Inferno

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Capítulo 18

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La Viale Niccolò Machiavelli estaba considerada la más elegante de las avenidas florentinas. Sus amplias curvas rodeadas de frondosos setos y árboles estacionales la convertían en uno de los lugares favoritos de ciclistas y entusiastas de los Ferraris.

Sienna condujo con pericia por las cerradas curvas de la calle y, al poco andar, dejaron atrás el barrio residencial en el que vivía ella y llegaron a la elegante rivera oeste de la ciudad, donde el aire era más despejado y olía a cedro. Un campanario dio las ocho de la mañana justo cuando pasaban por delante.

Langdon no podía dejar de pensar en las perturbadoras imágenes del infierno de Dante, ni en el misterioso rostro de la mujer que acababa de ver sentada entre dos fornidos soldados en el asiento trasero de la furgoneta.

«Quienquiera que sea —pensó Langdon—, ahora la tienen en su poder».

—La mujer aquella —dijo Sienna por encima del ruido del motor de la moto—. ¿Estás seguro de que se trata de la misma de tus visiones?

—Absolutamente.

—Entonces debes de haberte encontrado con ella en algún momento de los últimos dos días. La pregunta es por qué sigues viéndola, y por qué no deja de decirte que busques y hallarás.

Langdon estuvo de acuerdo.

—No lo sé, no recuerdo haberla conocido, pero cada vez que veo su rostro, tengo la abrumadora sensación de que debo ayudarla.

«Very sorry. Very sorry».

Langdon se preguntó si esa extraña disculpa se dirigía a la mujer del cabello plateado. «¿Le he fallado de algún modo?». Al pensarlo, se le hizo un nudo en la garganta.

«No tengo memoria». Langdon se sentía como si hubieran sustraído un arma vital. Su memoria, eidética desde la infancia, era el activo intelectual del que más dependía. Para un hombre acostumbrado a recordar hasta el más pequeño detalle de lo que veía a su alrededor, desenvolverse sin memoria era como intentar aterrizar un avión en la oscuridad y sin radar.

—Parece que el único modo de encontrar respuestas es descifrar el Mappa —dijo Sienna—. Sea cual sea el secreto que contiene, todo indica que es la razón por la que te están persiguiendo.

Langdon asintió y pensó en la palabra catrovacer esbozada sobre los cuerpos retorcidos del Inferno de Dante.

De repente tuvo una idea.

«Me he despertado en Florencia…».

Ninguna otra ciudad de la tierra estaba más ligada a Dante que esa. Dante Alighieri había nacido en Florencia, se había criado en Florencia, se había enamorado de Beatrice en Florencia (contaba la leyenda) y había sido cruelmente desterrado de su casa florentina. Obligado a errar durante años por la península itálica, en todo ese tiempo no dejó de añorar su hogar.

«Todo lo que más amas sin tardanza has de dejar —escribió Dante sobre el exilio—; y esta es la primera flecha que el arco del destino lanza».

Al recordar esas palabras del decimoséptimo canto del Paradiso, Langdon se volvió hacia la derecha y contempló el perfil del centro histórico de la ciudad al otro lado del río Arno.

Pensó entonces en su trazado, un congestionado laberinto repleto de turistas y coches deambulando de un lado a otro por las estrechas calles que rodeaban las catedrales, los museos, las capillas y la zona comercial de Florencia. Estaba seguro de que si él y Sienna se deshacían de la moto, se podrían mezclar fácilmente con la multitud.

—Tenemos que ir a la parte antigua —declaró Langdon—. Si hay respuestas, lo más probable es que estén ahí. Lo que para nosotros es la Florencia antigua, para Dante era el mundo entero.

Sienna asintió y dijo por encima del hombro:

—También será más seguro. Hay muchos sitios en los que esconderse. Iré hasta la Porta Romana, ahí podremos cruzar el río.

«El río», pensó Langdon con un estremecimiento. El famoso viaje de Dante hacia el infierno también comenzaba atravesando un río.

Sienna aceleró. Mientras recorrían la ciudad, Langdon revisó mentalmente las imágenes que acababa de ver: el infierno, los muertos y los moribundos, los diez fosos del Malebolge con el médico de la peste y esa extraña palabra, catrovacer. También reflexionó sobre las palabras garabateadas en la parte inferior del Mappa («La verdad solo es visible a través de los ojos de la muerte»), y se preguntó si ese sombrío mensaje sería una cita de Dante.

«No la reconozco».

Langdon conocía bien la obra de Dante, y debido a su preeminencia como historiador del arte especializado en iconografía, de vez en cuando le llamaban para interpretar el vasto conjunto de símbolos que poblaban la obra del poeta italiano. Casualmente, o quizá no tanto, un par de años atrás había dado una conferencia sobre el Inferno.

«Dante divino: Símbolos del infierno».

Dante Alighieri se había convertido en un auténtico icono histórico, y en todo el mundo existían sociedades sobre su persona. La más antigua de Estados Unidos, había sido fundada en 1881 en Cambridge, Massachusetts, por Henry Wadsworth Longfellow. El famoso integrante de los Fireside Poets, de Nueva Inglaterra, fue el primer norteamericano en traducir la Divina Comedia (versión que seguía siendo una de las más respetadas y leídas).

Como celebrado especialista en la obra de Dante, a Langdon le habían pedido que diera una charla en una de las más antiguas sociedades dedicadas al poeta florentino: la Società Dante Alighieri Vienna. El evento tendría lugar en la Academia Austríaca de las Ciencias. Su principal patrocinador —un rico científico, miembro de la Sociedad Dante— había conseguido que les permitieran utilizar el auditorio de la academia, con capacidad para dos mil personas.

A Langdon lo recibió el director del congreso. Al cruzar el vestíbulo, no pudo evitar advertir las cinco palabras escritas en una pared del fondo con letras gigantescas: ¿Y SI DIOS ESTUVIERE EQUIVOCADO?

—Nuestra última instalación artística —susurró el director—. Es un Lukas Troberg. ¿Qué le parece?

Langdon contempló las enormes letras sin saber qué contestar…

—Esto, las pinceladas son ciertamente majestuosas, pero su conocimiento del subjuntivo parece algo deficiente.

El director lo miró desconcertado. Langdon esperaba que el público respondiera mejor.

Cuando por fin subió al escenario, un auditorio lleno a rebosar le dio la bienvenida con una enérgica ronda de aplausos.

Meine Damen und Herren —resonó la voz de Langdon por los altavoces—. Willkommen, bienvenue, welcome.

La famosa cita de Cabaret arrancó una risa del público.

—Me han informado de que la audiencia de esta noche no solo está formada por miembros de la Sociedad Dante, sino que también se encuentran entre nosotros muchos científicos y alumnos que están empezando a explorar la obra del artista florentino. Así pues, teniendo en cuenta a aquellos que han estado demasiado ocupados estudiando su disciplina para leer poemas épicos medievales, he pensado en comenzar con una rápida introducción a Dante: su vida, su obra y por qué está considerado una de las figuras más influyentes de toda la historia.

Los aplausos reanudaron.

Mediante un minúsculo control remoto, Langdon comenzó a proyectar una serie de diapositivas con la imagen de Dante, la primera de las cuales fue el retrato realizado por Andrea del Castagno, que mostraba al poeta de pie ante una puerta y con un libro de filosofía en la mano.

—Dante Alighieri, escritor y filósofo florentino que vivió de 1265 a 1321. En este retrato, como en prácticamente todos los que tenemos de él, el poeta lleva en la cabeza un cappucio rojo (una entallada capucha a cuadros y con ligaduras laterales), que, junto con su túnica Lucca, se ha convertido en el atuendo más reconocible del poeta.

Langdon fue pasando las diapositivas hasta llegar al retrato de Botticelli que se encuentra en la galería de los Uffizi, un cuadro que subrayaba los rasgos más característicos de su rostro: la marcada mandíbula y su nariz aguileña.

—En este retrato, la cabeza del poeta vuelve a estar enmarcada por el cappucio rojo, pero Botticelli le ha añadido una corona de laurel, un tradicional símbolo de maestría (en este caso en las artes poéticas) que el pintor tomó prestada de la antigua Grecia y que todavía hoy se utiliza en las ceremonias de condecoración a poetas y premios Nobel.

Langdon pasó rápidamente otra serie de imágenes en las que aparecía Dante con el gorro rojo, la túnica roja, la corona de laurel y su prominente nariz.

—Y para completar su imagen de Dante, les mostraré la estatua que se encuentra en la Piazza di Santa Croce. Y, por supuesto, el famoso fresco de la capilla del Bargello, atribuido a Giotto.

Dejó la diapositiva de Giotto en la pantalla y se dirigió al centro del escenario.

—Como sin duda saben, a Dante se le conoce sobre todo por su monumental obra maestra, la Divina Comedia, un relato brutalmente vívido del descenso del autor al infierno, su paso a través del purgatorio y la ascensión final al paraíso para encontrarse con Dios. Según los estándares modernos, la Divina Comedia no tiene nada de cómico. Se llama así por otra razón. En el siglo XIV, la literatura occidental se dividía en dos categorías: la tragedia, formada por la literatura culta y que estaba escrita en latín, y la comedia, escrita en lengua vernácula, que iba dirigida al pueblo.

Langdon fue pasando diapositivas hasta llegar al icónico cuadro de Michelino que mostraba a Dante ante las murallas de Florencia con un ejemplar de la Divina Comedia en la mano. Al fondo, la escalonada montaña del purgatorio se elevaba sobre las puertas del infierno. En la actualidad, el cuadro se encontraba en la catedral de Santa Maria del Fiore de Florencia, más conocida como el Duomo.

—Como se habrán imaginado por el título, pues, la Divina Comedia fue escrita en lengua vernácula, la lengua del pueblo. A pesar de ello, fusionó con maestría religión, historia, política, filosofía y comentarios sociales sobre un tapiz de ficción que, si bien erudito, no dejaba de ser totalmente accesible para las masas. La obra se convertiría en un pilar tal de la cultura italiana que al estilo de Dante se atribuye nada menos que la codificación de la lengua italiana moderna.

Langdon se detuvo un momento y luego susurró:

—Amigos míos, es imposible exagerar la influencia de la obra de Dante Alighieri. A lo largo de la historia y con la sola excepción de las Sagradas Escrituras, ninguna otra obra de literatura, pintura o música ha inspirado más tributos, imitaciones, variaciones y anotaciones que la Divina Comedia.

Después de enumerar la gran cantidad de compositores, artistas y escritores que habían creado obras basadas en el poema épico de Dante, Langdon se quedó mirando al público y preguntó:

—Díganme, ¿tenemos a algún escritor entre nosotros esta noche?

Casi un tercio del auditorio levantó la mano. Langdon se quedó boquiabierto. «Vaya, o se trata del público más talentoso del mundo o la autopublicación digital realmente está comenzando a funcionar».

—Bien, como todos ustedes saben, pues, no hay nada que un escritor aprecie más que una frase de apoyo; una recomendación que un individuo influyente escribe para que otros quieran comprar nuestra obra. En la Edad Media ya existían. Y Dante recibió unas cuantas.

Langdon cambió de diapositiva.

—¿Qué les parecería contar con algo así en la cubierta de su libro?

No ha existido un hombre más grande sobre la faz de la Tierra.

MIGUEL ÁNGEL

Un murmullo de sorpresa recorrió el auditorio.

—Sí —continuó Langdon—, se trata del mismo Miguel Ángel que conocen de la Capilla Sixtina y del David. Además de pintor y escultor genial, también fue un soberbio poeta que publicó más de trescientos poemas, entre los cuales uno titulado «Dante», dedicado al hombre cuyas lúgubres visiones del infierno le habían inspirado El juicio final. Y, si no me creen, lean el tercer canto del Inferno de Dante, y luego visiten la Capilla Sixtina; justo encima del altar, verán esta familiar imagen.

Langdon pasó unas cuantas diapositivas hasta el aterrador detalle de una bestia musculada agitando un remo gigante ante un grupo de personas encogidas de miedo.

—Se trata del barquero del inframundo de Dante, Caronte, que golpea a los pasajeros rezagados con un remo.

Langdon pasó a otra diapositiva, un segundo detalle de El juicio final: un hombre que está siendo crucificado.

—Este es Amán el Agagueo, quien, según las Sagradas Escrituras, fue ahorcado. En el poema de Dante, sin embargo, lo crucifican. Como pueden observar, Miguel Ángel prefirió para la Capilla Sixtina la versión de Dante a la de la Biblia. —Langdon sonrió y bajó la voz—: No se lo digan al papa.

El público se rio.

—El Inferno de Dante creó un mundo de dolor y sufrimiento más allá de todo lo que hasta entonces la humanidad había imaginado, y su escritura ha definido, literalmente, nuestra visión moderna del infierno. —Langdon se quedó un momento callado—. Y créanme, la Iglesia Católica tiene mucho que agradecerle a Dante. Sin duda, su Inferno hizo que los temerosos triplicaran su asistencia a las misas y ha aterrorizado a sus fieles durante siglos.

Cambió de diapositiva.

—Lo cual nos conduce a la razón por la que estamos todos aquí esta noche.

En la pantalla se podía leer el título de la conferencia: DANTE DIVINO: SÍMBOLOS DEL INFIERNO.

—El Inferno de Dante es un paisaje tan rico en símbolos e iconografía que a menudo le dedico un curso entero. Esta noche, he creído que no habría mejor modo de descubrir estos símbolos que caminar junto al poeta…; atravesar con él las puertas del infierno.

Langdon se dirigió hasta el borde del escenario y se quedó mirando al público.

—Si pretendemos dar un paseo por el infierno, recomiendo encarecidamente que utilicemos un mapa. Y no hay mapa del infierno de Dante más completo y fiel que el que realizó Sandro Botticelli.

Presionó un botón del control remoto y el apocalíptico Mappa dell’Inferno de Botticelli apareció en la pantalla. Se oyeron varios gritos ahogados de personas sobrecogidas al ver los diversos horrores que tenían lugar en la caverna subterránea con forma de embudo.

—A diferencia de la de otros artistas, la interpretación de Botticelli fue extremadamente fiel. De hecho, se pasó tanto tiempo leyendo a Dante que Giorgio Vasari, el gran historiador del arte, dijo que su obsesión con el poeta florentino acabó provocando «serios desórdenes en su vida». Botticelli realizó más de dos docenas de obras relacionadas con Dante, pero la más famosa es este mapa.

Langdon se volvió y señaló el rincón superior izquierdo del cuadro.

—Nuestro viaje comenzará ahí, en la superficie terrestre, donde pueden ver a Dante vestido de rojo junto a su guía, Virgilio, de pie ante las puertas del infierno. Luego comenzaremos a descender por los nueve círculos del inframundo hasta encontrarnos cara a cara con…

Langdon pasó a una nueva diapositiva, una ampliación del Satán dibujado por Botticelli en su cuadro: un terrorífico Lucifer de tres cabezas devorando a tres personas distintas con sus bocas.

El público dejó escapar un grito ahogado.

—Un anticipo de las atracciones que nos esperan —anunció Langdon—. El viaje de esta noche terminará aquí, en el noveno círculo del infierno, donde reside el mismo Satán. Ahora bien… —hizo una pausa—. Llegar ahí solo supone una parte de la diversión, así que rebobinemos un poco, de vuelta a las puertas del infierno, donde comienza nuestra aventura.

Langdon pasó a la siguiente diapositiva, una litografía de Gustave Doré que mostraba una oscura entrada con forma de túnel en la pared de un austero acantilado. En la inscripción que había encima se podía leer: ABANDONAD TODA ESPERANZA, AQUELLOS QUE ENTRÁIS.

—Bueno… —dijo Langdon con una sonrisa—. ¿Entramos?

De repente, se oyó un frenazo y la visión del público se evaporó. Langdon salió impulsado hacia adelante y chocó con la espalda de Sienna, que se había detenido en mitad de la Viale Machiavelli.

Langdon vaciló. Todavía tenía la mente puesta en las puertas del infierno que se cernían ante él. Al volver en sí, vio dónde se encontraba.

—¿Qué sucede? —preguntó.

Sienna señaló la Porta Romana, que estaba a unos trescientos metros. La antigua puerta de piedra que servía de entrada a la parte antigua de Florencia.

—Robert, tenemos un problema.

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