Inferno

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Capítulo 13

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Robert Langdon sintió una oleada de pánico. La mujer del cabello en punta acababa de entrar en el hotel que había al otro lado de la calle, pero él no comprendía cómo podía haber conseguido la dirección.

Sentía cómo la adrenalina fluía por su cuerpo, alterando una vez más su proceso de pensamiento.

—¿Mi propio gobierno ha enviado a alguien para matarme?

Sienna parecía igualmente sorprendida.

—Robert, eso significa que el anterior intento del hospital también fue cosa suya. —Se puso de pie y comprobó la cerradura de la puerta del apartamento—. Si el consulado tiene permiso para asesinarte… —No terminó la frase, pero tampoco hacía falta. Las implicaciones eran terroríficas.

«¿Qué diablos creen que he hecho? ¿Por qué mi propio gobierno va detrás de mí?».

De nuevo, Langdon oyó las dos palabras que al parecer balbuceaba cuando entró tambaleándose en el hospital.

«Very sorry… Very sorry».

—Aquí no estás a salvo —dijo Sienna, y se volvió hacia la calle—. No estamos a salvo. Esa mujer nos ha visto huir juntos del hospital. Apuesto lo que quieras a que tu gobierno y la policía también están intentando localizarme. El alquiler de este apartamento está a nombre de otra persona, yo lo tengo subarrendado, pero tarde o temprano me encontrarán. —Volvió a fijarse en el biotubo que estaba en la mesa—. Tienes que abrir eso, ahora.

Langdon se quedó mirando el artilugio de titanio. Solo veía el símbolo de riesgo biológico.

—Probablemente —dijo Sienna—, en su interior hay algún código de identificación, la pegatina de una agencia, un número de teléfono, algo. Necesitas información. ¡Y yo también! ¡Tu gobierno ha matado a mi amigo!

El dolor que percibía en la voz de Sienna hizo que Langdon dejara a un lado sus reticencias. Asintió, consciente de que ella tenía razón.

—Sí, lo siento —titubeó Langdon, sintiéndose culpable.

Luego se acercó al tubo que había en la mesa, preguntándose qué respuestas se esconderían en su interior.

—Abrirlo podría ser muy peligroso.

Sienna lo consideró.

—Lo que haya dentro estará excepcionalmente bien resguardado, con toda probabilidad, en una probeta de resina sintética inastillable. El biotubo no es más que un caparazón exterior para que su traslado sea más seguro.

Langdon miró por la ventana la motocicleta negra que estaba aparcada delante del hotel. La mujer seguía dentro, pero pronto se daría cuenta de que él no se alojaba ahí. Se preguntó qué haría a continuación y cuánto tiempo pasaría antes de que estuviera llamando a la puerta del apartamento.

Se decidió, al fin. Tomó el tubo de titanio y colocó el pulgar en el sensor biométrico. Un momento después, hizo clic y se abrió.

Antes de que se cerrara otra vez, Langdon comenzó a girar las dos partes en direcciones opuestas. Cuando hubo dado un cuarto de vuelta, el recipiente volvió a hacer clic y Langdon supo que ya no había marcha atrás.

Siguió abriendo el tubo con manos sudorosas. Las dos mitades se deslizaban con suavidad en su rosca perfectamente torneada. Langdon se sentía como si estuviera a punto de abrir una valiosa muñeca rusa, salvo que en este caso no tenía ni idea de qué encontraría en su interior.

A la quinta vuelta, el artilugio se abrió. Langdon respiró hondo y separó las dos mitades con mucho cuidado. El hueco entre ambas se fue ampliando hasta dejar a la vista el interior. Langdon lo dejó sobre la mesa. El relleno protector recordaba de manera vaga a una pelota de goma, pero más alargada.

«Que sea lo que Dios quiera».

Retiró con cuidado la parte superior del material protector y dejó a la vista el objeto que había en su interior.

Sienna bajó la mirada y ladeó la cabeza, desconcertada.

—Definitivamente, no es lo que esperaba.

Langdon había imaginado que se trataría de alguna especie de frasco de aspecto futurista, pero el contenido del biotubo no tenía nada de moderno. Era un objeto ornamentado que parecía estar hecho de marfil tallado, y que tenía más o menos el tamaño de un paquete de caramelos Life Savers.

—Parece antiguo —dijo Sienna—. Una especie de…

—Es un sello cilíndrico —siguió Langdon, soltando por fin el aire que contenía en los pulmones.

Inventados por los sumerios en el año 3500 a. C., los sellos cilíndricos eran los precursores de la técnica de impresión del grabado calcográfico. Tallado con imágenes decorativas, el sello contenía un cilindro hueco a través del cual se insertaba un eje para poder hacer girar el tambor sobre la arcilla húmeda o la terracota, como un rodillo moderno, y así «imprimir» una serie recurrente de símbolos, imágenes o texto.

Ese sello en particular, supuso Langdon, debía de ser raro y valioso. Pero no entendía por qué estaba guardado dentro de un tubo de titanio como si fuera una especie de arma biológica.

Mientras le daba vueltas con cuidado en las manos, advirtió que la imagen tallada en este sello en particular era especialmente macabra: un Satán cornudo de tres cabezas que devoraba a tres hombres a la vez, uno con cada boca.

«Qué agradable».

Langdon observó entonces las siete letras talladas debajo del diablo. Como todos los textos de los rodillos de impresión, la ornamentada caligrafía estaba escrita de forma especular. Aun así, no tuvo dificultad alguna en leer las letras: SALIGIA.

Sienna aguzó la mirada y leyó la palabra en voz alta.

—¿Saligia?

Langdon sintió un escalofrío al oír la palabra en voz alta y asintió.

—Es un recurso mnemotécnico en latín inventado por el Vaticano en la Edad Media para recordar a los cristianos los Siete Pecados Capitales. Saligia es un acrónimo de: superbia, avaritia, luxuria, invidia, gula, ira y acedia.

Sienna frunció el entrecejo.

—Orgullo, avaricia, lujuria, envidia, gula, ira y pereza.

Langdon se quedó impresionado.

—Sabes latín.

—Mi educación es católica. Sé lo que es el pecado.

Langdon sonrió y, volviendo la mirada al sello, se preguntó otra vez por qué había sido guardado como si fuera peligroso.

—Creía que era de marfil —dijo Sienna—, pero es hueso. —Colocó el artilugio bajo la luz del sol y señaló las líneas del material—. Las estrías del marfil son translúcidas con forma de diamante; las de los huesos, en cambio, son paralelas y tienen pequeños hoyos oscuros.

Langdon agarró el sello con cuidado y examinó la talla más atentamente. En los sellos sumerios originales se tallaban figuras rudimentarias y textos en escritura cuneiforme. Este, en cambio, era mucho más elaborado. Medieval, supuso. Además, su iconografía tenía una inquietante conexión con las alucinaciones que había estado sufriendo.

Sienna lo miró con preocupación.

—¿Qué sucede?

—Un tema recurrente —dijo Langdon sombríamente, y señaló una de las tallas del sello—. ¿Ves este Satán de tres cabezas que devora a tres hombres? Es una imagen común de la Edad Media. Un icono asociado a la Peste Negra. Las tres bocas simbolizan la eficiencia con la que la plaga diezmó la población.

Sienna observó con inquietud el símbolo de riesgo biológico que decoraba el tubo.

Esa mañana, las alusiones a la plaga parecían ser más frecuentes de lo que Langdon quería admitir y, a regañadientes, advirtió otra conexión más.

—Saligia hace referencia a los pecados colectivos de la humanidad que, según la doctrina religiosa medieval…

—… fueron la razón por la cual Dios castigó al mundo con la Peste Negra —dijo Sienna, terminando la frase.

—Sí. —Langdon perdió el hilo de sus pensamientos y se quedó callado un instante. Acababa de darse cuenta de que había algo extraño. Normalmente, era posible ver a través del centro hueco del cilindro, como si fuera la sección de una tubería vacía. En ese caso, sin embargo, no se podía. «Hay algo insertado en el interior del hueso». Colocó el extremo bajo la luz y comprobó que brillaba—. Hay algo dentro —dijo—. Y parece de cristal. Le dio la vuelta al cilindro para ver el otro extremo y, al hacerlo, se oyó el suave repiqueteo de un pequeño objeto que se desplazaba de un extremo al otro, como una bola dentro de un tubo.

Langdon se quedó inmóvil al tiempo que Sienna dejaba escapar un débil grito ahogado a su espalda.

«¡¿Qué ha sido eso?!».

—¿Has oído el ruido? —susurró Sienna.

Langdon asintió y observó atentamente el extremo del cilindro.

—La abertura parece estar bloqueada por algo… metálico.

«¿La tapa de una probeta, quizá?».

Sienna retrocedió.

—Está… ¿roto?

—No lo creo. —Con mucho cuidado, volvió a darle la vuelta al artilugio para examinar de nuevo el extremo de cristal y se oyó otra vez el ruido. Un instante después, el cristal del cilindro hizo algo inesperado: comenzó a iluminarse.

Sienna abrió los ojos como platos.

—¡Robert, detente! ¡No lo muevas!

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