Inferno

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Capítulo 17

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El comandante salió de la sala de control hecho una furia y comenzó a recorrer la cubierta de estribor del Mendacium para intentar poner en orden sus pensamientos. Lo que acababa de suceder en ese edificio de apartamentos de Florencia era inconcebible.

Tras dar dos vueltas completas al barco, regresó a su despacho y agarró una botella de Highland Park de una sola malta de cincuenta años. Sin servirse un vaso, la dejó a un lado y le dio la espalda; un recordatorio personal de que todavía lo tenía bajo control.

De manera instintiva, se volvió hacia un tomo grueso y gastado que había en su biblioteca. Era un regalo de un cliente al que ahora desearía no haber conocido nunca.

«Hace un año… ¿Cómo podría haberlo sabido?».

Él no solía entrevistar en persona a los posibles clientes, pero ese había llegado a través de alguien de confianza, de modo que había hecho una excepción.

El cliente llegó a bordo del Mendacium en su propio helicóptero privado un día de calma total. Se trataba de un hombre muy importante en su campo, de cuarenta y seis años, pulcro, excepcionalmente alto y con unos penetrantes ojos verdes.

—Como sabe —comenzó a decir el hombre—, alguien a quien ambos conocemos me ha recomendado sus servicios. —El visitante estiró sus largas piernas y se puso cómodo en el lujoso despacho—. Permítame explicarle lo que necesito.

—En realidad, no —le interrumpió el comandante, dejando claro quién estaba al mando—. Mi protocolo requiere que no me cuente nada. Seré yo quien le explique los servicios que ofrecemos, y entonces usted podrá decidir cuáles le interesan, en caso de que así sea.

El visitante se sintió algo desconcertado, pero se mostró de acuerdo y escuchó con atención. Al final, lo que el cliente deseaba resultó ser el servicio más habitual del Consorcio: la posibilidad de permanecer «invisible» durante un tiempo para poder llevar a cabo una empresa personal alejado de miradas curiosas.

«Pan comido».

El Consorcio le proporcionaría una identidad falsa y una localización segura que nadie conocería y en la que podría llevar a cabo su proyecto en secreto, fuera cual fuese. Ellos nunca preguntaban la razón por la que un cliente requería un servicio, pues preferían saber lo menos posible sobre aquellos para quienes trabajaba.

A cambio de unos beneficios nada despreciables, durante todo un año el comandante le había proporcionado un refugio seguro al hombre de ojos verdes, que había resultado ser un cliente ideal. No mantenían ningún contacto y el cliente pagaba todas las facturas a su debido tiempo.

Hasta que, dos semanas atrás, todo cambió.

Inesperadamente, el cliente solicitó un encuentro privado con el comandante. Teniendo en cuenta la suma de dinero que había pagado, este accedió.

El desaliñado hombre que llegó al yate poco tenía que ver con la pulcra y equilibrada persona que había visto hacía un año. Tenía una mirada desquiciada y parecía casi enfermo.

«¿Qué le ha pasado? ¿Qué ha estado haciendo?».

El comandante hizo entrar al nervioso hombre en su despacho.

—La mujer del cabello plateado —tartamudeó el cliente—. Está cada día más cerca.

El hombre bajó la mirada hacia el expediente de su cliente y observó la fotografía de la atractiva mujer.

—Sí —dijo—. Su diablo de cabello plateado. Estamos al tanto de sus enemigos. Por poderosa que sea, durante un año hemos conseguido mantenerla alejada de usted y eso es lo que seguiremos haciendo.

El hombre de ojos verdes retorció nerviosamente un grasiento mechón de cabello con los dedos.

—No se deje engañar por su belleza. Es peligrosa.

«Cierto», pensó el comandante, todavía molesto por el hecho de que el cliente hubiera llamado la atención de alguien tan influyente. La mujer del cabello plateado contaba con un tremenda cantidad de recursos a su disposición; no era alguien a quien le gustara tener de adversario.

—Si ella o sus demonios me localizan… —comenzó a decir el cliente.

—No lo harán —le aseguró—. ¿Acaso hasta la fecha no le hemos proporcionado todo lo que nos ha pedido?

—Sí —dijo el hombre—. Y, sin embargo, dormiría más tranquilo si… —Se quedó un momento callado para reformular lo que iba a decir—. Necesito saber que si me pasa algo, usted llevará a cabo mi última voluntad.

—¿Y en qué consiste?

El cliente metió la mano en una bolsa y sacó un pequeño sobre cerrado.

—Lo que hay aquí dentro proporciona acceso a la caja de seguridad de un banco de Florencia. En su interior hay un pequeño objeto. Si algo me sucede, necesito que entregue el objeto en mi nombre. Es algo así como un regalo.

—Muy bien. —El comandante tomó nota—. ¿Y a quién debo entregárselo?

—Al diablo de cabello plateado.

Levantó la mirada.

—¿Un regalo para su enemiga?

—Algo así como un caramelo envenenado. —Sus ojos centellearon nerviosamente—. Un ingenioso artilugio con forma de hueso que, como descubrirá, es un mapa, su Virgilio personal, que la escoltará al centro de su propio infierno.

El comandante se lo quedó mirando un largo rato.

—Como desee. Considérelo hecho.

—La fecha es de suma importancia —advirtió el hombre—. El regalo no debe ser entregado antes de tiempo. Debe permanecer oculto hasta… —Se quedó callado y se sumió en sus pensamientos.

—¿Hasta cuándo? —inquirió.

De repente, el hombre se puso de pie y, tras acercarse al escritorio del comandante, agarró un rotulador rojo y marcó frenéticamente un círculo en una fecha en su calendario personal.

—Hasta este día.

El comandante apretó los dientes y luego exhaló un suspiro, apenas podía contener la repulsión que sentía por la desfachatez del hombre.

—Entendido —dijo—. No haremos nada hasta el día señalado, momento en el que entregaremos el objeto de la caja de seguridad, sea lo que sea, a la mujer del cabello plateado. Tiene usted mi palabra. —Contó los días hasta la fecha marcada en su calendario—. Llevaré a cabo su deseo en exactamente catorce días.

—¡Y ni un solo día antes! —le advirtió el cliente de manera febril.

—Sí —le aseguró—. Ni un solo día antes.

El comandante tomó el sobre, lo metió en el expediente del hombre y registró las anotaciones necesarias para asegurarse de que los deseos de ese hombre se cumplirían al pie de la letra. No le había descrito la naturaleza exacta del objeto que estaba guardado en la caja de seguridad, pero él lo prefería así. La discreción era una piedra angular de la filosofía del Consorcio. «Ofrece el servicio. No preguntes. No juzgues».

El cliente relajó los hombros y dejó escapar un suspiro.

—Gracias.

—¿Algo más? —preguntó, deseoso de librarse de ese cliente transformado.

—Sí, en realidad hay una cosa más. —Metió la mano en el bolsillo y sacó una pequeña tarjeta de memoria, que dejó sobre la mesa—. Dentro hay un archivo de video. Me gustaría que lo enviaran a los principales medios de comunicación mundiales.

El comandante estudió cuidadosamente al hombre. El Consorcio solía distribuir información de forma masiva en nombre de los clientes, pero había algo en la petición de ese hombre que resultaba inquietante.

—¿El mismo día? —preguntó, señalando la fecha marcada.

—El mismo —respondió el cliente—. Ni un momento antes.

—Comprendido. —El comandante etiquetó la tarjeta de memoria con la información correspondiente—. ¿Eso es todo? —Se puso de pie con la esperanza de que la reunión hubiera terminado.

Pero el cliente permaneció sentado.

—No. Una última cosa.

Volvió a sentarse. La mirada del cliente era ahora casi salvaje.

—Poco después de que distribuya el video, me convertiré en un hombre muy famoso.

«Ya es un hombre muy famoso», pensó el comandante mientras consideraba los impresionantes logros de su cliente.

—Y parte del mérito le corresponde a usted —siguió el hombre—. El servicio que me ha proporcionado me ha permitido crear mi obra maestra; una que cambiará el mundo. Debería estar orgulloso de su papel.

—Sea cual sea esa obra maestra —dijo con creciente impaciencia—, estoy contento de que haya contado con la privacidad necesaria para crearla.

—A modo de agradecimiento, le he traído un regalo de despedida. —El desgreñado hombre metió la mano en su bolso y sacó un libro.

El comandante se preguntó si esa sería la obra en la que el cliente había estado trabajando todo ese tiempo.

—¿Lo ha escrito usted?

—No. —El hombre dejó un enorme tomo sobre la mesa—. Al contrario… Este libro fue escrito para mí.

Desconcertado, se quedó mirando el volumen que su cliente había dejado encima de la mesa. «¿Cree que esto lo escribieron para él?». Se trataba de un clásico de la literatura, escrito en el siglo XIV.

—Léalo —le dijo el cliente con una sonrisa siniestra—. Le ayudará a comprender todo lo que he hecho.

Tras lo cual el desaliñado visitante se puso de pie, se despidió y se marchó abruptamente. El comandante contempló a través de la ventana de su despacho cómo el helicóptero del hombre despegaba de la cubierta y regresaba a la costa italiana.

Luego volvió su atención al libro que tenía ante sí. Con dedos vacilantes, abrió la cubierta de piel y comenzó a leer el principio. La estrofa inicial estaba escrita en una caligrafía elaborada y ocupaba toda la primera página.

I N F E R N O

A   m i t a d   d e l   c a m i n o   d e   l a   v i d a

y o   m e   e n c o n t r a b a   e n   u n a   s e l v a   o s c u r a ,

c o n   l a   s e n d a   d e r e c h a   y a   p e r d i d a .

En la anterior, el cliente había escrito el siguiente mensaje:

Mi querido amigo, gracias por ayudarme a encontrar la senda.

El mundo también se lo agradece.

El comandante no tenía ni idea de qué significaba eso, pero ya había leído suficiente. Cerró el libro y lo dejó en su biblioteca. Por suerte, su relación profesional con ese extraño individuo estaba a punto de terminar. «Catorce días más», pensó y volvió a mirar el círculo rojo garabateado en su calendario personal.

Los días siguientes se sintió inusualmente inquieto. Ese hombre parecía haber perdido la razón. No obstante, a pesar de sus miedos, los días pasaron sin incidentes.

Antes de la fecha indicada, sin embargo, tuvieron lugar en Florencia un serie de acontecimientos calamitosos. El comandante intentó contener la crisis, pero pronto todo estuvo fuera de control. El punto más álgido llegó cuando su cliente subió a lo alto de la torre de la Badia.

«Se suicidó arrojándose al vacío».

A pesar del horror que le provocaba la pérdida de un cliente, en especial de ese modo, el comandante seguía en este mundo. Rápidamente, se dispuso a cumplir la promesa que había hecho al fallecido: entregar a la mujer del cabello plateado el contenido de la caja de seguridad del banco florentino. La fecha, le había advertido el cliente, era de gran importancia.

«No antes de la fecha indicada en el calendario».

Le dio el sobre con los códigos de la caja de seguridad a Vayentha, que había viajado a Florencia para entregar el objeto que contenía, ese «caramelo envenenado». Sin embargo, cuando ella le llamó, las noticias fueron alarmantes. El contenido de la caja de seguridad ya había sido retirado y a Vayentha casi la detienen. De algún modo, la mujer del cabello plateado había sabido de la cuenta y utilizó su influencia para tener acceso a la caja de seguridad. También había emitido una orden de arresto contra todo aquel que se presentara para abrirla.

Eso había sucedido tres días atrás.

Estaba claro que el cliente pretendía que el objeto robado fuera su insulto final a la mujer del cabello plateado; una burla desde la tumba.

«Y, sin embargo, ha salido a la luz demasiado pronto».

Desde entonces, el Consorcio se encontraba en una situación muy delicada y había tenido que utilizar todos sus recursos para proteger la última voluntad de su cliente, así como la propia seguridad de la organización. Para ello, habían cruzado una serie de líneas de las cuales el comandante sabía que sería difícil regresar. En ese momento, con todo lo que estaba ocurriendo en Florencia, se preguntó qué le depararía el futuro.

En su calendario, vio la fecha indicada por el cliente, un círculo de tinta roja alrededor de un día aparentemente especial.

«Mañana».

Indignado, miró la botella de whisky que descansaba sobre la mesa. Luego, por primera vez en catorce años, se sirvió un vaso y se lo tomó de un trago.

Bajo cubierta, el facilitador Laurence Knowlton retiró la tarjeta de memoria del ordenador y la dejó sobre el escritorio. Ese video era una de las cosas más extrañas que había visto nunca.

«Y dura exactamente nueve minutos…, ni un segundo más».

Alarmado, algo poco habitual en él, se puso de pie y comenzó a dar vueltas en su pequeño cubículo, preguntándose de nuevo si debía avisarle al comandante del contenido del video.

«Limítate a hacer tu trabajo —se dijo Knowlton—. No preguntes. No juzgues».

Intentando no pensar en las imágenes que había visto, marcó en su agenda la tarea a realizar. Al día siguiente, tal y como había solicitado el cliente, enviaría el video a los medios de comunicación.

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