Inferno

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Capítulo 36

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«La verdad solo es visible a través de los ojos de la muerte».

Sienna repitió las palabras para sí mientras seguía examinando cada centímetro de la brutal escena bélica de Vasari, esperando encontrar algo que le llamara la atención.

Por todas partes veía ojos muertos.

«¡¿Cuáles son los que estamos buscando?!».

Se preguntó si lo de los ojos de la muerte sería una referencia a todos los cadáveres en descomposición diseminados por toda Europa a causa de la Peste Negra.

«Al menos eso explicaría lo de la máscara de la peste…».

De repente, Sienna recordó una antigua canción infantil: «Un anillo rosado. El bolsillo lleno de flores. Cenizas, cenizas. Todos caemos».

De niña solía recitar ese poema, hasta que descubrió que aludía a la gran plaga de Londres de 1665. Al parecer, el anillo rosado era una referencia a las pústulas rosadas de las personas infectadas. Las víctimas llevaban el bolsillo lleno de flores para intentar disimular el olor de sus cuerpos en descomposición, así como el hedor de la ciudad misma, en la que cientos de víctimas morían todos los días, y cuyos cadáveres eran luego incinerados. «Cenizas, cenizas. Todos caemos».

—Por el amor de Dios —dijo Langdon de repente, volviéndose hacia la pared opuesta.

Sienna se volvió hacia él.

—¿Qué sucede?

—Es el nombre de una obra de arte que una vez se expuso aquí. Por el amor de Dios.

Desconcertada, Sienna observó cómo Langdon cruzaba la sala en dirección a una pequeña puerta de cristal e intentaba abrirla. Estaba cerrada. Acercó entonces la cara al cristal y ahuecó las manos a los lados para poder mirar su interior.

Sienna no sabía qué estaba haciendo Langdon, pero esperó que lo hiciera rápido; el conserje había regresado, y parecía extrañarle que Langdon estuviera fisgoneando el espacio que había detrás de una puerta cerrada.

Sienna volvió a saludarle alegremente. El hombre se limitó a mirarla un largo rato, y luego desapareció.

Lo Studiolo.

En la pared opuesta al mural de Vasari, justo enfrente de las palabras ocultas «cerca trova», y detrás de la puerta de cristal, había una pequeña cámara sin ventanas. Se trataba del estudio secreto de Francesco I, cuyo alto techo abovedado proporcionaba a quienes se encontraban en su interior la sensación de estar dentro de un gigantesco baúl del tesoro.

Y, efectivamente, su interior estaba repleto de hermosas obras de arte. Más de treinta pinturas adornaban las paredes y el techo, tan cerca unas de otras que casi no había espacio vacío. El vuelo de Ícaro, La alegoría de los sueños, Prometeo recibiendo las joyas de la Naturaleza.

Al ver el deslumbrante espacio a través del cristal, Langdon susurró para sí: «Los ojos de la muerte».

Langdon había estado por primera vez en Lo Studiolo durante una visita privada a los pasadizos secretos del palazzo que había realizado unos pocos años atrás y se quedó asombrado al descubrir la enorme cantidad de puertas secretas, escaleras y pasajes que había en el edificio, entre los cuales había varios que se ocultaban tras las pinturas de esa cámara.

Los pasadizos secretos, sin embargo, no eran lo que acababa de recordar Langdon. Lo que había acudido a su mente era una pieza de arte moderno que había visto una vez allí: Por el amor de Dios una controvertida obra de Damien Hirst que causó cierto revuelo cuando la expusieron.

Se trataba de la reproducción a tamaño real de una calavera humana hecha de platino, y cuya superficie estaba recubierta con más de ocho mil relucientes diamantes incrustados. El efecto era deslumbrante. Las cuencas de los ojos resplandecían con luz y vida, belleza y horror. Aunque la calavera de diamantes de Hirst hacía tiempo que ya no estaba en Lo Studiolo, su recuerdo le había dado una idea.

«Los ojos de la muerte —pensó—. Los de las calaveras deben de contar como tales, ¿no?».

Las calaveras eran un tema recurrente en el Inferno de Dante. Era famoso, por ejemplo, el cruento castigo al conde Ugolino, sentenciado a devorar eternamente la calavera de un perverso arzobispo en el círculo más bajo del infierno.

«¿Estamos buscando una calavera?».

Langdon sabía que el enigmático Studiolo había sido construido siguiendo la tradición de los «gabinetes de curiosidades». Casi todos sus cuadros tenían bisagras ocultas, y tras ellos se escondían alacenas en las cuales el duque guardaba extraños objetos de su interés: muestras de minerales raros, hermosas plumas, el fósil de una concha de nautilus e, incluso, la tibia de un monje decorada con plata repujada.

Lamentablemente, Langdon sospechaba que todos los objetos habían sido retirados hacía tiempo y, que él supiera, no se había vuelto a exponer ninguna otra calavera salvo la de Hirst.

Sus pensamientos se vieron interrumpidos de golpe por un fuerte portazo procedente del otro extremo de la sala, seguido de unos rápidos pasos que se acercaban a él.

Signore! —exclamó una enojada voz—. Il salone non è aperto!

Langdon se volvió y vio a una empleada del palacio que venía directamente hacia él. Era pequeña y tenía el cabello castaño y corto. También lucía un avanzado embarazo. La mujer se movía rápida, señalando su reloj. En cuanto estuvo lo bastante cerca como para verle bien, se detuvo de golpe y se llevó la mano a la boca.

—¡Profesor Langdon! —exclamó. Parecía avergonzada—. ¡Lo siento mucho! No sabía que estaba aquí. ¡Bienvenido de nuevo!

Él se quedó de piedra.

Estaba absolutamente seguro de que nunca antes había visto a esa mujer.

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