Inferno

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Capítulo 27

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Cuando la policía entró en el Palazzo Pitti, Sienna y Langdon ya se habían puesto de nuevo en marcha y habían comenzado a desandar sus pasos. En el cortile y la cafetería empezaba a agolparse una muchedumbre de turistas que querían saber cuál era el origen de ese alboroto.

A Sienna le sorprendía la rapidez con que las autoridades les habían encontrado. «El drone debe de haber desaparecido porque ya nos había localizado».

Ella y Langdon encontraron el estrecho túnel por el que habían descendido y, sin vacilar, se metieron dentro y comenzaron a subir. Al llegar arriba, torcieron a la izquierda y comenzaron a correr junto a un muro de contención. A medida que avanzaban, se fue haciendo más bajo hasta que, finalmente, la vasta extensión de los jardines Boboli quedó a la vista.

Langdon agarró entonces a Sienna del brazo y tiró de ella para esconderla detrás del muro. Ella también lo había visto.

A unos trescientos metros, en la pendiente que había encima del anfiteatro, se había desplegado una falange de policías que los buscaban entre los árboles, interrogaban a los turistas y se coordinaban entre sí con radios.

«¡Estamos atrapados!».

Sienna no había imaginado que conocer a Robert Langdon la llevaría a esa situación. «Esto es más de lo que podría haber esperado». Al salir del hospital con Langdon creía que huían de la mujer armada del cabello en punta. Ahora lo hacían de toda una unidad militar y de las autoridades italianas. Era consciente de que sus posibilidades eran prácticamente nulas.

—¿Hay alguna otra salida? —preguntó Sienna, casi sin aliento.

—Creo que no —dijo Langdon—. Este jardín es una ciudad amurallada, como… —Se quedó callado de golpe y se volvió hacia el este—. Como el Vaticano. —Un extraño destello de esperanza iluminó su rostro.

Sienna no entendía qué tenía que ver el Vaticano con su situación actual pero, de repente, Langdon comenzó a asentir con la vista puesta en el extremo oriental de los jardines.

—Es arriesgado —dijo, tirando de ella—. Pero puede que sí exista otra forma de salir de aquí.

En ese momento aparecieron dos hombres por la esquina del muro de contención y casi chocan con ellos. Ambos iban vestidos de negro y, por un instante, Sienna creyó que se trataba de los soldados que había visto en la escalera del edificio de apartamentos. Al llegar a su lado, sin embargo, comprobó que se trataba de turistas; italianos, supuso, a juzgar por su elegante ropa de cuero negro.

Sienna tuvo un idea. Agarró a uno de los turistas del brazo y le sonrió tan afectuosamente como pudo.

Può dirci dov’è la Galleria del costume? —preguntó en italiano—. Io e mio fratello siamo in ritardo per una visita privata.

Certo! —El hombre les sonrió a ambos, deseoso de ayudarles—. Proseguite dritto per il sentiero! —Se volvió y señaló un punto al otro lado de los jardines.

Molte grazie! —dijo Sienna con otra sonrisa y los dos hombres siguieron su camino.

Langdon asintió impresionado al darse cuenta de lo que había hecho Sienna. Si la policía preguntaba algo a esta pareja de turistas, estos les dirían que los fugitivos habían ido a la Galería de los Trajes, un lugar que, según el mapa que tenían delante, se encontraba al oeste, en dirección completamente opuesta.

—Tenemos que seguir ese sendero de ahí —dijo Langdon, señalando un camino de gravilla que había al otro lado de una plaza abierta. Uno de los laterales estaba protegido por enormes setos que les permitirían avanzar a cubierto de las autoridades que bajaban la colina a apenas cien metros.

Sienna calculó que sus posibilidades de cruzar la plaza para llegar al sendero sin que los vieran eran muy escasas. Allí se había congregado una pequeña multitud de turistas que observaban a la policía con curiosidad. Y a lo lejos escuchó de nuevo el leve zumbido del drone.

—Ahora o nunca. —Langdon le tomó de la mano y tiró de ella en dirección a la plaza abierta, donde comenzaron a serpentear a través de la muchedumbre de turistas. Sienna sintió el impulso de ponerse a correr, pero él se lo impidió y atravesaron la multitud a paso rápido pero sin perder la calma.

Cuando finalmente llegaron al principio del sendero, Sienna echó un vistazo por encima del hombro para comprobar si les habían visto. Los únicos agentes de policía a la vista estaban de espaldas a ellos, observando el drone que se acercaba por el cielo.

Ella volvió a mirar al frente y comenzó a recorrer el sendero con Langdon.

Ante ellos, el perfil de Florencia asomaba por encima de los árboles. Sienna contempló la cúpula de tejas rojas del Duomo y la torre verde, roja y blanca del campanario de Giotto. Por un instante, también distinguió la torre almenada del Palazzo Vecchio —su destino aparentemente inalcanzable—, pero cuando descendieron por el sendero, los altos muros perimetrales les engulleron de nuevo y les bloquearon la vista.

Al llegar a la base de la colina, Sienna estaba casi sin aliento y comenzaba a preguntarse si en realidad Langdon tenía idea de adónde se dirigían. El sendero conducía directamente a un laberinto de setos, pero él torció a la izquierda sin vacilar, manteniéndose a la sombra de los árboles. El patio estaba desierto; parecía más un aparcamiento de empleados que una zona de turistas.

—¡¿Adónde vamos?! —preguntó Sienna, sin aliento.

—Ya casi hemos llegado.

«Pero ¿adónde?». El patio estaba cercado por unos muros que tenían, al menos, tres pisos de altura. La única salida que Sienna veía era un acceso de vehículos a la izquierda, cerrado por una enorme reja de hierro forjado que parecía remontarse a la época de la construcción del palacio original, en los tiempos de los ejércitos saqueadores. Más allá de la barricada, se podía ver a la policía congregada en la Piazza dei Pitti.

Langdon siguió adelante, avanzando a lo largo del perímetro de vegetación en dirección al muro que tenían al frente. Sienna examinó su lisa superficie en busca de alguna puerta, pero lo único que vio fue un nicho que contenía la estatua más horrenda que hubiera visto jamás.

«Dios mío, ¿los Medici se podían permitir cualquier obra de arte y eligieron esto?».

La estatua que tenían delante mostraba un enano obeso y desnudo sentado a horcajadas sobre una tortuga gigante. Los testículos del enano estaban aplastados contra el caparazón de la tortuga, y de su boca manaba agua, como si estuviera enferma.

—Sí, ya lo sé… —dijo Langdon, sin detenerse—. Es Braccio di Bartolo, un famoso enano de la corte. En mi opinión, deberían esconderlo junto con aquella palangana gigante del anfiteatro.

Langdon se volvió a la derecha en dirección a una escalera que Sienna no había visto hasta ese momento.

«¿Una salida?».

El destello de esperanza fue efímero.

Al torcer la esquina y comenzar a descender la escalera, se dio cuenta de que estaban en un callejón sin salida, un cul-de-sac de paredes el doble de altas que las demás.

Sienna vio entonces la entrada de la caverna que había al fondo y tuvo la sensación de que su largo viaje estaba a punto de terminar en esa profunda gruta cavada en la pared. «¡Ese no puede ser el lugar al que nos dirigimos!».

En la entrada de la cueva había unas imponentes estalactitas con aspecto de dagas y, en el interior, se adivinaban unas retorcidas figuras geológicas que emergían de las paredes, como si la piedra se estuviera derritiendo y metamorfoseando, para alarma de Sienna, en seres humanoides medio enterrados, o quizá engullidos por las rocas. Le vinieron a la cabeza las imágenes que acababa de ver del Mappa dell’Inferno de Botticelli.

Por alguna razón, Langdon siguió corriendo sin dudarlo hacia la entrada de la caverna. Había hecho un comentario sobre la Ciudad del Vaticano, pero Sienna estaba convencida de que en la Santa Sede no había ninguna cueva extraña.

Al acercarse más, pudo ver bien la cornisa de la entrada. En ella, una fantasmagórica serie de estalactitas e imprecisas figuras de piedra parecían engullir a dos mujeres reclinadas que flanqueaban un escudo con seis esferas o palle, el célebre blasón de los Medici.

De repente, Langdon se volvió hacia la pequeña puerta gris que había a la izquierda de la caverna, y que Sienna no había visto. Se trataba de una sencilla puerta de madera gastada que parecía conducir a un cuarto de almacenaje o a un cobertizo para guardar herramientas de jardinería.

Langdon corrió hacia allí con la esperanza de que estuviera abierta, pero al llegar descubrió que no tenía manilla, sino una cerradura de latón que, al parecer, solo podía abrirse desde dentro.

—¡Maldita sea! —El optimismo de Langdon había desaparecido y ahora su expresión evidenciaba la preocupación que sentía—. Esperaba que…

De repente, el penetrante zumbido del drone resonó entre los altos muros. Sienna se dio la vuelta y vio que el artilugio se elevaba por encima del palacio y avanzaba hacia donde se encontraban.

Al verlo, Langdon agarró a Sienna de la mano, tiró de ella hacia la caverna y se escondieron bajo las estalactitas que colgaban en la entrada de la gruta.

«Un final adecuado —pensó ella—. Cruzando a toda velocidad las puertas del infierno».

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