Inferno

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Capítulo 14

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Langdon se quedó inmóvil, sosteniendo el cilindro de hueso con la mano en alto. Sin duda alguna, el cristal que había a un extremo del tubo emitía una luz, como si de repente su contenido hubiese cobrado vida.

Un momento después, la luz volvió a apagarse.

Sienna se acercó. Su respiración era entrecortada. Ladeó la cabeza y estudió la sección de cristal que había dentro del hueso.

—Vuelve a darle la vuelta —susurró—. Poco a poco.

Langdon puso el cilindro boca abajo. De nuevo, un pequeño objeto recorrió la extensión del hueso y se detuvo en el otro extremo.

—Otra vez —dijo ella—. Con suavidad.

Langdon repitió el proceso, y de nuevo se oyó el ruido. Esta vez, el interior del cristal resplandeció débilmente durante un instante antes de apagarse otra vez.

—Debe de ser una probeta con una bola agitadora —declaró Sienna. Langdon estaba familiarizado con las bolas agitadoras que se utilizaban en las latas de pintura en spray, esas esferas que ayudaban a remover la pintura cuando uno agitaba la lata—. Puede que contenga alguna especie de componente químico fosforescente —continuó Sienna—, o un organismo bioluminiscente que resplandece cuando se estimula.

Langdon no estaba tan convencido. Aunque había visto varitas luminosas químicas y también plancton bioluminiscente que resplandecía cuando una embarcación removía su hábitat, estaba prácticamente seguro de que el cilindro que tenía en la mano no contenía ninguna de esas cosas. Le dio varias vueltas más al tubo hasta que se iluminó y entonces apuntó el extremo luminiscente a su palma. Como esperaba, una luz rojiza se proyectó en su piel.

«Es bueno saber que alguien con un coeficiente intelectual de 208 también puede equivocarse».

—Mira esto —dijo Langdon, y comenzó a agitar el tubo violentamente. El objeto que había en el interior repiqueteaba cada vez más rápido.

Sienna retrocedió dando un salto.

—¡¿Qué estás haciendo?!

Sin dejar de agitar el tubo, Langdon se acercó al interruptor de la luz y la apagó, dejando la cocina en relativa oscuridad.

—Lo que hay en el interior no es una probeta —dijo, agitando el cilindro con tanta fuerza como podía—. Es un puntero de corriente faradaica.

Uno de los alumnos le había dado una vez a Langdon un artilugio similar: un puntero láser para conferenciantes a los que no les gustaba malgastar pilas AAA y a quienes no les importaba realizar el esfuerzo de agitar el puntero durante unos segundos para transformar energía cinética en electricidad cuando lo necesitaban. Al agitar el artilugio, una bola metálica alojada en el interior iba de un lado a otro, atravesando una serie de paletas y accionando con ello un diminuto generador. Al parecer, alguien había decidido insertar un puntero como ese en un hueso hueco y tallado; un envoltorio antiguo para un moderno juguete electrónico.

Ahora, el extremo del puntero que tenía en la mano resplandecía intensamente, y Langdon se volvió hacia Sienna con una sonrisa en el rostro.

—Comienza el espectáculo.

Orientó el puntero con la funda de hueso hacia un espacio desnudo de la pared de la cocina. Cuando se iluminó, Sienna dejó escapar un grito. Fue Langdon, sin embargo, quien retrocedió sorprendido.

En la pared no apareció un pequeño punto rojo, sino una vívida fotografía en alta definición. El tubo la emitía como si fuera un antiguo proyector de diapositivas.

«¡Dios mío!». Al ver la macabra escena reproducida en la pared, a Langdon le comenzó a temblar la mano. «No es de extrañar que haya estado teniendo visiones relacionadas con la muerte».

A su lado, Sienna se llevó la mano a la boca y dio un vacilante paso hacia adelante, claramente fascinada por lo que estaba viendo.

La escena que proyectaba el hueso tallado era una lúgubre representación al óleo del sufrimiento humano: miles de almas padeciendo espantosas torturas en los distintos niveles del infierno. El inframundo estaba representado como la sección transversal de un foso cavernoso en forma de embudo que descendía en la Tierra a una profundidad incalculable. Ese foso infernal estaba dividido en terrazas descendentes de un sufrimiento que iba en aumento, y cada uno de los niveles estaba poblado por atormentados pecadores de todo tipo.

Langdon reconoció la imagen al instante.

La obra maestra que tenían delante, el Mappa dell’Inferno, la había pintado uno de los gigantes del Renacimiento italiano: Sandro Botticelli. Consistía en un elaborado plano del inframundo y se trataba de una de las visiones de ultratumba más aterradoras jamás creadas. El cuadro era oscuro, lúgubre y terrorífico, e incluso hoy en día sobrecogía a quienes lo veían. A diferencia de sus vibrantes y coloridas Primavera o El nacimiento de Venus, Botticelli había elaborado este mapa del infierno con una deprimente paleta de rojos, sepias y marrones.

Langdon volvió a sentir de repente un lacerante dolor de cabeza y, sin embargo, por primera vez desde que se había despertado en el hospital, sintió que una pieza del rompecabezas encajaba en su lugar. Parecía evidente que sus sombrías alucinaciones estaban provocadas por ese famoso cuadro.

«Debo de haber estado estudiando el Mapa del infierno de Botticelli», pensó, aunque no tenía ni idea de por qué.

Si bien la pintura en sí resultaba perturbadora, era el origen del cuadro lo que provocaba en Langdon una creciente inquietud. Sabía bien que la inspiración de esa apocalíptica obra maestra no había tenido lugar en la mente del mismo Botticelli, sino en la de otra persona que vivió doscientos años antes que él.

«Una gran obra de arte inspirada por otra anterior».

El Mapa del infierno de Botticelli era en realidad un tributo a una obra literaria del siglo XIV que se había convertido en una de las piezas más célebres de la historia, una visión bastante macabra del infierno, cuyo eco llegaba hasta la actualidad.

El Inferno de Dante.

Al otro lado de la calle, Vayentha ascendió con sigilo una escalera de servicio y llegó al tejado de la adormecida Pensione la Fiorentina. Langdon le había dado a su contacto del consulado un número de habitación inexistente y un punto de encuentro falso o «secundario», como lo llamaban en su línea de negocio; una técnica habitual que le permitía a uno valorar la situación antes de revelar la verdadera localización. Invariablemente, la localización falsa o secundaria se seleccionaba porque estaba a la vista de la verdadera.

En el tejado, Vayentha encontró un lugar estratégico desde el que podía ver toda la zona. Con calma, empezó a inspeccionar el edificio de apartamentos que había al otro lado de la calle.

«Su turno, señor Langdon».

Mientras tanto, a bordo del Mendacium, el comandante salió a la cubierta de caoba y respiró hondo, saboreando con ello el salado aire del mar Adriático. La embarcación había sido su hogar durante los últimos años. En ese momento, sin embargo, la serie de acontecimientos que estaban teniendo lugar en Florencia amenazaban con echar por tierra todo lo que había construido.

Su agente de campo Vayentha lo había puesto todo en peligro, y si bien sería amonestada cuando terminara esta misión, todavía la necesitaba en ese momento.

«Será mejor que vuelva a hacerse con el control de la situación».

Oyó unos rápidos pasos a su espalda y se dio la vuelta. Una de sus asistentes se acercaba a él a toda velocidad.

—¿Señor? —preguntó casi sin aliento cuando llegó a su lado—. Tenemos noticias. —Su voz atravesó el aire matutino con rara intensidad—. Parece que Robert Langdon acaba de acceder a su cuenta de correo electrónico de Harvard desde una dirección IP abierta. —Se detuvo y lo miró directamente a los ojos—. Su localización exacta ha quedado expuesta.

Al comandante le sorprendió que alguien pudiera ser tan imprudente. «Esto lo cambia todo». Juntó las yemas de los dedos y se quedó mirando la línea de la costa, considerando las implicaciones.

—¿Sabemos cuál es la situación de la unidad AVI?

—Sí, señor. Se encuentra a menos de tres kilómetros de la posición de Langdon.

El hombre solo necesitó un momento para tomar la decisión.

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