Inferno

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Capítulo 100

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El agudo ruido del metal golpeando el fuselaje del C-130 sin ventanillas sobresaltó al comandante. Alguien llamaba a la compuerta del avión con la culata de una pistola.

—Que todo el mundo permanezca en su sitio —ordenó el piloto del avión mientras se dirigía hacia a la puerta—. Es la policía turca. Ha venido hasta el avión.

El comandante y Ferris intercambiaron una rápida mirada.

A juzgar por las llamadas de pánico del personal de la OMS que estaba a bordo, el hombre tenía la sensación de que la misión de contención había fracasado. «Zobrist ha llevado a cabo su plan —pensó—. Y mi empresa lo ha hecho posible».

Al otro lado de la compuerta se oyeron unas autoritarias voces en turco.

El comandante se puso de pie bruscamente.

—¡No abra la puerta! —le ordenó al piloto.

Este se detuvo y se volvió hacia él.

—¿Por qué no debería hacerlo?

—La OMS es una organización internacional —respondió el comandante— y este avión es territorio soberano.

El piloto negó con la cabeza.

—Señor, este avión se encuentra en un aeropuerto turco y hasta que salga de su espacio aéreo está sujeto a las leyes del país. —El piloto extendió la mano y abrió la compuerta.

Aparecieron dos hombres uniformados. En su serio semblante no se apreciaba el menor atisbo de indulgencia.

—¿Quién es el comandante de este avión? —preguntó uno con marcado acento turco.

—Yo —dijo el piloto.

Un agente le dio dos hojas al piloto.

—Órdenes de arresto. Estos dos pasajeros tienen que venir con nosotros.

El piloto echó un vistazo a las hojas y se volvió hacia ambos.

—Llame a la doctora Sinskey —ordenó el comandante al piloto de la OMS—. Estamos en una misión de emergencia internacional.

Uno de los agentes lo miró con expresión burlona.

—¿La doctora Elizabeth Sinskey? ¿La directora de la OMS? Ha sido ella quien ha ordenado su arresto.

—Eso es imposible —respondió—. El señor Ferris y yo hemos venido aquí a Turquía para ayudarla.

—Pues no deben de estar haciéndolo ustedes muy bien —respondió el segundo agente—. La doctora Sinskey se ha puesto en contacto con nosotros y les ha acusado de formar parte de un complot bioterrorista en territorio turco —tomó unas esposas—. Debemos llevarles a ambos a la comisaría para que los interroguen.

—¡Exijo un abogado! —exclamó el comandante.

Treinta segundos después, él y Ferris habían sido esposados, les habían conducido a la fuerza por la pasarela del avión y les habían metido a empujones en el asiento trasero de un coche negro. Luego el automóvil arrancó y recorrió la pista hasta un remoto rincón del aeropuerto donde la alambrada había sido cortada y abierta para permitir que pasara el vehículo. Una vez fuera del perímetro, atravesó un polvoriento descampado con maquinaria de aviación averiada y, finalmente, se detuvo junto a un viejo edificio de servicios.

Los dos hombres uniformados salieron del coche e inspeccionaron la zona. Cuando estuvieron seguros de que no les habían seguido, se quitaron los uniformes de policía y los tiraron. Luego sacaron a ambos hombres del coche y les quitaron las esposas.

Mientras se frotaba las muñecas, el comandante se dio cuenta de que no se le daría demasiado bien estar en cautividad.

—Las llaves del coche están debajo de la alfombrilla —dijo uno de los agentes, señalando una furgoneta blanca—. En el asiento trasero hay una bolsa con todo lo que ha pedido: documentación, dinero en efectivo, teléfonos de prepago, ropa y otras cosas que hemos creído que le irían bien.

—Gracias —dijo—. Son buenos.

—Hemos recibido buen entrenamiento, señor.

Tras lo cual, los dos turcos se volvieron a meter en el coche negro y se marcharon.

«Sinskey no iba a dejar que me escapara», se recordó a sí mismo el comandante. Se había dado cuenta durante el vuelo a Turquía y había alertado por e-mail a la sucursal local del Consorcio, indicando que él y Ferris necesitarían que los rescataran.

—¿Crees que nos buscará? —preguntó Ferris.

—¿Sinskey? —Él asintió—. Sin duda, pero sospecho que ahora mismo tiene otras preocupaciones.

Los dos hombres subieron a la furgoneta blanca y el comandante repasó el contenido de la bolsa para comprobar que la documentación estuviera en orden. Vio también una gorra de béisbol y, al agarrarla, encontró dentro una pequeña botella de Highland Park de una sola malta.

«Estos tipos son buenos».

Miró el líquido de color ámbar y se dijo que debería esperar hasta el día siguiente. Luego visualizó la bolsa de Solublon de Zobrist y se preguntó cómo sería ese día siguiente.

«He roto mi regla cardinal —pensó—. He delatado a mi cliente».

Se sentía extrañamente a la deriva, consciente de que en los próximos días las noticias de una catástrofe en la que él había desempeñado un papel muy significativo inundarían el mundo. «Esto no habría pasado sin mi ayuda».

Por primera vez en su vida, dejó de parecerle que la ignorancia le proporcionara carta blanca moral. Sus dedos rompieron el sello de la botella de whisky.

«Disfrútalo —se dijo a sí mismo—. De un modo u otro, tienes los días contados».

Le dio un largo trago a la botella y sintió la calidez en su garganta.

De repente, la oscuridad se iluminó con los focos y la luz estroboscópica azul de los coches de policía que los rodeaban por todas partes.

Miró con ansia en todas direcciones y luego se quedó inmóvil.

«No hay escapatoria».

Mientras los agentes de policía turcos se acercaban a la furgoneta con los rifles en alto, el comandante le dio un último trago a la botella de Highland Park y, lentamente, levantó las manos por encima de la cabeza.

Sabía que esa vez los agentes no eran de los suyos.

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