrador jefe del cónsul general— hablaba con una cadencia firme y profesional, pero en su voz también era perceptible cierto apremio.

—Señor Langdon, tenemos que hablar enseguida —dijo Collins—. Y, obviamente, no por teléfono.

A esas alturas, a Langdon nada le parecía obvio, pero no iba a interrumpirle.

—Enviaré a alguien que lo recoja —sentenció Collins—. ¿Dónde se encuentra?

Al escuchar eso, Sienna se removió en su asiento nerviosamente. Langdon hizo un gesto con la cabeza para tranquilizarla e indicarle que tenía intención de seguir su plan al pie de la letra.

—Estoy en un pequeño hotel llamado Pensione la Fiorentina —dijo Langdon con la vista puesta en el humilde establecimiento que había al otro lado de la calle, y que Sienna le había mostrado unos minutos atrás. Le dio a Collins la dirección.

—De acuerdo —contestó el hombre—. Quédese donde está. Permanezca ahí, alguien irá inmediatamente. ¿En qué número de habitación se encuentra?

Langdon se inventó una.

—Treinta y nueve.

—Muy bien. Veinte minutos —Collins bajó el tono de voz—. Y, señor Langdon, parece que se encuentra usted herido y confuso, pero necesito saberlo, ¿todavía está en su posesión?

«En su posesión». Langdon no tuvo ninguna duda de que la pregunta, si bien críptica, solo podía tener un significado. Volvió la mirada hacia el biotubo que se encontraba sobre la mesa de la cocina.

—Sí, señor, todavía lo tengo.

Collins suspiró hondo.

—Al no tener noticias suyas pensamos… Bueno, francamente, supusimos lo peor. Es un alivio confirmar que está bien. Permanezca donde está. No se mueva. Veinte minutos. Alguien llamará a la puerta de su habitación.

Collins colgó.

Langdon sintió que sus hombros se relajaban por primera vez desde que se había despertado en el hospital. «En el consulado saben qué está pasando, y pronto tendré respuestas». Cerró los ojos y dejó escapar un lento suspiro. Cada vez se sentía mejor, y ya casi no le dolía la cabeza.

—Bueno, todo esto parece de Misión Imposible —dijo Sienna medio en broma—. ¿Acaso eres un espía?

En aquel momento, Langdon ya no sabía quién era. La idea de que pudiera perder dos días de recuerdos y encontrarse en una situación desconocida le parecía impensable y, sin embargo, ahí estaba, a veinte minutos de un encuentro con un funcionario del consulado estadounidense en un hotel de mala muerte.

«¿Qué está pasando aquí?».

Se volvió hacia Sienna y cayó en la cuenta de que sus caminos estaban a punto de separarse. Por alguna razón, sin embargo, tenía la sensación de que entre ambos todavía había un asunto pendiente. Pensó en el doctor de la barba, muriendo en el suelo del hospital ante sus ojos.

—Sienna —susurró—, tu amigo… el doctor Marconi…, lo lamento mucho.

Ella asintió inexpresivamente.

—Y lamento mucho haberte involucrado en esto. Sé que tu situación en el hospital es anómala, y que si hay una investigación… —fue bajando el tono de voz hasta quedarse callado.

—No pasa nada —dijo ella—. Estoy acostumbrada a los traslados.

Langdon advirtió en su mirada distante que para ella esa mañana había cambiado todo. Y, a pesar de que su propia vida se encontraba sumida en el caos, no pudo evitar compadecerse de la joven.

«Me ha salvado la vida y yo he arruinado la suya».

Permanecieron un minuto entero sentados en silencio. La tensión entre ambos había ido creciendo. Era como si ambos quisieran decir algo, pero no supieran qué. Al fin y al cabo, eran unos desconocidos que el azar había unido en un breve y extraño viaje que estaba a punto de llegar a una bifurcación. Ahora cada uno debería seguir su propio camino.

—Sienna —dijo finalmente Langdon—, cuando solucione esto con el consulado, si hay algo que pueda hacer por ti, no dudes en pedírmelo.

—Gracias —susurró ella con tristeza, y se volvió hacia la ventana.

Pasaron los minutos. Mientras miraba por la ventana de la cocina, Sienna se preguntó adónde la llevaría ese día. Dondequiera que fuera, no tenía ninguna duda de que, al final del mismo, su mundo sería muy distinto.

Sabía que con toda seguridad se debía a la adrenalina, pero se sentía extrañamente atraída por el profesor. Además de apuesto, parecía poseer buen corazón. En una remota vida paralela, Robert Langdon hubiera sido alguien con el que habría podido tener una relación.

«Él nunca me habría querido —pensó—. Para mí ya no hay remedio».

Sienna recobró la compostura al ver algo en el exterior que llamó su atención. Se puso de pie rápidamente y acercó el rostro al cristal.

—¡Robert, mira!

Langdon miró por la ventana y vio la lustrosa motocicleta BMW de color negro que acababa de detenerse ante la Pensione la Fiorentina. La conductora era esbelta y fuerte, e iba ataviada con un traje de cuero negro. Mientras descendía ágilmente de la moto y se quitaba el lustroso casco negro, Sienna advirtió que a Langdon se le cortaba la respiración.

El cabello en punta de la mujer era inconfundible.

La motociclista sacó una pistola, comprobó el silenciador y se la volvió a guardar en el bolsillo de la chamarra. Luego, moviéndose con letal elegancia, entró en el hotel.

—Robert —susurró Sienna con la voz quebrada por el miedo—. El gobierno estadounidense acaba de enviar a alguien para matarte.

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