Inferno

Inferno


Capítulo 35

Página 40 de 112

35

En su momento, el Salón de los Quinientos fue la sala más grande del mundo. Fue construido en 1494 para la celebración de las juntas del Consiglio Maggiore, el consejo mayor de la república (formado por quinientos miembros, de ahí su nombre). Algunos años después, a requerimiento de Cosme I, el hombre más poderoso de la península itálica, el salón fue renovado y ampliado sustancialmente. El arquitecto y supervisor del proyecto fue el gran Giorgio Vasari.

En una excepcional proeza de la ingeniería, Vasari hizo elevar el tejado original para permitir que la luz natural entrara a través de tragaluces por los cuatros costados del salón. El resultado fue una elegante sala de exposición para algunas de las mejores obras pictóricas y escultóricas de Florencia.

Lo primero que a Langdon siempre le llamaba la atención de ese salón era el suelo, que ya indicaba que no se trataba de un espacio convencional. La cuadrícula negra sobre el fondo carmesí confería al amplio espacio, de más de mil metros cuadrados, solidez, profundidad y equilibrio.

Langdon levantó la mirada hacia el otro extremo del salón, donde seis dinámicas esculturas —Los trabajos de Hércules— se erguían como un grupo de soldados. Ignoró deliberadamente la de Hércules y Diomedes, a menudo denostada, y que representaba sus cuerpos desnudos enzarzados en un extraño combate de lucha libre en el que se incluía un agarrón de pene, ante el cual Langdon siempre se encogía de dolor.

Más agradable a la vista era el impresionante El genio de la Victoria, de Miguel Ángel, que dominaba el nicho central de la pared sur. De casi tres metros de altura, esta escultura fue creada para la tumba del papa ultraconservador Julio II —Il Papa Terribile—; un encargo que a Langdon siempre le había parecido irónico, teniendo en cuenta la postura del Vaticano sobre la homosexualidad. La estatua representaba a Tommaso dei Cavalieri, el joven del que Miguel Ángel estuvo enamorado durante gran parte de su vida y a quien dedicó más de trescientos sonetos.

—No me puedo creer que nunca hubiera estado aquí —susurró Sienna a su lado, en un tono de voz de repente sereno y reverencial—. Esto es… hermoso.

Langdon asintió y recordó su primera visita a ese espacio en ocasión de un espectacular concierto de música clásica que había ofrecido la pianista Mariele Keymel. Si bien originalmente ese majestuoso salón había albergado encuentros políticos privados y audiencias con el Gran Duque, en la actualidad acogía veladas musicales, conferencias o cenas de gala (aquí se habían celebrado conferencias del historiador del arte Maurizio Seracini o eventos plagados de celebridades, como la inauguración del Museo Gucci). A veces, Langdon se preguntaba qué le habría parecido a Cosme I compartir su austero salón privado con presidentes de empresas y modelos.

Langdon centró su atención en los enormes murales que decoraban las paredes. Su extraña historia incluía una fracasada técnica experimental de Leonardo da Vinci que dio como resultado una «obra maestra deteriorada» o el «enfrentamiento» artístico alimentado por Pietro Soderini y Maquiavelo, que encararon a dos titanes del Renacimiento —Miguel Ángel y Leonardo— encargándoles murales en paredes opuestas del mismo salón.

En ese momento, sin embargo, Langdon estaba más interesado en otra de las rarezas históricas de la sala.

«Cerca trova».

—¿Cuál es el de Vasari? —preguntó Sienna mirando los murales.

—Casi todos. —Langdon sabía que, al renovar la sala, Vasari y sus asistentes lo habían repintado prácticamente todo, desde los murales originales de las paredes hasta los treinta y nueve paneles que adornaban su célebre techo «suspendido».

—Pero ese de ahí —dijo Langdon, señalando el mural que había a su derecha—, es el que hemos venido a ver. La batalla de Marciano.

El tamaño de esa tremenda confrontación militar era descomunal: quince metros de largo y más de tres pisos de altura. En tonos marrones y verdes, la enorme pintura mostraba una violenta colisión de soldados, caballos, lanzas y estandartes en una ladera pastoral.

—Vasari, Vasari —susurró Sienna—. ¿Y en algún lugar de este mural se encuentra su mensaje secreto?

Langdon asintió, al tiempo que aguzaba la mirada para localizar el estandarte verde sobre el que el artista había pintado su misterioso mensaje: Cerca trova.

—Desde aquí es casi imposible verlo sin binoculares —dijo él, señalándolo—, pero en la parte superior de la sección media, justo debajo de las dos granjas que hay en la ladera de la colina, se puede ver un pequeño estandarte verde y…

—¡Lo veo! —exclamó Sienna, señalando el cuadrante superior derecho, justo el lugar exacto.

Langdon deseó tener unos ojos más jóvenes.

Se acercaron al imponente mural y él levantó la mirada para admirar su esplendor. Al fin, habían llegado. El único problema ahora era que no estaba seguro de por qué estaban ahí. Se quedó en silencio un largo rato, contemplando los detalles de la obra maestra de Vasari.

«Si fracaso todo será muerte».

A sus espaldas se abrió una puerta con un crujido y apareció el conserje con la pulidora de suelo. Sienna le saludó alegremente. El trabajador se los quedó mirando un momento y a continuación cerró la puerta.

—No tenemos mucho tiempo, Robert —le urgió Sienna—. Tienes que pensar. ¿Te dice algo la pintura? ¿Recuerdas algo?

Langdon examinó la caótica escena bélica.

«La verdad solo es visible a través de los ojos de la muerte».

Langdon había creído que quizá el mural incluía un cadáver cuyos ojos muertos miraran alguna otra pista en el mismo cuadro o quizá en algún otro lado de la sala. Lamentablemente, en el mural había docenas de cadáveres, ninguno más destacable que los demás y ninguno que mirara a algún punto en particular.

«¿La verdad solo es visible a través de los ojos de la muerte?».

Intentó visualizar las líneas que conectaban los cadáveres entre sí, y se preguntó si crearían alguna forma, pero no vio nada.

Hurgó en las profundidades de su memoria y la cabeza le comenzó a doler otra vez. En algún lugar, la voz de la mujer del cabello plateado no dejaba de susurrar: «Busca y hallarás».

«¡¿Hallar qué?!», quería gritar Langdon.

Cerró los ojos y respiró hondo. Estiró varias veces los hombros para relajarlos e intentó liberar su mente de todo pensamiento consciente, a ver si así fluía sin obstáculos hacia su instinto.

«Very sorry.

»Vasari.

»Cerca trova.

»La verdad solo es visible a través de los ojos de la muerte».

Su instinto le dijo que, sin lugar a dudas, se encontraba en el lugar adecuado. Y, si bien no sabía muy bien por qué, tenía la sensación de que estaba a punto de encontrar lo que había venido a buscar.

El agente Brüder se quedó mirando inexpresivamente los pantalones de terciopelo rojo y la túnica expuestos en la vitrina que tenía delante y maldijo su suerte en voz baja. Su unidad había registrado toda la Galería de los Trajes y no había ni rastro de Langdon y Sienna.

«Apoyo para la Vigilancia y la Intervención —pensó enojado—. ¿Desde cuándo un profesor universitario elude una unidad AVI? ¡¿Dónde demonios se han metido?!».

—Todas las salidas habían sido bloqueadas —insistió uno de sus hombres—. La única posibilidad es que todavía estén en los jardines.

Aunque eso parecía lógico, Brüder tenía el presentimiento de que Langdon y Sienna habían encontrado alguna otra salida.

—Vuelva a poner en marcha el drone —soltó Brüder—. Y diga a las autoridades locales que amplíen la zona de búsqueda al otro lado de las murallas. «¡Maldita sea!».

Mientras sus hombres se alejaban corriendo, Brüder agarró su teléfono móvil y llamó a la persona a cargo.

—Soy Brüder —dijo—. Me temo que tenemos un serio problema. Bueno, en realidad varios.

Ir a la siguiente página

Report Page