Inferno

Inferno


Capítulo 45

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Con su revestimiento de roble y sus artesonados techos de madera, la decoración de la Sala de los Mapas Geográficos estaba muy lejos del sobrio interior de piedra y yeso del Palazzo Vecchio. En su origen, ese espacio con docenas de armarios y vitrinas había sido el guardarropía, donde se custodiaban las pertenencias más valiosas del Gran Duque. Ahora sus paredes estaban decoradas con mapas —cincuenta y tres ilustraciones pintadas a mano sobre piel— que mostraban el mundo tal y como se conocía a mediados del siglo XVI.

Esa increíble colección cartográfica estaba dominada por la presencia en el centro de la sala de un enorme globo terráqueo conocido como Mappa Mundi. En su época, esta esfera de casi dos metros de altura estaba considerada el mayor globo giratorio y se decía que solo con tocarlo con un dedo se ponía en movimiento. Hoy en día, este lugar no es más que la parada final de los turistas que dejan atrás la larga sucesión de galerías y, al encontrarse en un callejón sin salida, rodean el globo y se van por donde han venido.

Langdon y Sienna llegaron sin aliento. Ante ellos se alzaba majestuoso el Mappa Mundi, pero Langdon ni siquiera lo miró. Sus ojos se posaron en cambio en la pared del fondo de la estancia.

—Tenemos que encontrar Armenia —dijo Langdon—. ¡El mapa de Armenia!

Claramente desconcertada por la petición, Sienna corrió hacia la pared derecha de la sala y se puso a buscarlo.

Langdon hizo lo propio en la izquierda, recorriendo con el dedo el perímetro de la habitación.

«Arabia, España, Grecia…».

Cada país estaba delineado con sorprendente detalle, teniendo en cuenta que estos mapas habían sido confeccionados hacía más de quinientos años, en una época en la que gran parte del mundo todavía tenía que ser cartografiado o explorado.

«¿Dónde está Armenia?».

En comparación con el resto de su memoria, habitualmente eidética, los recuerdos de la visita privada a los pasadizos secretos que había hecho unos años atrás eran nebulosos, en gran medida a causa del segundo vaso de Gaja Nebbiolo que había disfrutado antes de la visita. No dejaba de resultar pertinente que la palabra nebbiolo significara «pequeña niebla». Aun así, Langdon recordaba que en esa sala le habían enseñado un mapa único, el de Armenia, que poseía una singular característica.

«Sé que está aquí», pensó Langdon sin dejar de examinar lo que parecía una interminable lista de mapas.

—Armenia —anunció Sienna—. ¡Aquí!

Langdon corrió a su lado y ella le señaló el mapa de Armenia con una expresión que parecía decir: «Hemos encontrado Armenia, ¿y ahora qué?».

Langdon sabía que no había tiempo para explicaciones. En vez de eso, extendió la mano, agarró el mapa por su grueso marco de madera y tiró de él. El mapa, junto con una amplia sección de la pared y su revestimiento de madera, se abrió, y dejó a la vista un pasaje oculto.

—Vaya con Armenia —dijo Sienna, impresionada.

Al instante, se adentró sin miedo en el oscuro espacio. Langdon la siguió y rápidamente cerró la puerta tras ellos.

A pesar del brumoso recuerdo de su visita a los pasadizos secretos, Langdon recordaba este en concreto con toda claridad. Él y Sienna acababan de pasar al otro lado del espejo y se habían adentrado en el Palazzo Invisibile, el mundo clandestino que existía detrás de las paredes del Palazzo Vecchio; un dominio secreto que en su momento solo era accesible para el Gran Duque y sus allegados más próximos.

Langdon se detuvo un momento y se quedó mirando el pasillo de clara piedra, iluminado únicamente por la luz natural que se filtraba a través de una serie de vidrieras. El pasadizo descendía unos cincuenta metros hasta una puerta de madera.

Una vez ubicado, giró a la izquierda, donde había una estrecha escalera ascendente cerrada al paso por una cadena. Un letrero advertía: USCITA VIETATA.

Langdon corrió hacia la escalera.

—¡No! —dijo Sienna—. Por ahí no hay salida.

—Gracias —contestó Langdon con una sonrisa irónica—. Sé leer italiano.

Desenganchó la cadena y la llevó de vuelta a la puerta secreta por la que habían entrado. Ahí, ató la manilla de la puerta a un elemento fijo cercano para inmovilizar la pared, de manera que no pudiera abrirse desde el otro lado.

—Oh —dijo Sienna tímidamente—. Buena idea.

—No les mantendrá ocupados mucho tiempo —dijo Langdon—. Pero tampoco necesitamos demasiado. Sígueme.

Cuando el mapa de Armenia finalmente cedió con gran estruendo, el agente Brüder y sus hombres se internaron en el estrecho corredor y se apresuraron hasta la puerta de madera que había al otro extremo. Al cruzarla, Brüder sintió una ráfaga de aire frío y se quedó un momento cegado por la brillante luz del sol.

Había llegado a un pasillo exterior que cruzaba el tejado del palazzo. Recorrió el sendero con la mirada y advirtió que conducía directamente a otra puerta que había a unos cincuenta metros, por la que se volvía a entrar al edificio.

Brüder miró entonces a su izquierda. El abovedado tejado del Salón de los Quinientos se alzaba como una montaña. «Imposible pasar». Luego se volvió a su derecha y vio que el camino estaba flanqueado por una pronunciada pendiente que desembocaba en un profundo patio de luces. «Muerte instantánea».

Volvió la vista al frente.

—¡Por aquí!

Brüder y sus hombres recorrieron a toda velocidad el sendero mientras el drone de reconocimiento daba vueltas sobre sus cabezas como un buitre.

Al cruzar la puerta de madera, los soldados que iban en cabeza se detuvieron de golpe, provocando casi un choque en cadena.

Se encontraban en una diminuta cámara sin otra salida que la puerta por la que acababan de entrar. Dentro solo había un solitario escritorio de madera contra la pared. Sobre sus cabezas, las grotescas figuras del fresco del techo parecían mirarlos burlonamente.

Era un callejón sin salida.

Uno de los hombres de Brüder se adelantó y examinó el rótulo informativo que había en la pared.

—Un momento —dijo—. Aquí pone que en este lugar hay una «finestra». ¿Una ventana secreta?

Brüder miró a su alrededor pero no vio nada que lo pareciese. Se acercó al rótulo y lo leyó él mismo.

Al parecer, tiempo atrás ese espacio había sido el estudio privado de la duquesa Bianca Cappello y en él había una ventana secreta —la finestra segreta—, a través de la cual podía observar de manera encubierta las intervenciones de su marido en el Salón de los Quinientos.

Brüder volvió a examinar las paredes de la estancia y distinguió una diminuta abertura discretamente oculta en una pared lateral y cubierta por una rejilla. «¿Han escapado por ahí?».

Se acercó y examinó la abertura. Parecía ser demasiado pequeña para alguien del tamaño de Langdon. Acercó el rostro y, al echar un vistazo, confirmó que nadie había podido escapar por ese camino; al otro lado de la rejilla había una caída de varios pisos hasta el suelo del Salón de los Quinientos.

«¿Entonces adónde han ido?».

Al darse la vuelta, Brüder sintió que la frustración acumulada durante el día llegaba a su límite. En un arrebato incontenible poco frecuente en él echó la cabeza hacia atrás y soltó un rugido de rabia.

En ese reducido espacio, el grito resultó ensordecedor.

Los turistas y los agentes de policía que estaban en el Salón de los Quinientos se dieron la vuelta de golpe y levantaron la mirada hacia una rejilla que había en lo alto de una pared. A juzgar por lo que habían oído, en el estudio secreto de la duquesa ahora había encerrado un animal salvaje.

Sienna Brooks y Robert Langdon se encontraban en la más absoluta oscuridad.

Minutos antes, ella había observado cómo Langdon utilizaba hábilmente la cadena para obstruir el mapa giratorio de Armenia.

Para su sorpresa, sin embargo, en vez de enfilar el corredor, Langdon había subido la empinada escalera con el letrero de USCITA VIETATA.

—Robert —susurró confundida—. ¡Por aquí no se puede pasar! Además, ¿no deberíamos ir hacia abajo?

—Así es —dijo Langdon, por encima del hombro—. Pero a veces para bajar… hay que subir. —Le guiñó un ojo—. ¿No recuerdas el ombligo de Satán?

«¿De qué diablos está hablando?». Sienna no entendía a qué se refería.

—¿No has leído Inferno? —preguntó Langdon.

«Sí… pero tenía unos siete años».

Un instante después, Sienna cayó en la cuenta de lo que le estaba diciendo.

—¡Ah, el ombligo de Satán! —exclamó—. Ahora lo recuerdo.

Le había llevado un momento, pero Sienna al fin se había dado cuenta de que Langdon se refería a los cantos finales. Para escapar del infierno, Dante debe descender por el estómago peludo del enorme Satán. Cuando llega al ombligo —que representa el centro de la Tierra—, la gravedad se invierte y, para seguir descendiendo y llegar al purgatorio, tiene que comenzar a ascender.

Sienna recordaba poco de Inferno, pero sí su decepción ante las absurdas reacciones de la gravedad en el centro de la Tierra; al parecer, el talento de Dante no incluía conocimientos de física vectorial.

Llegaron a lo alto de la escalera y Langdon abrió la única puerta que había. En ella se podía leer: SALA DEI MODELLI DI ARCHITETTURA.

Langdon la dejó pasar y luego cerró la puerta con cerrojo tras de sí.

La habitación era pequeña y sencilla. Había una serie de vitrinas en las que se exhibían modelos de los diseños arquitectónicos que había hecho Vasari para el interior del palazzo. Sienna apenas reparó en ellos. Sí advirtió, sin embargo, que la habitación no tenía puertas, ni ventanas, ni —claro— salida.

—A mediados del siglo XIV —susurró Langdon—, el duque de Atenas se hizo con el poder y construyó esta salida secreta para escapar en caso de que lo atacaran. La llaman la Escalera del Duque de Atenas, y desciende hasta una angosta puerta que tiene salida a una calle lateral. Si llegamos a ella, nadie nos verá salir del edificio. —Señaló uno de los modelos—. Mira, ¿la ves aquí en el costado?

«¿Me ha traído aquí para enseñarme los modelos?».

Sienna le echó un vistazo a la miniatura y vio la escalera secreta que, oculta entre las paredes interiores y exteriores del edificio, descendía de lo alto del palacio hasta el nivel de la calle.

—Veo la escalera, Robert —dijo Sienna, irritada—, pero está al otro lado del palacio. ¡Nunca podremos llegar ahí!

—Un poco de fe —dijo él con una sonrisa torcida.

El repentino estruendo procedente del piso de abajo les indicó que sus perseguidores acababan de abrir la puerta del mapa de Armenia. Langdon y Sienna oyeron luego los pasos de los soldados por el corredor. Ninguno de ellos pensó que los fugitivos hubieran ascendido todavía más, en especial por una estrecha escalera sin salida.

Cuando dejaron de oír el ruido de pasos, Langdon cruzó la habitación en dirección a lo que parecía una enorme alacena en la pared opuesta. Era de un metro cuadrado y estaba más o menos a un metro del suelo. Sin más dilación, Langdon agarró la manilla y abrió la puerta.

Sienna retrocedió sorprendida.

El interior parecía ser un hueco cavernoso, como si la puerta de la alacena fuera un portal a otro mundo. Más allá no se veía nada.

—Sígueme —dijo Langdon.

Agarró una linterna que colgaba de la pared junto a la abertura, se metió hábilmente en esa madriguera de conejo y desapareció en su interior.

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