Inferno

Inferno


Capítulo 39

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Marta Álvarez se quedó mirando la empinada escalera que conducía al museo de la segunda planta.

«Puedo hacerlo», se dijo a sí misma.

Como administradora de arte y cultura en el Palazzo Vecchio, Marta había subido incontables veces esa escalera. Últimamente, sin embargo, embarazada de más de ocho meses, le resultaba mucho más dura.

—Marta ¿estás segura de que no prefieres tomar el ascensor? —Robert Langdon parecía preocupado y señaló un pequeño montacargas cercano que habían instalado en el palazzo para los visitantes minusválidos.

Marta agradeció su oferta con una sonrisa, pero negó con la cabeza.

—Como le comenté anoche, mi médico dice que el ejercicio es bueno para el bebé. Además, profesor, sé que es usted claustrofóbico.

Langdon se mostró extrañamente sorprendido por su comentario.

—Ah, es verdad. Se me había olvidado que lo mencioné.

«¿Ha olvidado que lo mencionó? —pensó Marta—. Lo hizo ayer mismo y me contó con todo detalle el incidente de su infancia que le provocó la fobia».

La noche anterior, mientras el acompañante de Langdon, el obeso Duomino, subía con el ascensor, el profesor lo hizo a pie con Marta. De camino, le contó con todo detalle la caída en un pozo abandonado que le había provocado ese miedo paralizador que desde entonces sentía por los espacios estrechos.

Con el cabello rubio de Sienna balanceándose ante ellos, Langdon y Marta ascendieron la escalera poco a poco.

—Me sorprende que quiera volver a ver la máscara —dijo ella—. De todas las piezas que hay en Florencia, esta podría considerarse una de las menos interesantes.

Langdon se encogió de hombros evasivamente.

—Más que nada, he regresado para que Sienna pueda verla. Por cierto, gracias por dejarnos entrar otra vez.

—No hay de qué.

La reputación de Langdon habría bastado la noche anterior para persuadir a Marta de que le abriera la galería, pero el hecho de que fuera acompañado de il Duomino no le dejó otra opción.

El hombre conocido como il Duomino, Ignazio Busoni, era toda una institución en el mundo cultural de Florencia. Director desde hacía mucho tiempo del Museo dell’Opera del Duomo, Ignazio supervisaba todos los aspectos del edificio histórico más prominente de la ciudad: el Duomo, la enorme catedral cuya cúpula roja dominaba tanto la historia como el perfil de la ciudad. Su pasión por el edificio, unida a su peso de casi ciento ochenta kilos y su rostro siempre colorado, habían propiciado que recibiera el cariñoso apelativo de il Duomino, «la pequeña cúpula».

Marta no tenía ni idea de cómo se habían conocido los dos hombres, pero il Duomino la había llamado el día anterior por la tarde y le había dicho que quería ir con un conocido a hacer una visita privada a la máscara mortuoria de Dante. Cuando descubrió que el misterioso invitado era el famoso simbólogo e historiador del arte Robert Langdon, Marta se sintió entusiasmada ante la oportunidad de guiar a esos dos hombres tan famosos a la galería del palazzo.

Al llegar a lo alto de la escalera, Marta se detuvo con los brazos en jarras para recobrar el aliento. Sienna ya se había asomado al balcón.

—Mi vista favorita de la sala —dijo Marta, todavía jadeante—. Desde aquí se tiene una perspectiva completamente distinta de los murales. Supongo que su hermano ya le ha explicado lo del misterioso mensaje oculto en ese de ahí, ¿verdad? —dijo, y señaló la Battaglia di Marciano.

Sienna asintió con entusiasmo.

Cerca trova.

Marta se fijó entonces en Langdon mientras él también echaba un vistazo a la sala desde el balcón, y no pudo evitar advertir que no tenía el mismo buen aspecto de la noche anterior. El nuevo traje le quedaba bien, pero necesitaba un afeitado, y su rostro parecía pálido y fatigado. Además, esa mañana el pelo se le veía apelmazado, como si todavía no se hubiera duchado.

Marta se volvió hacia el mural antes de que el profesor se diera cuenta de que le estaba mirando.

—Estamos prácticamente a la misma altura que el mensaje —dijo Marta—. Desde aquí casi se pueden ver las palabras.

A la hermana de Langdon parecía darle igual el mural.

—Hábleme de la máscara mortuoria de Dante. ¿Por qué está en el Palazzo Vecchio?

«Se nota que son hermanos», pensó Marta, refunfuñando para sí y sin comprender la fascinación que los dos sentían por esa máscara. Aunque, claro, debía reconocer que su historia era extraña, sobre todo la más reciente y Langdon no era el primero en mostrar una fascinación casi maníaca por ella.

—Bueno, dígame, ¿qué sabe sobre Dante?

La hermosa rubia se encogió de hombros.

—Básicamente, lo que todo el mundo aprende en la escuela: un poeta que se hizo famoso por ser el autor de la Divina Comedia, que describe su viaje imaginario a través del infierno.

—Parcialmente correcto —respondió Marta—. En su poema, Dante consigue salir del infierno, atraviesa el purgatorio y al final llega al paraíso. Si alguna vez lee la Divina Comedia, comprobará que su viaje está dividido en esas tres partes: Inferno, Purgatorio, Paradiso. —Marta les indicó que la siguieran en dirección a la entrada del museo—. La razón por la que la máscara se encuentra en el Palazzo Vecchio, sin embargo, no tiene nada que ver con la Divina Comedia, sino con la biografía de Dante. Adoraba Florencia tanto como una persona puede adorar una ciudad. A pesar de ser un florentino muy prominente y poderoso, hubo un cambio de poder y, como él había apoyado el bando equivocado, le desterraron y le prohibieron que regresara.

Marta se detuvo para recobrar el aliento. Ya estaban cerca de la entrada del museo. Con los brazos de nuevo en jarras, echó la espalda hacia atrás y siguió hablando:

—Algunas personas aseguran que el exilio es la razón por la que su máscara mortuoria tiene un aspecto tan triste, pero yo prefiero otra teoría. Soy un poco romántica y creo que su melancólica expresión se debe a una mujer. Dante se pasó toda la vida desesperadamente enamorado de Beatrice Portinari. Por desgracia, ella se casó con otro hombre, lo cual significa que él no solo tuvo que vivir alejado de su querida Florencia, sino también de la mujer a la que amaba. Su devoción por Beatrice se convirtió en un tema central de la Divina Comedia.

—Interesante —dijo Sienna en un tono que sugería que no le había prestado la más mínima atención—. Sin embargo, todavía no me ha quedado claro por qué la máscara mortuoria se encuentra en este palazzo.

A Marta, la insistencia de la joven le pareció inusual y rayana en la descortesía.

—Bueno, Sienna —prosiguió Marta, poniéndose de nuevo en marcha—, cuando Dante murió todavía tenía prohibido entrar en Florencia, de modo que lo enterraron en Ravena. Pero como el cuerpo de su verdadero amor, Beatrice, estaba en Florencia, y Dante amaba tanto esta ciudad, traer su máscara mortuoria aquí se consideró un generoso tributo al poeta.

—Comprendo —dijo Sienna—. ¿Y por qué eligieron este edificio en particular?

—El Palazzo Vecchio es el símbolo más antiguo de Florencia, y en la época de Dante era el corazón de la ciudad. De hecho, en la catedral hay un famoso cuadro en el que aparece el poeta fuera de las murallas y en el que al fondo se puede ver la torre del palazzo. En cierto modo, acoger aquí la máscara mortuoria de Dante es un modo de permitirle regresar al fin a casa.

—Un bonito gesto —dijo Sienna, aparentemente satisfecha—. Gracias.

Marta llegó junto a la puerta del museo y llamó tres veces.

Sono io, Marta! Buongiorno!

Se oyó un ruido de llaves al otro lado, y luego la puerta se abrió. Un guardia ya mayor sonrió a la mujer y miró la hora.

È un po’ presto —dijo con una sonrisa—. Temprano.

A modo de explicación, Marta señaló a Langdon y de inmediato al guardia se le iluminó el rostro.

Signore! Bentornato!

Grazie —respondió Langdon cordialmente cuando el guardia les hizo pasar.

Atravesaron un pequeño vestíbulo en el que el guardia desactivó un sistema de seguridad y abrió una segunda puerta más gruesa. Luego se hizo a un lado y, con un amplio movimiento de brazo, les indicó que pasaran.

Ecco il museo!

Marta le dio las gracias con una sonrisa y condujo a los invitados al interior.

Originalmente, el espacio que ahora ocupaba el museo había sido diseñado para albergar las oficinas gubernamentales, lo cual significaba que, en vez de amplias galerías, consistía en un laberinto de salas de reducido espacio y pasillos que circundaban la mitad del edificio.

—Las máscara mortuoria de Dante está a la vuelta de esa esquina —le dijo Marta a Sienna—. Se exhibe en un estrecho espacio llamado l’andito que, en esencia, es un corredor que une dos salas más grandes. La máscara está dentro de una vieja vitrina que la mantiene oculta hasta que uno se encuentra a su altura. Por esta razón, muchos visitantes pasan de largo sin ni siquiera verla.

Langdon aceleró el paso e iba con la mirada al frente, como si la máscara ejerciera un extraño poder sobre él. Marta le dio un leve codazo a Sienna y susurró:

—Está claro que a su hermano no le interesan ninguna de las otras piezas, pero ya que está usted aquí, no debería perderse nuestro busto de Maquiavelo o el globo terráqueo que se exhibe en la Sala de los Mapas Geográficos: el Mappa Mundi.

Sienna asintió con educación y siguió adelante, también con la mirada al frente. Marta apenas podía mantener su paso. Al llegar a la tercera sala se había quedado un poco rezagada, y al final se detuvo.

—¡¿Profesor?! —exclamó jadeante—. ¿No le gustaría enseñarle a su hermana otras piezas de la galería antes de ver la máscara?

Langdon se volvió hacia ella. Parecía distraído, como si tuviera la mente puesta en un lugar muy lejano.

—¿Cómo dice?

Casi sin aliento, Marta señaló una vitrina cercana.

—Uno de los primeros ejemplares impresos de la Divina Comedia.

Al advertir que la mujer se secaba el sudor de la frente e intentaba recobrar el aliento, Langdon se sintió muy avergonzado.

—¡Oh, Marta, discúlpeme! Por supuesto que nos encantaría echarle un rápido vistazo al texto.

Langdon se acercó a Marta, quien les guio hasta la antigua vitrina. En su interior había un gastado libro de piel, abierto en una ornamentada portadilla: Divina Commedia, Dante Alighieri.

—Increíble —manifestó Langdon, sorprendido—. Reconozco el frontispicio. ¡No sabía que aquí había un ejemplar original de la edición Numeister!

«¡Claro que lo sabe —pensó Marta, desconcertada—. Se lo mostré anoche!».

—A mediados del siglo XV —se apresuró a explicarle Langdon a Sienna—, Johann Numeister realizó la primera edición impresa de esta obra. Imprimió varios cientos de copias, pero solo una docena han sobrevivido. Son muy raras de ver.

Marta pensó entonces que quizá Langdon se había estado haciendo el tonto para poder alardear ahora ante su hermana pequeña. Le pareció una presuntuosidad impropia de un profesor con reputación de humilde académico.

—Este ejemplar es un préstamo de la Biblioteca Laurenciana —explicó Marta—. Si usted y Robert todavía no la han visitado, deberían hacerlo. Tienen una espectacular escalera diseñada por Miguel Ángel que conduce a la primera sala de lectura pública del mundo. Los libros estaban encadenados a los asientos para que nadie se los pudiera llevar. Aunque, claro, muchos de esos ejemplares eran los únicos que había en el mundo.

—Increíble —dijo Sienna, con la mirada puesta en el fondo del museo—. ¿Y la máscara también está por aquí?

«¿A qué viene tanta prisa?». Marta todavía necesitaba otro minuto para recobrar el aliento.

—Sí, pero quizá les interese esto —señaló una pequeña escalera que había al otro lado de una alcoba y que desaparecía en el techo—. Esa escalera conduce a una plataforma que hay sobre las vigas del Salón de los Quinientos y desde donde se puede ver el famoso techo suspendido de Vasari desde arriba. No tengo ningún inconveniente en esperarles aquí si quieren…

—Por favor, Marta —le interrumpió Sienna—. Me gustaría ver la máscara. Vamos algo justos de tiempo.

Marta se quedó mirando a la guapa joven con perplejidad. No le gustaba la moderna costumbre de que los desconocidos se llamaran entre sí por el nombre de pila. «Soy la señora Álvarez —la amonestó en silencio—, y le estoy haciendo un favor».

—Está bien, Sienna —dijo Marta con sequedad—. La máscara está por aquí.

No perdió más tiempo en explicaciones y se limitó a llevarlos por la serpenteante sucesión de galerías que conducía a la máscara. La noche anterior, Langdon e il Duomino se habían pasado una hora en el estrecho andito contemplándola. Intrigada por la curiosidad de los hombres por la pieza, Marta les había preguntado si su fascinación estaba relacionada de algún modo con la inusual serie de acontecimientos que habían rodeado la máscara durante el último año. Langdon e il Duomino se mostraron reservados al respecto, y no llegaron a contestarle.

Ahora, mientras se acercaban al andito, Langdon comenzó a explicarle a su hermana el proceso de creación de una máscara mortuoria. Su descripción, apreció Marta, era absolutamente correcta (y no como la falsa afirmación de que no había visto nunca el raro ejemplar de la Divina Comedia que se exhibía en el museo).

—Al poco de morir —explicó Langdon—, se cubre el rostro del fallecido con aceite de oliva y luego se le aplica en la piel de la cara una capa de yeso líquido hasta cubrirlo todo —boca, nariz, ojos—, desde el nacimiento del cabello hasta el cuello. Una vez endurecido, este yeso se retira fácilmente y se utiliza de molde para hacer réplicas detalladas del rostro del fallecido. Esta práctica se solía llevar a cabo para conmemorar personas eminentes y de talento excepcional. Así, por ejemplo, existen máscaras mortuorias de gente como Dante, Shakespeare, Voltaire, Tasso o Keats, entre muchos otros.

—Y por fin hemos llegado —anunció Marta al llegar al andito. Se hizo a un lado y les indicó a Langdon y a su hermana que entraran primero—. La máscara está en la vitrina de la pared izquierda. Les pido por favor que permanezcan detrás del cordón de seguridad.

—Gracias. —Sienna entró en el estrecho pasillo, se dirigió a la vitrina y miró en su interior. Al instante, abrió los ojos como platos y se volvió hacia Robert con expresión de pánico.

Marta había visto esa reacción miles de veces. La visión de la siniestra faz arrugada, de nariz aguileña y con los ojos cerrados sobresaltaba a muchos visitantes.

Langdon se acercó a Sienna. Al llegar a su lado, echó un vistazo a la vitrina e, inmediatamente, retrocedió con expresión de sorpresa.

Marta dejó escapar un leve gruñido. «Che esagerato». Sin embargo, cuando al fin se acercó y miró, también ella dejó escapar un grito ahogado.

Oh mio Dio!

Marta Álvarez esperaba encontrarse ante el familiar rostro de Dante. En vez de eso, lo único que veía era el interior de satín rojo y el gancho del que siempre colgaba la máscara.

Horrorizada, se llevó una mano a la boca y se quedó mirando la vitrina vacía. Notó que se le aceleraba la respiración y tuvo que agarrarse a uno de los postes del cordón de seguridad para no caer. Finalmente, apartó la mirada de la vitrina vacía y se volvió hacia los guardias nocturnos de la entrada principal.

La maschera di Dante! —gritó como una loca—. La maschera di Dante è sparita!

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