Inferno

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Capítulo 101

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101

El consulado suizo en Estambul se encuentra en un ultramoderno y reluciente rascacielos situado en el número uno de la plaza Levent. En medio del perfil de la antigua metrópolis, la cóncava fachada de cristal azul del edificio parece un monolito futurista.

Había pasado casi una hora desde que Sinskey había dejado la cisterna para establecer un puesto de comando temporal en las oficinas del consulado. Las estaciones de noticias locales no dejaban de informar de la estampida que había tenido lugar durante la interpretación de la Sinfonía Dante de Liszt. Todavía no disponían de los detalles, pero la presencia de un equipo médico internacional con trajes de protección contra materiales peligrosos había desatado todo tipo de especulaciones.

Sinskey miró las luces de la ciudad por la ventana y se sintió completamente sola. En un gesto reflejo, se llevó la mano al cuello para tocar su amuleto, pero ya no estaba. Las dos mitades del talismán roto descansaban sobre su escritorio.

La directora de la OMS acababa de coordinar la celebración de una serie de reuniones de emergencia que tendrían lugar en Ginebra dentro de unas horas. Especialistas de varias agencias ya estaban de camino y ella misma tenía planeado tomar un avión en breve para informarles de la situación. Por suerte, alguien del personal nocturno le había llevado una humeante taza de auténtico café turco, que había ingerido rápidamente.

Un joven empleado del consulado se asomó por la puerta abierta.

—¿Señora? Robert Langdon está aquí.

—Gracias —contestó ella—. Hágale pasar.

Veinte minutos antes, Langdon se había puesto en contacto con ella por teléfono y le había explicado que Sienna Brooks había robado un bote y huido por mar. A Sinskey ya le habían dado esa noticia las autoridades, que seguían inspeccionando la zona sin éxito.

Cuando el alto profesor norteamericano apareció en la puerta, ella casi no le reconoció. Llevaba el traje sucio, iba con el cabello desgreñado y en sus ojos hundidos era evidente la fatiga.

—¿Está bien, profesor? —Sinskey se puso de pie.

Langdon le sonrió.

—He tenido mejores noches.

—Por favor —dijo ella—, siéntese.

—El agente infeccioso de Zobrist —comenzó a decir Langdon sin más preámbulo en cuanto se sentó—. Creo que fue liberado hace una semana.

Sinskey asintió con expresión paciente.

—Sí, hemos llegado a la misma conclusión. Todavía desconocemos cuáles son sus síntomas, pero hemos aislado muestras y ya estamos realizando pruebas intensivas. Puede que tardemos días o semanas en descubrir en qué consiste realmente este virus y cuáles son sus efectos.

—Es un vector viral —dijo él.

Sinskey ladeó la cabeza, extrañada de que Langdon conociera el término.

—¿Cómo dice?

—Zobrist creó un vector viral transmisible por el aire y capaz de modificar el ADN humano.

«¡Eso ni siquiera es posible!», pensó Sinskey poniéndose de pie de golpe y volcando la silla.

—¿Qué le hace pensar eso?

—Sienna —respondió él sin perder la calma—. Ella me lo ha dicho hace media hora.

Sinskey apoyó las manos sobre el escritorio y se quedó mirando a Langdon con repentina desconfianza.

—¿No se había escapado?

—Así es —respondió él—. Había conseguido escapar y se alejaba por el mar en un bote. Podría haber desaparecido para siempre. Pero se lo ha pensado mejor. Y ha regresado por voluntad propia. Ahora quiere ayudar.

A la doctora se le escapó una estentórea risa.

—Perdone que no confíe en la señorita Brooks. Y menos todavía si realiza afirmaciones tan inverosímiles.

—Yo le creo —dijo Langdon con firmeza—. Y si asegura que se trata de un vector viral, creo que será mejor que se la tome en serio.

Mientras analizaba las palabras de Langdon, Sinskey sintió el peso del cansancio acumulado. Se acercó a la ventana y miró la ciudad. «¿Un vector viral que modifica el ADN?». Por improbable y aterradora que fuera esa perspectiva, tenía que admitir que había en ello una lógica siniestra. Después de todo, Zobrist era un ingeniero genético y sabía de primera mano que la ligera mutación de un único gen podía tener efectos catastróficos en el cuerpo (cáncer, fallo de órganos o afecciones sanguíneas). Incluso una enfermedad tan abominable como la fibrosis quística —que ahoga a la víctima en mucosidad— está causada por una minúscula alteración en un gen regulador del cromosoma siete.

Los especialistas habían comenzado a tratar estos trastornos genéticos con rudimentarios vectores virales que inyectaban directamente en el paciente. Esos virus no contagiosos estaban programados para viajar a través del cuerpo del paciente e instalar ADN de reemplazo que corregía las secciones deterioradas. Sin embargo, esta nueva ciencia, como todas, tenía un lado oscuro. Los efectos de un vector viral podían ser favorables o destructivos, dependiendo de las intenciones del ingeniero. Si se programaba para que insertara ADN deteriorado en células sanas, el resultado podía ser devastador. Y, si de algún modo ese virus destructivo se diseñaba para ser altamente contagioso y transmisible por el aire…

La perspectiva hizo que Sinskey se estremeciera. «¿Qué horror genético ha creado Zobrist? ¿Cómo planea purgar la superpoblación humana?».

La doctora sabía que encontrar la respuesta podía llevarles semanas. El código genético humano contenía un laberinto aparentemente infinito de permutaciones químicas. Examinarlo por completo para encontrar la alteración específica que había realizado Zobrist sería como buscar una aguja en un pajar, sin saber siquiera en qué planeta se encontraba.

—Elizabeth —la profunda voz de Langdon la hizo volver en sí.

Sinskey apartó la mirada de la ventana y se volvió hacia él.

—¿Me ha oído? —preguntó Langdon, todavía sentado y en calma—. Sienna quiere destruir este virus tanto como usted.

—Sinceramente, lo dudo.

Langdon exhaló un suspiro y se puso de pie.

—Creo que primero debería escucharme. Poco antes de morir, Zobrist le escribió una carta explicándole lo que había hecho. En esta carta le contaba con todo detalle cómo se comportaría el virus, cómo nos atacaría y cómo conseguiría sus objetivos.

Sinskey se quedó petrificada. «¡¿Hay una carta?!».

—Al leer la descripción que Zobrist hacía de su creación, Sienna se horrorizó. Quiso detenerlo. Consideraba el virus tan peligroso que no quería que nadie tuviera acceso a él, ni siquiera la Organización Mundial de la Salud. ¿No se da cuenta? Sienna intentaba destruir el virus, no liberarlo.

—¿Hay una carta con las características del virus? —preguntó Sinskey.

—Eso es lo que Sienna me ha dicho, sí.

—¡Necesitamos esa carta! Nos ahorraría meses de investigaciones para comprender qué es esta cosa y cómo debemos tratarla.

Langdon negó con la cabeza.

—El problema es que, como he dicho, Sienna se horrorizó y decidió quemarla. Quería estar segura de que nadie…

Sinskey dio un golpe en el escritorio con la palma de la mano.

—¿Destruyó la única cosa que nos podría ayudar y quiere que confíe en ella?

—Sé que, a la luz de sus actos, eso es pedir mucho, pero en vez de castigarla, convendría recordar que Sienna posee un intelecto único. Y una memoria increíble —Langdon se detuvo un momento—. ¿Si ella misma pudiera explicarle lo más importante del contenido de la carta de Zobrist no le resultaría útil?

Sinskey entrecerró los ojos y asintió ligeramente.

—Está bien, profesor, ¿en ese caso qué sugiere que haga?

Langdon señaló su taza de café vacía.

—Sugiero que pida más café y escuche la única condición que pide Sienna.

A la doctora se le aceleró el pulso y echó un vistazo al teléfono.

—¿Sabe cómo contactar con ella?

—Sí.

—Dígame qué pide.

Langdon se lo dijo, y ella se quedó un momento en silencio, considerando la propuesta.

—Creo que es lo correcto —dijo el profesor—. Y, además, usted no tiene nada que perder.

—Si todo lo que me está diciendo es cierto, le doy mi palabra. —Empujó el teléfono hacia él—. Por favor, haga la llamada.

Para sorpresa de la doctora, Langdon ignoró el teléfono. En vez de llamar, se puso de pie y, tras decirle que volvería en un minuto, salió por la puerta. Desconcertada, Sinskey se asomó al pasillo y le vio cruzar la sala de espera del consulado, empujar las puertas de cristal y salir al descanso. Por un momento, creyó que se estaba yendo, pero en vez de llamar al ascensor, se metió en el baño de señoras.

Un momento después, Langdon salió con una mujer de unos treinta y pocos años. La doctora tardó un momento en darse cuenta de que en verdad se trataba de Sienna Brooks. La hermosa mujer de cabello rubio que había visto horas antes tenía un aspecto muy distinto. Estaba completamente calva, como si se acabara de afeitar el cuero cabelludo.

Langdon y Sienna entraron en el despacho y, sin decir nada, se sentaron delante del escritorio.

—Discúlpeme —dijo la joven sin más preámbulo—. Sé que tenemos muchas cosas pendientes, pero en primer lugar le agradecería que me permitiera decir algo.

La doctora advirtió la tristeza de su tono de voz.

—Por supuesto.

—Señora —comenzó a decir con un hilo de voz—, usted es la directora de la Organización Mundial de la Salud. Sabe mejor que nadie que nuestra especie se encuentra al borde del colapso. La cantidad de población está fuera de control. Durante años, Bertrand Zobrist se puso en contacto con gente influyente como usted para tratar la inminencia de la crisis. Visitó incontables organizaciones que, según él, podían hacer algo al respecto (el Worldwatch Institute, el Club de Roma, Population Matters, el Consejo de Relaciones Exteriores), pero no encontró a nadie que se atreviera a mantener una conversación significativa sobre una solución real. Todos respondieron con planes para la mejora de la educación sexual, incentivos fiscales para las familias poco numerosas o incluso proyectos de colonización de la Luna. No es de extrañar que Bertrand perdiera la razón.

Sinskey se la quedó mirando. En su rostro no se apreciaba ninguna reacción.

Sienna respiró hondo.

—Doctora Sinskey, Bertrand acudió a usted personalmente e intentó hacerle ver que estamos al borde del abismo. Quiso mantener un diálogo con usted. En vez de escuchar sus ideas, usted le llamó loco, le incluyó en un listado de terroristas y le empujó a la clandestinidad —dijo la joven en un tono de voz quebrado por la emoción—. Bertrand murió solo porque gente como usted se negó a abrir su mente y admitir que nuestras catastróficas circunstancias quizá requieren una solución incómoda. Lo único que Bertrand hizo fue decir la verdad. Y, por ello, fue condenado al ostracismo —Sienna se secó las lágrimas y miró a la doctora Sinskey a los ojos—. Créame, sé lo que es sentirse sola. El peor tipo de soledad en el mundo es la de ser malentendido. Puede llegar a provocar que uno pierda el contacto con la realidad.

Sienna dejó de hablar y hubo un silencio tenso.

—Eso es todo lo que quería decir —susurró Sienna.

Sinskey la estudió durante un largo momento y después se sentó.

—Señorita Brooks —dijo, tan tranquilamente como le fue posible—, tiene razón. Puede que en el pasado yo no haya escuchado —cruzó las manos encima del escritorio y miró a Sienna directamente—. Pero ahora sí lo estoy haciendo.

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