Inferno

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Capítulo 29

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«Busca y hallarás —pensó Langdon mientras permanecía acurrucado junto a Sienna en la oscura gruta—. Buscábamos una salida… y hemos hallado un callejón sin salida».

La amorfa fuente que había en el centro de la cueva era un buen refugio, pero cuando Langdon asomó la cabeza, tuvo la sensación de que se habían escondido demasiado tarde.

El drone había descendido al cul-de-sac amurallado y se había detenido justo en la puerta de la caverna, donde ahora permanecía suspendido en el aire solo a tres metros del suelo y zumbando intensamente, como un insecto enfurecido a la espera de su presa.

Langdon volvió a esconder la cabeza y le susurró las malas noticias a Sienna.

—Creo que sabe que estamos aquí.

En el interior de la caverna, el agudo zumbido del drone reverberaba en las paredes de piedra y resultaba ensordecedor. A Langdon le costaba creer que fueran rehenes de un pequeño helicóptero mecánico no tripulado y, sin embargo, sabía que intentar darle esquinazo sería inútil. «¿Qué hacemos entonces?, ¿esperar?». Su plan original, acceder a lo que había detrás de la pequeña puerta gris, había sido razonable salvo por el hecho de que esa puerta solo se podía abrir desde dentro.

Cuando sus ojos se ajustaron al oscuro interior de la gruta, Langdon inspeccionó el lugar en el que se encontraban y se preguntó si habría otra salida, pero no vio nada que lo pareciera. Las extrañas paredes con formas líquidas del interior de la caverna estaban adornadas con esculturas de animales y humanos a los que parecían estar engullendo. Abatido, levantó la mirada hacia el techo de amenazadoras estalactitas que colgaban sobre sus cabezas.

«Un buen lugar para morir».

La gruta de Buontalenti —así llamada por su arquitecto, Bernardo Buontalenti— era posiblemente el lugar con el aspecto más peculiar de toda Florencia. La decoración de la suite de tres cavernas, en su origen concebidas como un divertimento para los invitados más jóvenes del Palazzo Pitti, era una mezcla de fantasía naturalista y exceso gótico compuesta por una serie de formas colgantes y piedras pómez con aspecto líquido que parecían tragarse o exudar una multitud de figuras esculpidas. En la época de los Medici, el efecto de la gruta estaba acentuado por el agua que fluía por el interior de las paredes, algo que servía tanto para refrescar el espacio durante los calurosos veranos de la Toscana como para dar la sensación de que se trataba de una verdadera caverna.

Langdon y Sienna estaban en la primera cámara, la más grande, escondidos detrás de la fuente central. A su alrededor había un variopinto surtido de figuras de pastores, campesinos, músicos y animales e incluso copias de los cuatro prisioneros de Miguel Ángel. Todos parecían estar forcejeando para liberarse de las rocas que las estaban engullendo. En lo alto, la luz matutina se filtraba a través de un óculo; allí, antaño se había construido una gigantesca bola de cristal llena de agua donde una carpa roja nadaba bajo la luz del sol.

Langdon se preguntó cómo habrían reaccionado los visitantes renacentistas originales al ver un helicóptero de verdad —en tanto que invención soñada por el mismísimo Leonardo da Vinci— suspendido en el aire en la entrada de la gruta.

De repente, el zumbido del drone dejó de oírse. No parecía que se hubiera alejado, sino más bien que se hubiera detenido.

Desconcertado, Langdon asomó la cabeza y vio que había aterrizado en medio de la plaza de gravilla. Ahí su aspecto era mucho menos amenazante, especialmente porque la lente con forma de aguijón que tenía en la parte delantera apuntaba a un lado, en dirección a la pequeña puerta gris.

La sensación de alivio que sintió Langdon fue fugaz. Unos cien metros detrás del drone, cerca de la estatua del enano y la tortuga, tres soldados fuertemente armados comenzaron a descender la escalera en dirección a la gruta.

Iban ataviados con los familiares uniformes negros con medallones verdes en los hombros. A Langdon, la mirada vacía del musculado cabecilla le recordó la máscara de la peste de sus visiones.

«Yo soy la muerte».

Langdon no vio ni la furgoneta ni a la misteriosa mujer del cabello plateado.

«Yo soy la vida».

Al llegar al pie de la escalera, uno de ellos se detuvo y dio media vuelta para evitar que nadie más descendiera a esa zona. Los otros dos siguieron adelante.

Aunque probablemente solo estaban retrasando lo inevitable, Langdon y Sienna se pusieron de nuevo en marcha y, a gatas, se metieron en la segunda caverna, que era más pequeña, profunda y oscura. También tenía una obra de arte en el centro; en ese caso, se trataba de la estatua de dos amantes entrelazados tras la cual se escondieron.

Agazapado en las sombras, Langdon asomó la cabeza y vio que uno de los soldados se detenía junto al drone, lo recogía y examinaba su cámara.

«¿Ese artefacto nos habrá visto?», se preguntó Langdon por un momento, pero creía saber la respuesta.

El tercer y último soldado, el musculoso de la mirada fría, siguió avanzando con gélida determinación hasta la entrada de la caverna. «Va a entrar». Justo cuando iba a volverse hacia Sienna para decirle que todo había acabado, Langdon vio algo que no esperaba.

En vez de entrar en la gruta, el soldado giró a la izquierda y desapareció de su vista.

«¡¿Adónde va?! ¿Acaso no sabe que estamos aquí?».

Unos momentos después, Langdon oyó unos fuertes golpes: un puño llamando a una puerta de madera.

«La pequeña puerta gris —pensó Langdon—. Debe de saber adónde conduce».

El guardia de seguridad del Palazzo Pitti, Ernesto Russo, siempre había querido jugar a fútbol. Con veintinueve años y sobrepeso, al fin había comenzado a aceptar que su sueño de infancia no se haría realidad. Desde hacía tres años, Ernesto trabajaba como guardia en este palacio, siempre encerrado en el mismo despacho del tamaño de un armario, y siempre realizando las mismas tareas rutinarias.

Ernesto estaba acostumbrado a que turistas curiosos llamaran a la pequeña puerta gris que daba al despacho donde estaba apostado, y en general se limitaba a ignorarlos hasta que dejaban de hacerlo. Ese día, sin embargo, los golpes eran intensos y continuos.

Molesto, volvió a centrar su atención en el aparato de televisión, que emitía un partido de fútbol entre la Fiorentina y la Juventus. Los golpes, sin embargo, eran cada vez más fuertes. Finalmente salió del despacho maldiciendo a los turistas y recorrió un estrecho pasillo en dirección al ruido. A medio camino se detuvo ante la enorme verja de acero que, a excepción de unas pocas horas, siempre estaba cerrada.

Introdujo la combinación en el candado y abrió la verja. Después de cruzarla, siguió el protocolo y volvió a cerrarla. Luego recorrió el tramo de pasillo que conducía a la puerta de madera gris.

È chiuso! —exclamó desde el otro lado de la puerta, esperando que la persona que había fuera pudiera oírle—. Non si può entrare!

Siguieron llamando.

Ernesto se armó de paciencia. «Neoyorquinos —supuso—, lo quieren todo y lo quieren ahora». La única razón por la que su equipo de fútbol, los Red Bulls, tenía éxito, era porque le habían robado a otro equipo uno de los mejores entrenadores de Europa.

Los golpes seguían y, a regañadientes, Ernesto abrió la puerta unos pocos centímetros.

È chiuso!

Por fin dejaron de dar golpes y Ernesto se encontró cara a cara con un soldado de mirada tan fría que, literalmente, le hizo retroceder. El hombre le mostró entonces una tarjeta identificativa oficial con un acrónimo que no reconoció.

Cosa succede?! —preguntó Ernesto, alarmado.

Detrás de ese soldado había otro agachado junto a lo que parecía ser un helicóptero de juguete. Y, todavía más lejos, un tercero hacía guardia en la escalera. A lo lejos, se oían sirenas de policía.

—¿Habla inglés? —Sin duda alguna, el acento del soldado no era de Nueva York. ¿Europeo, quizá?

Ernesto asintió.

—Un poco, sí.

—¿Ha entrado alguien por esta puerta hoy?

—No, signore. Nessuno.

—Bien. Manténgala cerrada. Que nadie entre o salga. ¿Está claro?

Ernesto se encogió de hombros. En eso consistía precisamente su trabajo.

—Sí, comprendo. Non deve entrare, né uscire nessuno.

—Dígame, ¿esta puerta es la única entrada?

Ernesto consideró la pregunta. Técnicamente, la puerta estaba considerada una salida, por eso no tenía manilla en el exterior, pero comprendió lo que le preguntaba el soldado.

—Sí, esta puerta es el único acceso. No hay otro. —La entrada original en el interior del palacio llevaba muchos años cerrada.

—¿Y hay alguna otra salida oculta en los jardines Boboli aparte de las verjas tradicionales?

—No, signore. El parque está rodeado de altos muros. Esta puerta es la única salida secreta.

El soldado asintió.

—Gracias por su ayuda. —Y le indicó a Ernesto que cerrara la puerta.

Desconcertado, este obedeció. Luego desanduvo el pasillo, abrió la verja, la cruzó, la cerró a su espalda y regresó a su partido de fútbol.

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