Inferno

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Capítulo 44

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Marta Álvarez retrocedió un paso y, tras cruzar los brazos sobre el pecho, se quedó mirando a la mujer rubia que tenía delante.

Mi dispiace —prosiguió Sienna, todavía en fluido italiano—. Le abbiamo mentito su molte cose.

El guardia parecía tan perplejo como Marta, pero mantuvo su posición.

Sienna le explicó entonces que trabajaba en el hospital de Florencia, al que anoche llegó Langdon con una herida de bala en la cabeza, que él no recordaba los acontecimientos que le habían llevado ahí y que estaba tan sorprendido por lo que había visto en la grabación de las cámaras de seguridad como ella.

—Enséñale tu herida —le ordenó Sienna a Langdon.

Después de ver los puntos que Langdon tenía bajo el apelmazado cabello, Marta se sentó en el alféizar de la ventana y se tapó la cara con las manos unos segundos.

En los últimos diez minutos había descubierto no solo que la máscara mortuoria de Dante había sido robada delante de sus narices, sino que los dos ladrones eran un respetado profesor norteamericano y un colega florentino que ahora estaba muerto. Encima, la joven Sienna Brooks, que se había presentado como la hermana de Langdon, resultaba ser una doctora que hablaba en perfecto italiano.

—Marta —dijo Langdon en un tono de voz grave y comprensivo—. Sé que debe de ser difícil de creer, pero de verdad no recuerdo nada de lo que sucedió anoche. No tengo ni idea de por qué Ignazio y yo tomamos la máscara.

Marta tuvo la sensación de que Langdon estaba diciendo la verdad.

—Devolveré la máscara —prosiguió Langdon—, tiene mi palabra. Pero no puedo recuperarla a no ser que nos deje ir. La situación es complicada. Tiene que dejarnos marchar inmediatamente.

A pesar de que quería recuperar la valiosísima máscara, Marta no tenía la menor intención de dejar que nadie se marchara de allí. «¡¿Dónde está la policía?!». Echó un vistazo al solitario coche aparcado en la Piazza della Signoria. Resultaba extraño que los agentes todavía no hubieran llegado al museo. También podía oír un extraño zumbido a lo lejos; sonaba como si alguien estuviera utilizando una sierra mecánica. Y cada vez se oía más fuerte.

«¿Qué es eso?».

El tono de Langdon era ahora implorante.

—Marta, usted conocía a Ignazio. Él nunca habría tomado la máscara sin una buena razón. La situación es más compleja de lo que parece. El propietario, Bertrand Zobrist, era un hombre muy perturbado. Creemos que estaba implicado en algo terrible. No tengo tiempo de explicárselo todo, pero le suplico que confíe en nosotros.

Marta se lo quedó mirando fijamente. Nada de esto tenía ningún sentido.

—Señora Álvarez —dijo Sienna, endureciendo su expresión—. Si le importa su futuro y el de su bebé, será mejor que nos deje ir ahora mismo.

Marta cruzó los brazos sobre el abdomen como queriendo protegerlo, molesta por la velada amenaza a su bebé nonato.

El agudo zumbido se oía cada vez más fuerte. Marta echó un vistazo por la ventana. No vio el origen del ruido, pero sí otra cosa.

El guardia también lo vio y sus ojos se abrieron como platos.

En la Piazza della Signoria, la muchedumbre de turistas se había echado a un lado para dejar paso a una larga hilera de coches policiales que, con las sirenas apagadas, se acercaba al museo detrás de dos furgonetas negras. De estas descendieron unos soldados de uniforme negro y fuertemente armados, que se apresuraron a entrar en el palacio.

El miedo invadió a Marta.

«¿Se puede saber qué está sucediendo?».

El guardia de seguridad parecía igual de alarmado.

El zumbido agudo se volvió más penetrante, y Marta se apartó de la ventana de un salto al ver un pequeño helicóptero suspendido en el aire.

El artilugio estaba suspendido a no más de diez metros y parecía que estuviera mirando a la gente que había en la sala, apuntando hacia ellos con un cilindro.

—¡Va a disparar! —exclamó Sienna—. Sta per sparare! Tutti a terra! —Y, rápidamente, se escondió debajo del alféizar de la ventana. Presa del pánico, Marta la imitó. El guardia también se echó al suelo y, de forma refleja, apuntó con su pistola el pequeño aparato volador.

Agazapada en su escondite, Marta advirtió entonces que Langdon seguía de pie y miraba a Sienna con perplejidad, como si en realidad no hubiera peligro alguno. Sienna permaneció en el suelo apenas un instante, se puso de nuevo de pie, agarró a Langdon por la muñeca y tiró de él. Un momento después, ambos estaban corriendo en dirección a la entrada principal del edificio.

El guardia se dio la vuelta sobre las rodillas y, acuclillado como un francotirador, levantó su arma en dirección a los fugitivos.

Non spari! —le ordenó Marta—. Non possono scappare! ¡No dispare! ¡No pueden escapar!

Langdon y Sienna desaparecieron detrás de una esquina, pero Marta sabía que era cuestión de segundos que se encontraran cara a cara con las autoridades que llegaban en la otra dirección.

—¡Más rápido! —exclamó Sienna al tiempo que deshacían a toda velocidad el camino por el que habían venido. Su intención era llegar a la entrada principal antes de toparse con la policía, pero se estaba dando cuenta que las posibilidades de que eso sucediera eran prácticamente nulas.

Langdon parecía tener las mismas dudas. Sin previo aviso, se detuvo en el amplio cruce de dos pasillos.

—Nunca podremos salir por ahí.

—¡Vamos! —Sienna le indicó que la siguiera—. ¡No podemos quedarnos aquí!

Langdon parecía distraído. Se volvió hacia la derecha, hacia un corto corredor que parecía conducir a una pequeña cámara poco iluminada. Las paredes de la estancia estaban cubiertas por antiguos mapas y en el centro había un enorme globo terráqueo. Langdon se quedó mirando la gran esfera metálica y comenzó a asentir, primero poco a poco, y luego con más vigor.

—Por aquí —dijo entonces, y salió corriendo en dirección al globo.

—¡Robert! —Sienna fue tras él aun sabiendo que era un error. Ese pasillo parecía adentrarse todavía más en el museo, se alejaba de la salida.

—¿Robert? —preguntó cuando finalmente lo alcanzó—. ¡¿Se puede saber adónde vas?!

—Por Armenia —respondió él.

—¡¿Cómo dices?!

—Armenia —repitió Langdon con la mirada al frente—. Confía en mí.

En el piso de abajo, escondida entre los asustados turistas que se encontraban en el balcón del Salón de los Quinientos, Vayentha bajó la mirada cuando la unidad AVI de Brüder pasó a su lado en dirección al museo. En la planta baja pudo oír cómo la policía cerraba las puertas del palacio y bloqueaba con ello las salidas.

Si Langdon se encontraba allí, estaba atrapado.

Pero Vayentha también.

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