Inferno

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Capítulo 19

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El agente Brüder estaba en el humilde apartamento intentando encontrarle un sentido a lo que estaba viendo. «¿Quién demonios vive aquí?». La decoración era escasa y destartalada, como la de un dormitorio universitario amueblado sin apenas presupuesto.

—¿Agente Brüder? —exclamó al final del pasillo uno de sus agentes—. Venga a ver esto.

Mientras recorría el pasillo, el agente Brüder se preguntó si la policía local habría detenido ya a Langdon. Él habría preferido solucionar esa crisis personalmente, pero la huida del profesor no le había dejado más remedio que solicitar apoyo a la policía local y establecer controles en las calles. En las laberínticas calles de Florencia una moto podía eludir con facilidad las furgonetas de Brüder, cuyas ventanillas blindadas y sólidos neumáticos a prueba de pinchazos las hacían impenetrables pero poco prácticas. La policía italiana tenía reputación de ser poco cooperativa con los extranjeros, pero la organización de Brüder tenía una significativa influencia en la policía, los consulados y las embajadas. «Cuando hacemos una petición, nadie se atreve a ignorarla».

Brüder entró en el pequeño estudio, donde se encontraba su hombre junto a un computador abierto, tecleando algo con las manos enfundadas en unos guantes de látex.

—Este es el computador que Langdon ha utilizado para consultar su correo electrónico y hacer algunas búsquedas —dijo el hombre—. Los archivos siguen en el historial.

Brüder se acercó al escritorio.

—No parece que sea suyo —dijo el técnico—. Está registrado a nombre de alguien con las iniciales «S. C.». Dentro de poco sabré a quién pertenecen.

Mientras esperaba, Brüder tomó un montón de papeles que había en el escritorio y les echó un vistazo. Se trataba de un viejo programa del teatro Globe de Londres y una serie de artículos de periódico. Cuanto más leía, más se le abrían los ojos.

Con los documentos en la mano, Brüder salió al pasillo y llamó a su superior.

—Soy Brüder —dijo—. Creo que he identificado a la persona que está ayudando a Langdon.

—¿De quién se trata? —respondió su superior.

Brüder dejó escapar lentamente un suspiro.

—No se lo va a creer.

A tres kilómetros de allí, Vayentha huía de la zona con su BMW. Unos coches de policía con las sirenas en marcha pasaron en dirección opuesta.

«He sido desautorizada», pensó.

Por lo general, la suave vibración de la motocicleta de cuatro tiempos le calmaba los nervios. Ese día, no.

En los doce años trabajados para el Consorcio, Vayentha había ido ascendiendo poco a poco en su jerarquía, pasando de mero apoyo terrestre a coordinadora de estrategia, hasta llegar finalmente a agente de campo de alto rango. «Mi carrera es todo lo que tengo». Los agentes de campo llevaban una dura vida de secretismo, viajes y largas misiones, lo cual impedía cualquier intento de vida normal o relación sentimental.

«Le he dedicado un año entero a esta misión», pensó, todavía incapaz de creer que el comandante la hubiera desautorizado con tal rapidez.

Durante los últimos doce meses, Vayentha se había encargado de supervisar los servicios que el Consorcio había estado ofreciendo a un mismo cliente, un excéntrico genio de ojos verdes que solo quería «desaparecer» una temporada para trabajar sin que lo molestaran rivales y enemigos. Rara vez había viajado y, cuando lo hizo, fue sin que nadie la viera. Básicamente, se había dedicado a trabajar. Ella desconocía la naturaleza de esa empresa. Su cometido se limitaba a mantenerlo oculto de las poderosas personas que intentaban dar con él.

Vayentha había realizado el servicio con consumado profesionalismo, y todo había salido a la perfección.

Hasta la noche anterior, claro está.

Desde entonces, perdió el control de su estado emocional y su carrera.

«Ahora estoy fuera».

El protocolo de desautorización requería que el agente abandonara instantáneamente su misión y saliera del «campo de juego» de inmediato. Si el agente era capturado, el Consorcio negaría toda relación con él. Los agentes sabían que no debían tentar su suerte, pues conocían de primera mano la capacidad de la organización para manipular la realidad y amoldarla a sus necesidades.

Vayentha solo conocía a dos agentes que fueron desautorizados. Curiosamente, no había vuelto a ver a ninguno. Siempre creyó que los habían llamado para amonestarlos de manera oficial, los habían despedido e indicado que no volvieran a ponerse en contacto con los empleados del Consorcio.

Ahora, Vayentha no estaba tan segura.

«Estás reaccionando de forma exagerada —intentó decirse a sí misma—. Los métodos del Consorcio son mucho más elegantes que el asesinato a sangre fría».

Aun así, un escalofrío le recorrió el cuerpo.

Había sido el instinto lo que la había impelido a huir del tejado del hotel en cuanto había visto llegar el equipo de Brüder, y ahora se preguntaba si ese instinto la habría salvado.

«Ahora nadie sabe dónde estoy».

Mientras recorría a toda velocidad la recta del Viale del Poggio Imperiale, se dio cuenta de la diferencia que habían supuesto para ella unas pocas horas. La noche anterior le preocupaba proteger su trabajo. Y en ese momento, su vida.

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