Inferno

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Capítulo 34

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El Palazzo Vecchio parecía una gran torre de ajedrez. El imponente edificio, de robusta fachada y sólidas almenas cuadrangulares, estaba convenientemente situado en la esquina sudeste de la Piazza della Signoria.

Su inusual torre, que se elevaba en el centro de la fortaleza, destacaba en el perfil de Florencia y se había convertido en un inimitable símbolo de la ciudad.

El edificio, construido para albergar la sede del gobierno del ducado, imponía al visitante recién llegado unas estatuas masculinas intimidantes. El musculoso Neptuno de Ammannati se erguía desnudo sobre cuatro caballos, símbolo del dominio marítimo de la ciudad; una réplica del David de Miguel Ángel —sin duda el desnudo masculino más admirado del mundo— se alzaba en toda su gloria en la entrada del palazzo. Al lado del David había dos colosales hombres desnudos más, Hércules y Caco, que junto a los sátiros de Neptuno, elevaban a más de una docena los penes que recibían a los visitantes del palacio.

Normalmente, las visitas de Langdon al Palazzo Vecchio comenzaban en la Piazza della Signoria (que, a pesar de su sobreabundancia de falos, siempre había sido una de sus favoritas de toda Europa). Ninguna visita al lugar estaba completa sin un café expreso en el Caffè Rivoire, seguido de una visita a los leones Medici de la Loggia dei Lanzi, la galería de esculturas al aire libre de la piazza.

Ese día, sin embargo, Langdon y su acompañante iban a entrar al Palazzo Vecchio como los duques Medici en su época, siguiendo el serpenteante trayecto del Corredor Vasariano, por encima de puentes, calles y edificios, hasta llegar al corazón mismo del viejo palacio. De momento, no habían oído pasos a sus espaldas, pero Langdon estaba impaciente por llegar al final del pasadizo.

«Y ahora por fin hemos llegado —advirtió al ver la pesada puerta de madera que se levantaba ante ellos—. La entrada al viejo palacio».

A pesar del elaborado mecanismo de su cerradura, la puerta estaba equipada con una barra antipánico que le permitía ser una salida de emergencia al tiempo que evitaba que nadie del otro lado entrara en el corredor sin una tarjeta de acceso.

Langdon pegó la oreja a la puerta y aguzó el oído. Al no escuchar nada al otro lado, colocó las manos en la barra y presionó suavemente.

La cerradura hizo clic.

Abrió unos centímetros la puerta de madera y echó un vistazo por la pequeña abertura. Una pequeña estancia. Vacía. En silencio.

Con un pequeño suspiro de alivio, Langdon entró y le indicó a Sienna que le siguiera.

«Hemos llegado».

De pie en la silenciosa alcoba, Langdon se tomó un momento para ubicarse. En un pasillo que había a su izquierda oyó unas voces tranquilas y joviales. Al igual que el Capitolio de Estados Unidos, el Palazzo Vecchio era al mismo tiempo atracción turística y oficina gubernamental. A esa hora, las voces que escuchaban con toda seguridad eran de funcionarios que entraban y salían de sus despachos, preparándose para la jornada.

Langdon y Sienna fueron hasta la esquina y asomaron la cabeza. Efectivamente, al fondo había un atrio en el que una docena de funcionarios tomaban expresos matutinos y charlaban entre sí antes de comenzar la jornada.

—¿Has dicho que el mural de Vasari está en el Salón de los Quinientos? —susurró Sienna.

Langdon asintió y señaló un pórtico que había al otro lado del atrio.

—Lamentablemente, tenemos que cruzar el patio.

—¿Estás seguro?

Langdon asintió.

—No podremos llegar sin que nos vean.

—Son funcionarios. No tienen el más mínimo interés en nosotros. Haz como si trabajaras aquí.

Dicho lo cual, Sienna alisó la chaqueta Brioni de Langdon y le puso bien el cuello de la camisa.

—Tienes muy buen aspecto, Robert —dijo con una recatada sonrisa. Luego ajustó el cuello de su propio suéter y se puso en marcha.

Langdon fue tras ella. Al llegar al atrio, Sienna comenzó a hablar con él en italiano —algo sobre subsidios agrícolas— mientras gesticulaba apasionadamente. Avanzaron pegados a la pared exterior, manteniéndose alejados de los funcionarios. Para sorpresa de Langdon, ni uno solo les prestó atención.

De camino al pasillo, Langdon recordó el programa de la obra de Shakespeare y el travieso Puck.

—Eres una gran actriz —susurró.

—No he tenido más remedio —dijo ella en un tono de voz extrañamente distante.

Una vez más, Langdon tuvo la sensación de que en el pasado de Sienna había más dolor del que él podía imaginar, y sintió una punzada de remordimiento por haberla involucrado en esa peligrosa situación. Se recordó a sí mismo que ya no podía hacerse nada salvo seguir adelante.

«Sigue nadando por el túnel y reza para encontrar la luz».

A medida que se acercaban al pórtico, Langdon volvió a comprobar, aliviado, que su memoria funcionaba perfectamente. Una pequeña placa con una flecha señalaba la esquina del final del pasillo y anunciaba: SALONE DEI CINQUECENTO. «El Salón de los Quinientos —pensó Langdon, y se preguntó qué respuestas encontrarían en él—. “La verdad solo es visible a través de los ojos de la muerte”. ¿Qué significará esto?».

—Puede que el salón todavía esté cerrado —advirtió Langdon al acercarse a la esquina. Aunque se trataba de un destino turístico popular, parecía que el palazzo todavía no había abierto sus puertas al público.

—¿Has oído eso? —preguntó Sienna, deteniéndose de golpe.

Langdon lo había oído. Al otro lado de la esquina se oía un fuerte zumbido. «Por favor, que no sea un drone de interior». Con cuidado, Langdon asomó la cabeza. A unos treinta metros, veía la puerta de madera —sorprendentemente sencilla— que daba acceso al Salón de los Quinientos. Pero entre ellos y la puerta había un corpulento conserje que empujaba con hastío una pulidora de suelos.

«El guardián de la puerta».

Langdon advirtió entonces los tres símbolos de un letrero de plástico que había junto a la puerta. Descifrables incluso por el simbólogo menos experimentado, esos iconos universales eran: una videocámara con una X encima, un vaso con una X encima y un par de figuras de palo, una femenina y otra masculina.

A Langdon se le ocurrió algo y comenzó a caminar velozmente hacia el conserje, acelerando a medida que se acercaba a él. Sienna tuvo que apretar el paso para no quedarse rezagada.

El conserje levantó la mirada, sobresaltado.

Signori?! —levantó los brazos para indicarles que se detuvieran.

Langdon sonrió al hombre con una expresión de dolor en el rostro —más bien una mueca— y señaló en tono de disculpa los símbolos del letrero.

—¡Baño! —declaró en un tono de voz apremiante. No era una pregunta.

El conserje vaciló un momento. Parecía que iba a denegarles el paso, pero al fin, al ver cómo Langdon se retorcía incómodamente ante él, asintió y les indicó que pasaran.

Cuando llegaron a la puerta, Langdon le guiñó un ojo a Sienna.

—La compasión es un lenguaje universal.

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