Inferno

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Capítulo 20

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Antaño, Florencia había sido una ciudad amurallada y, por aquel entonces, la entrada principal era la Porta Romana, construida en 1326. Si bien la mayor parte de la muralla había sido derribada hacía siglos, esta entrada de piedra sigue existiendo, y el tráfico todavía accede a la ciudad por debajo del arco principal de la colosal fortificación.

La entrada en sí misma es una barrera de quince metros de altura hecha de ladrillos y piedras. El arco principal conserva todavía sus puertas de madera con enormes cerrojos (aunque permanecen abiertas a todas horas para que el tráfico pueda pasar). Seis importantes calles convergen delante en una glorieta cuyo centro estaba dominado por una gran estatua de Pistoletto que representa a una mujer alejándose de las puertas de la ciudad con un enorme fardo en la cabeza.

Aunque actualmente es una maraña circulatoria de pesadilla, esta austera puerta de entrada a la ciudad de Florencia fue en su día el lugar en el que se celebraba la Fiera dei Contratti, la feria de los contratos, donde los padres concertaban los matrimonios de sus hijas, a menudo obligándolas a bailar de manera provocativa para conseguir un mejor partido.

Esa mañana, Sienna se había detenido a varios cientos de metros de la puerta y señalaba un punto, alarmada. Desde la parte trasera de la moto, Langdon miró lo que le indicaba y de inmediato compartió su aprensión. Ante ellos había una larga hilera de coches parados: el tráfico en la rotonda estaba detenido por un control policial, y estaban llegando más policías. Agentes armados iban de coche en coche haciendo preguntas.

«Esto no puede ser por nosotros —pensó Langdon—. ¿O sí?».

Cos’è successo? —le preguntó Sienna a un sudoroso ciclista que se acercaba a ellos. Iba en una bicicleta especial, reclinada, y pedaleaba con los pies en alto.

E chi lo sa? —contestó él, con preocupación—. Carabinieri. —Y pasó de largo a toda velocidad, impaciente por abandonar la zona.

Sienna se volvió hacia Langdon con expresión sombría.

—Un control policial.

De repente, a sus espaldas se oyeron unas sirenas y Sienna se dio la vuelta. El miedo era visible en su rostro.

«Estamos atrapados», pensó Langdon mientras buscaba una salida de algún tipo —una bocacalle, un parque, un camino de entrada a alguna casa—. Lo único que veía, sin embargo, eran residencias privadas a la izquierda y una alta pared de piedra a la derecha.

Las sirenas sonaban cada vez más fuertes.

—Por ahí —dijo Langdon señalando unas obras desiertas que había a unos treinta metros y en las que una hormigonera parecía ofrecer la posibilidad de esconderse.

Sienna subió a la acera y se dirigió hacia las obras. Aparcaron detrás de la hormigonera y enseguida se dieron cuenta de que a duras penas tapaba la moto.

—Sígueme —dijo entonces ella, y salió corriendo hacia un pequeño cobertizo que se encontraba entre los arbustos, junto a la pared de piedra.

«Esto no es un cobertizo —pensó Langdon al acercarse—, es un baño químico».

Cuando llegaron al excusado de los operarios, oyeron unos coches de policía que se acercaban a sus espaldas. Sienna tiró de la manilla, pero la puerta no se abrió. Estaba cerrada con una gruesa cadena. Langdon la agarró entonces del brazo y la metió en la parte trasera de la estructura, en el estrecho espacio que había entre el lavamanos y la pared de piedra. Apenas cabían, y el olor era nauseabundo.

Langdon se deslizó detrás de ella justo cuando aparecía un Subaru Forester de color negro con la palabra CARABINIERI escrita en las puertas. El vehículo pasó lentamente por delante del escondite.

«La policía italiana», pensó Langdon con incredulidad. Se preguntó si estos agentes también tenían órdenes de disparar en cuanto les vieran.

—Alguien quiere encontrarnos a toda costa —susurró Sienna—. Y, de algún modo, lo han hecho.

—¿GPS? —se preguntó Langdon en voz alta—. Puede que el proyector tenga un dispositivo de localización.

Sienna negó con la cabeza.

—Créeme, si ese objeto fuera localizable, ya tendríamos a la policía encima.

Langdon cambió de posición para acomodarse al angosto espacio, y de repente se encontró cara a cara con un elegante graffiti garabateado en la parte trasera del baño.

«Solo un italiano podía hacer algo así».

Muchos sanitarios portátiles estadounidenses estaban cubiertos de pueriles dibujos que vagamente recordaban a pechos o penes enormes. La pared trasera de este, sin embargo, se parecía más al cuaderno de dibujo de un estudiante de arte: en él había un ojo humano, una mano trazada a la perfección, un hombre de perfil y un dragón fantástico.

—La destrucción de la propiedad no siempre se hace así en Italia —dijo Sienna como si hubiera leído la mente de Langdon—. Al otro lado de esta pared de piedra se encuentra el Instituto Estatal de Arte de Florencia.

Como para confirmar el comentario de Sienna, de repente un grupo de estudiantes apareció a lo lejos con portafolios bajo el brazo. Iban charlando, fumando cigarrillos y se preguntaban unos a otros por el control policial que había en la Porta Romana.

Langdon y Sienna se agacharon para que no les vieran. Al hacerlo, de repente él cayó en la cuenta de una cosa.

«Los pecadores medio enterrados con las piernas en el aire».

Puede que se debiera al hedor a desechos humanos, o quizá al ciclista recostado pedaleando con las piernas en alto. En cualquier caso, Langdon recordó el pútrido mundo del Malebolge y las piernas desnudas que salían de la Tierra.

Se volvió hacia Sienna.

—En nuestra versión del Mappa, los cuerpos medio enterrados estaban en el décimo foso, el más bajo del Malebolge, ¿verdad?

Sienna se lo quedó mirando extrañada, como si ese no fuera el momento.

—Sí, el último.

La mente de Langdon volvió a evocar su conferencia vienesa. De repente, se encontró de nuevo en el escenario, a punto de terminar su charla después de haberle mostrado al público el grabado que Doré hizo de Gerión, el monstruo alado con cola venenosa que vivía justo encima del Malebolge.

—Antes de llegar ante Satán, debemos pasar por los diez fosos del Malebolge, donde se castiga a los fraudulentos; es decir, aquellos culpables de actuar mal de forma deliberada —declaró. Su voz resonaba a través de los altavoces.

Langdon pasó de diapositiva para mostrar un detalle del Malebolge y luego fue mostrando al público los fosos, uno a uno.

—De arriba abajo tenemos: los seductores, azotados por demonios; los aduladores, sumergidos en excrementos humanos; los simoníacos, medio enterrados boca abajo y con las piernas en el aire; los adivinos, con la cabeza vuelta del revés; los corruptos, en resina hirviendo; los hipócritas, ataviados con pesadas capas de plomo; los ladrones, atacados por serpientes; los malos consejeros, consumidos por el fuego; los sembradores de discordias, despedazados por demonios y, finalmente, los mentirosos, desfigurados más allá de todo reconocimiento. —Langdon se volvió hacia el público—. Lo más probable es que Dante reservara este foso final para los mentirosos porque una serie de mentiras sobre él provocaron que lo desterraran de su querida Florencia.

—¿Robert? —era la voz de Sienna.

Langdon volvió al presente.

Sienna lo estaba mirando desconcertada.

—¿Qué sucede?

—Nuestra versión del Mappa —dijo con excitación— ¡está modificada! —Sacó el proyector del bolsillo de su chaqueta y lo agitó lo mejor que pudo en ese estrecho espacio. La bola repiqueteó ruidosamente, pero las sirenas ahogaban el ruido—. ¡Quienquiera que creara esta imagen, reconfiguró los niveles del Malebolge!

Cuando el artilugio comenzó a resplandecer, Langdon lo apuntó hacia la lisa superficie que tenían delante. El Mappa dell’Inferno apareció, brillando en la tenue luz de su escondite.

«Botticelli en un excusado químico», pensó Langdon, avergonzado. Este tenía que ser el lugar menos elegante en el que se hubiera mostrado nunca un cuadro de Botticelli. Luego comenzó a repasar los diez fosos y asintió con excitación.

—¡Sí! —exclamó—. ¡Está mal! ¡El último foso del Malebolge debería estar lleno de enfermos, no de gente enterrada boca abajo! ¡El décimo foso es el de los mentirosos, no el de los simoníacos!

Sienna parecía intrigada.

—Pero… ¿por qué alguien querría cambiar el orden?

Catrovacer —susurró Langdon, mirando las pequeñas letras que habían sido añadidas en cada nivel—. No creo que sea eso lo que realmente dice.

A pesar de la herida que le había borrado los recuerdos de los dos últimos días, Langdon notaba que su memoria funcionaba a la perfección. Cerró los ojos y pensó en las dos versiones del Mappa para cotejarlas y detectar las diferencias. No había tantos cambios como había imaginado y, sin embargo, sintió como si un velo hubiera sido retirado.

De repente, todo estuvo claro.

«¡Busca y hallarás!».

—¿Qué ocurre? —preguntó Sienna.

Langdon sintió que se le secaba la boca.

—Ya sé porqué estoy en Florencia.

—¡¿Lo sabes?!

—Sí, y también adónde se supone que debo ir.

Sienna le agarró del brazo.

—¡¿Adónde?!

Langdon tuvo la sensación de pisar tierra firme por primera vez desde que se había despertado en el hospital.

—Esas diez letras —susurró—. Señalan una localización precisa en la parte antigua de la ciudad. Ahí es donde están las respuestas.

—¡¿En qué lugar de la parte antigua?! —preguntó Sienna—. ¿Qué has averiguado?

Unas risas resonaron al otro lado del baño. Otro grupo de estudiantes estaba pasando por delante, bromeando y charlando en varias lenguas. Langdon se asomó con cuidado por la esquina del cubículo y vio cómo se alejaban. Luego miró a la policía.

—Tenemos que ponernos en marcha. Te lo explicaré de camino.

—¡¿De camino?! —Sienna negó con la cabeza—. ¡Nunca podremos cruzar la Porta Romana!

—Espera aquí treinta segundos —le dijo—, y luego ven y sígueme la corriente.

Tras decir eso, Langdon se marchó, dejando a su nueva amiga desconcertada y sola.

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