Inferno

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Capítulo 38

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Las olas del mar Adriático mecían el Mendacium y el sol brillaba con fuerza en sus cubiertas. El comandante vació su segundo whisky y miró por la ventana de su despacho, se sentía cansado.

Las noticias de Florencia no eran buenas.

Quizá fuera porque hacía mucho tiempo que no probaba el alcohol, pero se sentía extrañamente desorientado e impotente, como si el barco hubiera perdido el motor y estuviera a merced de la marea.

Esa sensación le resultaba desconocida. En su mundo, siempre había contado con una brújula fiable, el protocolo, que nunca había dejado de indicarle el camino. Era lo que le permitía tomar decisiones difíciles sin echar jamás la vista atrás.

Era el protocolo lo que había requerido la desautorización de Vayentha y él la había llevado a cabo sin la menor vacilación. «Ya me encargaré de ella cuando esta crisis haya pasado».

Era el protocolo lo que requería que supiera lo menos posible sobre sus clientes. Había decidido hacía mucho que el Consorcio carecía de responsabilidad ética para juzgarlos.

«Ofrecer el servicio.

»Confiar en el cliente.

»No hacer preguntas».

Al igual que los directores de la mayoría de las empresas, el comandante simplemente ofrecía sus servicios con la presunción de que serían implementados dentro del marco de la ley. Al fin y al cabo, no era responsabilidad de Volvo asegurarse de que las madres condujeran con cuidado en las zonas escolares, ni tampoco se podía culpar a Dell por el hecho de que alguien utilizara uno de sus computadores para piratear una cuenta bancaria.

En ese momento, con todo lo que estaba pasando, maldijo para sí el contacto que le había sugerido que se hiciera cargo de ese cliente.

—Esfuerzo mínimo y dinero fácil —le había asegurado—. Se trata de un hombre brillante, una estrella en su campo, y es absurdamente rico. Solo quiere desaparecer durante uno o dos años. Necesita estar un tiempo fuera de la vista de todo el mundo para trabajar en un proyecto importante.

Tras darle muchas vueltas, el comandante aceptó. Las recolocaciones por períodos largos siempre suponían dinero fácil y él confiaba en el instinto de su contacto.

Efectivamente, el trabajo había sido muy sencillo.

Hasta la semana anterior, claro.

A raíz del caos creado por ese cliente, él se encontraba dando vueltas alrededor de una botella de whisky y contando los días para que el compromiso que les unía a ese hombre llegara a su fin.

El teléfono de su escritorio sonó y vio que se trataba de Knowlton, uno de sus principales facilitadores.

—Sí —contestó.

—Señor… —comenzó a decir Knowlton. La intranquilidad era patente en su voz—. Odio molestarle con esto pero, como sabe, mañana está programado el envío a los medios de un video.

—Sí —contestó—. ¿Lo ha dejado preparado?

—Sí, pero creo que sería mejor que lo viera antes de hacer nada con él.

El comandante se quedó un momento callado, desconcertado por el comentario.

—¿Acaso nos menciona o compromete de algún modo?

—No, señor, pero el contenido es bastante perturbador. El cliente aparece en él y dice que…

—No diga nada más —ordenó el comandante, escandalizado por el hecho de que un facilitador experimentado se atreviera a sugerir siquiera una infracción tan clara del protocolo—. El contenido es irrelevante. Diga lo que diga, el video habría sido distribuido con o sin nuestra ayuda. El cliente podría haberlo hecho electrónicamente, pero nos contrató. Nos pagó. Confió en nosotros.

—Sí, señor.

—Su trabajo no consiste en ser crítico de cine —le reprendió—, sino en mantener promesas. Hágalo.

En el Ponte Vecchio, Vayentha seguía examinando cientos de rostros de turistas. Había permanecido alerta y estaba segura de que Langdon todavía no había pasado, pero ya no oía el drone. Eso quería decir que ya no era necesario.

«Brüder debe de haberlo atrapado».

A regañadientes, empezó a considerar la sombría perspectiva de una amonestación del Consorcio. «O algo peor».

Vayentha volvió a pensar en los dos agentes que habían sido desautorizados. «Seguramente están trabajando en otro campo», se dijo para tranquilizarse, pero no pudo evitar preguntarse también si no sería mejor dirigirse a las colinas de la Toscana, desaparecer y utilizar sus conocimientos para construirse una nueva vida.

«Pero ¿durante cuánto tiempo podré esconderme de ellos?».

Incontables objetivos habían aprendido de primera mano que cuando uno se encontraba en el punto de mira del Consorcio, la privacidad no era más que una ilusión. Era solo cuestión de tiempo.

«¿De verdad mi carrera va a terminar así?», se preguntó, incapaz de aceptar todavía que sus doce años en la organización hubieran llegado a su fin por una serie de desafortunados incidentes. Durante un año había atendido las necesidades del cliente de ojos verdes. «No fue culpa mía que se suicidara arrojándose al vacío y, sin embargo, ahora parece que estoy cayendo con él».

Su única posibilidad de redención pasaba por ser más astuta que Brüder, pero desde el principio había sabido que las probabilidades de éxito eran remotas.

«Anoche tuve mi oportunidad y fallé».

Cuando ya volvía de mala gana a su motocicleta, oyó un sonido a lo lejos, un zumbido agudo que le resultaba familiar.

Desconcertada, levantó la mirada. Para su sorpresa, el drone de reconocimiento volvía a estar en el aire, esta vez en el extremo más lejano del Palazzo Pitti. Vayentha observó cómo el pequeño artilugio comenzaba a dar vueltas desesperadamente sobre el edificio.

Eso solo podía significar una cosa.

«¡Todavía no han capturado a Langdon!

»¿Dónde demonios estará?».

El penetrante zumbido despertó de nuevo a la doctora Elizabeth Sinskey de su delirio. «¿El drone vuelve a estar en el aire? Pensaba que…».

Se removió en el asiento trasero de la furgoneta, donde el mismo agente de antes seguía sentado a su lado. Luego volvió a cerrar los ojos, presa del dolor y las náuseas. Pero lo que más sentía, sin embargo, era miedo.

«El tiempo se está agotando».

A pesar de que su enemigo se había suicidado arrojándose al vacío, en sus sueños ella todavía podía ver su silueta, sermoneándola en la oscura sala del Consejo de Relaciones Exteriores.

«Es imperativo que alguien haga algo —había declarado con un fulgor en sus ojos verdes—. Si no lo hacemos nosotros, ¿quién? Si no ahora, ¿cuándo?».

Elizabeth sabía que debería haberlo detenido entonces, cuando tuvo la oportunidad. Nunca olvidaría ese día. Tras salir apresuradamente de la reunión, recorrió Manhattan en dirección al aeropuerto internacional JFK. Deseosa de saber quién era este maníaco, mientras iba en la parte trasera de la limusina agarró su teléfono móvil y miró la fotografía que le había hecho.

Cuando la vio, no pudo evitar un grito ahogado. La doctora Elizabeth Sinskey sabía muy bien quién era ese hombre. La buena noticia era que sería muy fácil localizarlo. La mala, que era un genio en su campo y una persona muy peligrosa si se lo proponía.

«Nada es más creativo o destructivo que una mente brillante con un propósito».

Cuando llegó al aeropuerto, treinta minutos después de la reunión, llamó a su equipo e hizo que lo incluyeran en las listas de bioterroristas de las agencias más relevantes y organizaciones filiales alrededor del mundo.

«Esto es todo lo que puedo hacer hasta que llegue a Ginebra», pensó.

Agotada, se dirigió al mostrador de facturación con su equipaje y le mostró a la empleada de la aerolínea su pasaporte y su billete.

—Oh, doctora Sinskey —dijo la empleada con una sonrisa—. Un caballero muy amable acaba de dejar un mensaje para usted.

—¿Cómo dice? —Elizabeth no sabía de nadie que tuviera acceso a la información de su vuelo.

—Un señor muy alto, con los ojos verdes —dijo la empleada.

A Elizabeth se le cayó la bolsa de las manos. «¿Está aquí? ¡¿Cómo?!». Se dio la vuelta y miró los rostros de los demás pasajeros.

—Ya se ha ido —dijo la empleada—, pero nos ha pedido que le diéramos esto. —Y le entregó a Elizabeth un papel de carta doblado.

Temblando, Elizabeth desdobló el papel y leyó la nota manuscrita.

Era una famosa cita inspirada en la obra de Dante Alighieri.

L o s   l u g a r e s   m á s   o s c u r o s   d e l   i n f i e r n o

e s t á n   r e s e r v a d o s   p a r a   a q u e l l o s

q u e   m a n t i e n e n   s u   n e u t r a l i d a d

e n   é p o c a s   d e   c r i s i s   m o r a l .

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