Inferno

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Capítulo 43

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Marta Álvarez salió de la sala de vigilancia hecha una furia y dejó a Langdon y a su maleducada hermana pequeña con los guardias. Al asomarse a una ventana, vio un coche de policía aparcado delante del museo y se sintió aliviada.

«Ya era hora».

Todavía no comprendía por qué un hombre tan respetado como Robert Langdon la había engañado de esa manera, aprovechándose de su cortesía profesional para robar una obra de arte valiosísima.

«¿E Ignazio Busoni le ayudó? ¡Increíble!».

Con la intención de decirle a Ignazio lo que pensaba, Marta agarró su teléfono móvil y llamó a la oficina de il Duomino en el Museo dell’Opera del Duomo, a unas pocas manzanas de allí.

La línea solo sonó una vez.

Ufficio di Ignazio Busoni —respondió una familiar voz de mujer.

Marta conocía a su secretaria, pero no estaba de humor para conversar amigablemente con ella.

Eugenia, sono Marta. Devo parlare con Ignazio.

Hubo una extraña pausa al otro lado de la línea y, de repente, la secretaria rompió a llorar desconsoladamente.

Cosa succede? —preguntó Marta.

Entre lágrimas, Eugenia le contó que al llegar a la oficina se había enterado de que la noche anterior Ignazio había sufrido un infarto en un callejón cerca del Duomo. Alrededor de medianoche él mismo llamó a una ambulancia pero los médicos no llegaron a tiempo. Busoni estaba muerto.

A Marta le flaquearon las piernas. Esa mañana había oído en las noticias que un alto cargo municipal no identificado había muerto la noche anterior, pero no se le había ocurrido que pudiera ser Ignazio.

Eugenia, ascoltami —le instó Marta y, tan serenamente como pudo, le explicó lo que acababa de ver en la grabación de las videocámaras del palazzo: el robo de la máscara mortuoria de Dante llevado a cabo por Ignazio y Robert Langdon, a quien ahora tenían retenido a punta de pistola.

Marta no tenía ni idea de qué respuesta esperaba de Eugenia, pero desde luego no la que oyó.

—¡¿Roberto Langdon?! —exclamó—. Sei con Langdon ora?

Eugenia parecía no haber entendido bien lo que le había dicho.

—Sí, estoy con él, pero la máscara…

Devo parlare con lui! —dijo Eugenia a gritos.

A Langdon le seguía doliendo intensamente la cabeza. Se encontraba encerrado junto con Sienna en la sala de vigilancia, ambos estaban vigilados por los dos guardias. De repente Marta Álvarez se asomó de nuevo.

A través de la puerta abierta, Langdon pudo oír el lejano zumbido del drone. Su amenazante sonido iba acompañado del ulular de unas sirenas que parecían acercarse. «Han descubierto dónde estamos».

È arrivata la polizia —les dijo Marta a los guardias y envió a uno a recibir a las autoridades. El otro permaneció en la sala con el cañón de la pistola todavía apuntando a Langdon.

Para sorpresa de este, Marta le mostró un teléfono móvil.

—Alguien quiere hablar con usted —dijo. La confusión era perceptible en el tono de su voz—. Aquí dentro no hay cobertura, tendremos que salir al pasillo.

El grupo se trasladó de la angosta sala de vigilancia a la galería que había justo delante, donde la luz del sol entraba por unos grandes ventanales que ofrecían espectaculares vistas a la Piazza della Signoria. Aunque seguía retenido a punta de pistola, Langdon se sintió aliviado de salir de ese pequeño espacio cerrado.

Marta lo llevó junto a un ventanal y le dio el móvil.

Langdon lo agarró y, vacilante, se lo llevó a la oreja.

—¿Sí? Soy Robert Langdon.

—Señor —dijo la mujer en un vacilante inglés con acento italiano—, soy Eugenia Antonucci, la secretaria de Ignazio Busoni. Nos conocimos anoche, cuando usted vino a su oficina.

Langdon no recordaba nada.

—¿Sí?

—Lamento mucho decirle esto, pero anoche Ignazio murió de un ataque al corazón.

Langdon apretó con fuerza el teléfono móvil. «¿Ignazio Busoni está muerto?».

La mujer se puso a llorar.

—Ignazio me llamó antes de morir y dejó un mensaje para usted. En él pedía que me asegurara de que usted lo oiría. Se lo voy a reproducir.

Langdon escuchó un crujido y, un momento después, una grabación de la voz de Ignazio Busoni, débil y casi sin aliento.

«Eugenia —decía el hombre, jadeante, claramente estaba sufriendo—. Por favor, asegúrate de que Robert Langdon oiga este mensaje. No me encuentro bien. No creo que pueda llegar a la oficina. —Se oía un gruñido y luego un largo silencio. Cuando volvió a hablar, su voz era todavía más débil—. Robert, espero que hayas podido escapar. A mí todavía me están persiguiendo y no, no me encuentro bien. Estoy intentando encontrar un médico, pero… —Había otra larga pausa, como si il Duomino estuviera haciendo acopio de sus últimas fuerzas y luego—: Robert, escucha atentamente. Lo que buscas está a salvo. Las puertas están abiertas para ti, pero debes darte prisa. Paraíso Veinticinco. —Se quedaba un momento callado y al final susurraba—: Buena suerte».

El mensaje terminó.

Langdon notó cómo se le aceleraba el pulso. Lo que acababa de oír eran las últimas palabras de un hombre moribundo. Que esas palabras estuvieran dirigidas a él no hacía sino aumentar su ansiedad. «¿Paraíso Veinticinco? ¿Las puertas están abiertas para ti?». Langdon lo consideró. «¡¿A qué puertas se refiere?!». Lo único que tenía algo de sentido era que Ignazio decía que la máscara estaba a salvo.

Eugenia regresó a la línea.

—Profesor, ¿comprende algo de esto?

—En parte, sí.

—¿Hay algo que pueda hacer?

Langdon lo consideró un momento.

—Asegúrese de que nadie oiga este mensaje.

—¿Ni siquiera la policía? Pronto llegará un detective para tomarme declaración.

Langdon se puso tenso y echó un vistazo por encima del hombro al guardia que lo vigilaba. Rápidamente, se volvió hacia la ventana y bajó el tono de voz. Casi susurrando, le dijo:

—Eugenia, esto le parecerá extraño, pero necesito que borre este mensaje y que no le mencione a la policía que ha hablado conmigo. ¿Lo ha entendido? La situación es muy complicada y…

Langdon notó el cañón de la pistola en un costado y, al volverse, vio al guardia a unos pocos centímetros y con la mano extendida para que le devolviera el teléfono de Marta.

Tras una larga pausa, Eugenia dijo:

—Señor Langdon, si mi jefe confiaba en usted, yo también lo haré.

Y colgó.

Langdon le dio el móvil al guardia.

—Ignazio Busoni está muerto —le dijo luego a Sienna—. Sufrió un infarto anoche, al poco de salir del museo. —Hizo una pausa—. La máscara está a salvo. Ignazio la escondió antes de morir y creo que me ha dejado una pista de dónde encontrarla.

«Paraíso Veinticinco».

Sienna sintió un destello de esperanza, pero cuando Langdon se volvió hacia Marta, no pudo evitar ser presa del escepticismo.

—Marta —dijo Langdon—. Sé cómo recuperar la máscara de Dante, pero necesito que nos deje marchar. Ahora mismo.

Marta soltó una carcajada.

—¿Por qué tendría que hacer algo así? ¡Fue usted quien robó la máscara! La policía está por llegar y…

Signora Álvarez —la interrumpió Sienna—. Mi dispiace, ma non le abbiamo detto la verità.

Langdon se quedó estupefacto. «¿Qué está haciendo?». Había comprendido lo que había dicho.

Marta parecía igualmente desconcertada por las palabras de Sienna, si bien en gran medida se debía al hecho de que de repente hablara en un italiano fluido y sin acento.

Innanzitutto, non sono la sorella di Robert Langdon —declaró Sienna en tono de disculpa—. No soy la hermana de Robert Langdon.

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