Inferno

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Capítulo 16

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—¡Date prisa, Robert! —exclamó Sienna—. ¡Sígueme!

Con la mente todavía puesta en las lúgubres imágenes del inframundo de Dante, Langdon corrió hacia la puerta y salió al pasillo del edificio. Hasta ese momento, Sienna había conseguido mantener a raya el tremendo estrés de esa mañana y comportarse con cierta compostura, pero ahora su aplomo había dado paso a una emoción que hasta entonces Langdon todavía no había visto en ella: auténtico miedo.

En el pasillo, la joven pasó a toda velocidad por delante del elevador, que ya había comenzado a bajar, sin duda los hombres que habían entrado en el vestíbulo lo habían llamado. Corrió entonces hasta el final del corredor y, sin mirar atrás, desapareció por la escalera.

Langdon la seguía de cerca, deslizándose a toda velocidad con sus nuevos mocasines prestados. Notaba cómo el pequeño proyector, que llevaba en el bolsillo interior de su traje Brioni, le iba golpeando el pecho. Pensó entonces en las extrañas letras que adornaban el octavo círculo del infierno, CATROVACER, y luego en la máscara de la peste y en la extraña firma: «La verdad solo es visible a través de los ojos de la muerte».

Langdon había intentado establecer alguna relación entre estos elementos dispares, pero hasta el momento no se le había ocurrido nada que tuviera sentido. Cuando al fin llegó al descanso de la escalera, Sienna permanecía inmóvil, aguzando el oído. Langdon también prestó atención y escuchó los pasos de unos soldados que estaban subiendo la escalera.

—¿Hay otra salida? —susurró Langdon.

—Sígueme —dijo ella.

Esa madrugada, Sienna ya le había salvado la vida en una ocasión, así que, sin otra opción mejor que confiar en la mujer, Langdon respiró hondo y bajó la escalera tras ella.

Descendieron un piso. El ruido de las botas de los soldados se oía más cerca. Parecían estar a uno o dos pisos de distancia.

«¿Por qué corre directamente hacia ellos?», pensó Langdon.

Antes de que pudiera protestar, ella le tomó la mano y tiró de él hacia un pasillo desierto en el que había varias puertas cerradas.

«¡Aquí no hay ningún lugar en el que esconderse!».

Sienna presionó un interruptor y unas cuantas bombillas se apagaron, pero el pasillo, aunque a oscuras, seguía ofreciendo escaso refugio. Aún podían verles. Los atronadores pasos resonaban cada vez más cerca y Langdon sabía que sus perseguidores aparecerían por la escalera en cualquier momento.

—Necesito tu saco —susurró Sienna al tiempo que ella misma comenzaba a quitárselo con brusquedad. Luego le obligó a acuclillarse detrás de ella en el hueco de una puerta—. No te muevas.

«¿Qué está haciendo? ¡Está a plena vista!».

Los soldados aparecieron y se detuvieron de golpe cuando vieron a Sienna en el pasillo a oscuras.

Per l’amor di Dio! —exclamó ella en un agrio tono de voz—. Cos’è questa confusione?

Los dos hombres aguzaron la mirada, sin estar del todo seguros de qué era lo que estaban viendo.

Sienna siguió gritándoles.

Tanto chiasso a quest’ ora! ¡Tanto ruido a estas horas!

Langdon vio entonces que Sienna se había envuelto la cabeza y los hombros con la chaqueta como si fuera el chal de una anciana y luego había encorvado el cuerpo para taparle a él, que permanecía acuclillado en las sombras. Del todo transformada, dio un rengueante paso hacia ellos gritando como una mujer senil.

Uno de los soldados alzó la mano, indicándole que regresara a su apartamento.

Signora! Rientri subito in casa!

Sienna dio otro paso tambaleante, mientras agitaba airadamente el puño en el aire.

Avete svegliato mio marito, che è malato!

Langdon la escuchó, perplejo. «¿Que han despertado a tu marido enfermo?».

El otro soldado levantó su ametralladora y la apuntó con ella.

Ferma o sparo!

Sienna se detuvo de golpe y, sin dejar de maldecirles acaloradamente, comenzó a retroceder.

Al fin, los hombres siguieron su camino y desaparecieron escalera arriba.

«No ha sido lo que se podría decir una interpretación shakespeariana —pensó Langdon—, pero sí bastante impresionante». Al parecer, la formación dramática podía ser un arma versátil.

Sienna se quitó el saco de la cabeza y se lo arrojó a Langdon.

—Vamos, sígueme.

Él lo hizo sin vacilar.

Descendieron la escalera hasta el descanso que había justo encima del vestíbulo, y desde ahí vieron como otros dos soldados se introducían en el ascensor. En la calle, un soldado más montaba guardia junto a la furgoneta. Su musculoso cuerpo se marcaba en el ceñido uniforme negro. En silencio, Sienna y Langdon descendieron un piso más hasta el sótano.

El aparcamiento subterráneo era oscuro y olía a orina. Sienna corrió hacia una esquina repleta de escúters y motocicletas y se detuvo junto a una moto de tres ruedas plateada, que parecía el improbable resultado de un cruce entre una Vespa y un triciclo para adultos. La joven metió entonces la mano debajo del guardabarros delantero y agarró una pequeña cajita imantada. Dentro había una llave que insertó en el contacto. El motor se puso en marcha.

Segundos después, Langdon se sentó tras ella. Precariamente encaramado en el pequeño asiento, buscó a tientas algo a lo que sujetarse.

—No es momento de andarse con tonterías —dijo Sienna, mientras le tomaba las manos y las colocaba alrededor de su delgada cintura—. Será mejor que te agarres a mí.

Langdon lo hizo, al tiempo que ella tomaba la rampa de salida. El ciclomotor tenía más potencia de la que él había imaginado, y casi dio un salto cuando llegaron a lo alto y salieron del garaje, a unos cuarenta y cinco metros de la entrada principal. El fornido soldado que estaba junto a la furgoneta se volvió de golpe y no pudo hacer más que ver cómo se alejaban a toda velocidad. Sienna aceleró y el motor emitió un gruñido.

Encaramado en la parte trasera, Langdon echó un vistazo por encima del hombro y vio cómo el soldado levantaba su arma y les apuntaba minuciosamente. Se preparó para el disparo, que impactó en el guardabarros trasero, aunque estuvo a punto de acertar en la base de su columna vertebral.

«¡Dios mío!».

Al llegar a una intersección, Sienna torció con brusquedad a la izquierda y él notó que perdía el equilibrio y resbalaba a un lado.

—¡Pégate a mí! —exclamó ella.

Langdon consiguió estabilizarse y se inclinó hacia adelante al tiempo que la moto enfilaba una calle más grande. Hasta que no hubieron recorrido una manzana entera, no recobró el aliento.

«¡¿Quiénes eran esos hombres?!».

Sienna estaba completamente concentrada en la conducción, serpenteando con habilidad a través de los escasos vehículos del tráfico matutino, y varios peatones se volvieron al verlos pasar. Parecía sorprenderles que un hombre de metro ochenta ataviado con un traje Brioni fuera detrás de una delgada mujer.

Langdon y Sienna habían recorrido tres manzanas y se estaban acercando a una intersección importante cuando oyeron un estruendo de bocinas unos metros más adelante. De repente, una lustrosa furgoneta negra apareció en la esquina, derrapó y aceleró en su dirección. Era idéntica a la que estaba aparcada delante del edificio de apartamentos.

Sienna giró a la derecha, se metió detrás de un camión de reparto estacionado y frenó de golpe, lo que provocó que Langdon se pegara a su espalda. Acto seguido, acercó tanto como pudo la moto al parachoques trasero del camión y apagó el motor.

«¡¿Nos habrán visto?!».

Los dos se agacharon y contuvieron el aliento a la espera.

La furgoneta pasó a toda velocidad. Al parecer, no los habían visto. Langdon, en cambio, sí distinguió a alguien en su interior.

En el asiento trasero, una atractiva mujer mayor iba entre dos soldados, como si fuera su prisionera. Tenía la mirada perdida y la cabeza le iba de un lado a otro como si estuviera delirando o la hubieran drogado. Llevaba un amuleto alrededor del cuello y el cabello le caía en largos rizos.

Creyendo haber visto un fantasma, Langdon sintió un nudo en la garganta.

Era la mujer de sus visiones.

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