Inferno

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Capítulo 46

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«La Soffitta —pensó Langdon—. El ático más impresionante del mundo».

El aire en el interior del hueco era mohoso y vetusto, como si, tras varios siglos, el polvo de yeso se hubiera vuelto tan fino y ligero que no se posara en el suelo y permaneciera suspendido en la atmósfera. Los crujidos y chasquidos que se oían en el vasto espacio provocaban en Langdon la sensación de que acababa de introducirse en el estómago de un animal vivo.

En cuanto su pie encontró un punto de apoyo sólido en una amplia viga horizontal, alzó la linterna y dejó que el haz de luz perforara la oscuridad.

Extendiéndose ante él había un túnel aparentemente interminable, atravesado en todas direcciones por un complejo entramado de triángulos y rectángulos de madera. Eran los postes, vigas, travesaños y demás elementos estructurales que conformaban el esqueleto invisible del Salón de los Quinientos.

Langdon había visto ese enorme ático durante la visita a los pasadizos secretos años atrás, cuando tomó unas copas de Nebbiolo de más. La ventana con aspecto de alacena había sido abierta en la pared de la sala de modelos arquitectónicos para que, después de inspeccionar los modelos de la armadura del techo, los visitantes pudieran asomarse con una linterna para ver cómo era en realidad.

Ahora que estaba dentro del desván, a Langdon le sorprendió hasta qué punto su arquitectura se parecía a la de un granero de Nueva Inglaterra: se trataba de una tradicional armadura de dos aguas con ensambladuras en «flecha de Júpiter».

Sienna también había pasado por la abertura y ahora estaba a su lado. Parecía desorientada. Langdon movió la luz de un lado a otro para mostrarle el inusual paisaje.

Desde ese extremo, el desván era como una larga hilera de triángulos isósceles que se perdía en un lejano punto de fuga. No había ningún tipo de entarimado y los travesaños estaban completamente a la vista, como si fueran una serie de traviesas gigantes.

Langdon señaló el otro extremo y dijo en voz baja:

—Nos encontramos justo encima del Salón de los Quinientos. Si llegamos al otro lado, podremos acceder a la Escalera del Duque de Atenas.

Sienna miró con escepticismo el laberinto de vigas y soportes que se extendía ante ellos. La única forma de avanzar por el desván era ir saltando de travesaño en travesaño como niños en una vía de tren. Cada uno estaba formado por varias vigas unidas con gruesas abrazaderas de hierro, de modo que había suficiente espacio para hacerlo sin perder el equilibrio. El problema, sin embargo, era que había demasiada distancia entre cada uno de estos conjuntos.

—No podré saltar entre esas vigas —susurró Sienna.

Langdon también dudaba que él pudiera hacerlo. Y caer suponía una muerte segura. Con la linterna, iluminó el espacio abierto entre los travesaños.

A unos dos metros y medio por debajo de donde se encontraban, observó una polvorienta superficie horizontal suspendida mediante unas varas de hierro. Era una especie de suelo que se extendía hasta donde llegaba la vista. A pesar de su apariencia sólida, Langdon sabía que consistía básicamente en telas extendidas y cubiertas de polvo. Era la «parte trasera» del techo suspendido del Salón de los Quinientos. Una vasta extensión de casetones de madera enmarcaba los treinta y nueve lienzos de Vasari, montados en horizontal, como una especie de colcha de retazos.

Sienna indicó la polvorienta superficie.

—¿No podemos ir por ahí?

«No, a no ser que quieras atravesar un lienzo de Vasari y caer al Salón de los Quinientos».

—Hay un camino mejor —dijo Langdon serenamente, para no asustarla, y comenzó a recorrer el travesaño en dirección a la viga maestra central del desván.

En su anterior visita, además de asomarse al mirador de la sala de modelos arquitectónicos, Langdon había entrado al desván por una puerta que había al otro lado del ático. Si su memoria empañada de vino no le engañaba, una robusta pasarela recorría esa viga maestra central y proporcionaba a los turistas acceso a una plataforma de observación que había en el centro del ático.

Sin embargo, cuando Langdon llegó al centro del travesaño, la pasarela que vio no se parecía en nada a la que recordaba de su visita.

«¿Cuánto Nebbiolo tomé ese día?».

En vez de una robusta estructura pensada para que los turistas la pudieran recorrer con total seguridad, ante él había una serie de tablones sueltos, dispuestos formando un inestable camino a través de los travesaños. Esa rudimentaria pasarela se parecía más a una cuerda floja que a un puente.

Al parecer, la robusta pasarela para turistas que nacía en el otro lado solo llegaba hasta la plataforma central. Desde ahí, los turistas tenían que regresar y volver sobre sus pasos. Los precarios tablones que Langdon y Sienna tenían delante debían de haber sido instalados para que los ingenieros pudieran realizar tareas de mantenimiento en el resto del desván.

—Parece que vamos a tener que ir por esta pasarela —dijo Langdon, mirando los estrechos tablones con escasa convicción.

Sienna se encogió de hombros, impasible.

—No es peor que Venecia en la estación de lluvias e inundaciones.

Langdon tuvo que reconocer que tenía razón. En su último viaje a esa ciudad, la plaza de San Marcos estaba bajo medio metro de agua y tuvo que recorrer el espacio que separaba el Hotel Danieli de la basílica por unos tablones de madera colocados sobre bloques de hormigón y cubos invertidos. Por supuesto, el riesgo de mojarse los mocasines era mejor que el de precipitarse al vacío y atravesar una obra de arte renacentista.

Tras alejar ese pensamiento, Langdon comenzó a recorrer el primer tablón con una seguridad fingida que, esperaba, calmara cualquier temor que Sienna pudiera sentir. A pesar de esa confianza exterior, el corazón le latía con fuerza. Al llegar a la mitad, el tablón se arqueó bajo su peso y crujió de forma amenazadora. Langdon aceleró el paso y finalmente llegó a la relativa seguridad del segundo travesaño.

Tras exhalar un suspiro, se dio la vuelta para iluminar el camino a Sienna y ofrecerle palabras de ánimo. Al parecer, la joven no las necesitaba. En cuanto el haz de luz iluminó el tablón, lo recorrió con admirable agilidad. La madera apenas se arqueó bajo su delgado cuerpo y a los pocos segundos ya había llegado a su lado.

Animado, Langdon se dio la vuelta y comenzó a recorrer el siguiente tablón. Sienna esperó que le iluminara el camino y fue tras él. Y así siguieron avanzando con un ritmo constante; dos figuras moviéndose una detrás de la otra con la luz de una única linterna. A través del delgado techo podían oír el ruido de los radiotransmisores de la policía. Langdon no pudo evitar sonreír ligeramente. «Ahora mismo estamos sobre el Salón de los Quinientos, ingrávidos e invisibles».

—Entonces, Robert, ¿Ignazio te decía en su mensaje dónde encontrar la máscara? —susurró Sienna.

—Así es, pero lo hizo mediante una especie de código… —Langdon le explicó entonces a Sienna que, al parecer, Ignazio no había querido dejar grabada de forma explícita la localización exacta de la máscara, y que lo había hecho de un modo más críptico—. Con una referencia al paraíso, lo cual imagino que es una alusión a la sección final de la Divina Comedia. Sus palabras exactas fueron «Paraíso Veinticinco».

Sienna levantó la mirada.

—Querría decir canto veinticinco.

—Estoy de acuerdo —dijo Langdon. Un canto era el equivalente aproximado de un capítulo actual. La palabra se debía a la tradición oral de los poemas épicos «cantados». La Divina Comedia contiene precisamente cien cantos en total, divididos en tres secciones:

Inferno 1-34

Purgatorio 1-33

Paradiso 1-33

«Paradiso Veinticinco —pensó Langdon, deseando recordar el texto—. Ni por asomo, tendremos que buscar un ejemplar».

—Aún hay más —prosiguió Langdon—. Lo último que decía Ignazio en el mensaje era: «Las puertas están abiertas para ti, pero debes darte prisa». —Se detuvo y se volvió hacia Sienna—. Probablemente, el canto veinticinco hace referencia a una localización específica de Florencia. Al parecer, a un lugar con puertas.

Sienna frunció el ceño.

—¡Pero en esta ciudad hay miles de puertas!

—Efectivamente, por eso tenemos que leer el canto veinticinco de Paradiso —sonrió Robert con optimismo—. ¿Por casualidad no te sabrás toda la Divina Comedia de memoria?

Ella lo miró extrañada.

—¿Catorce mil versos en lengua vulgar que leí de niña? —Negó con la cabeza—. El de la memoria extraordinaria es usted, profesor, yo solo soy una simple doctora.

A Langdon le entristeció que, después de todo lo que habían pasado juntos, Sienna siguiera prefiriendo ocultarle la verdad sobre su excepcional intelecto. «¿Una simple doctora?». Langdon no pudo evitar reír entre dientes. «La más humilde del mundo», pensó, recordando los recortes de periódico que había leído sobre sus increíbles aptitudes; una capacidad que —era una pena, pero también comprensible— no le había animado a memorizar uno de los poemas épicos más largos de la historia de la literatura.

Siguieron adelante en silencio. Tras dejar atrás unos cuantos travesaños más, Langdon vio al fin una forma alentadora en la oscuridad. «¡La plataforma de observación!». Los precarios tablones sobre los que avanzaban conducían directamente a una estructura mucho más robusta y con barandas. Si llegaban a ella, podrían salir del desván por una puerta que —recordaba Langdon— estaba muy cerca de la Escalera del Duque de Atenas.

Al acercarse a la plataforma, Langdon bajó la mirada al techo suspendido a casi tres metros. Hasta entonces, los casetones habían sido muy parecidos entre sí. El siguiente, en cambio, era mucho más grande que los demás.

La apoteosis de Cosme I —musitó Langdon.

Ese enorme casetón circular era la pintura más preciada de Vasari, y la que ocupaba el espacio central del techo del Salón de los Quinientos. Langdon solía mostrar diapositivas de esa obra a sus alumnos para mostrarles sus similitudes con La apoteosis de Washington que había en el Capitolio de Estados Unidos; un humilde recordatorio de que la joven Norteamérica debía muchas más cosas a Italia, además del concepto de república.

En ese momento, sin embargo, Langdon estaba mucho más interesado en pasar de largo que en estudiar la pintura. Aceleró el ritmo y le dijo a Sienna por encima del hombro que ya casi habían llegado.

Al hacerlo, erró el paso y su mocasín prestado pisó el borde del tablón, lo cual le hizo dar un traspié. Para intentar recuperar el equilibrio, Langdon se inclinó, medio tambaleándose hacia adelante.

Pero era demasiado tarde.

Cayó de rodillas sobre el tablón. Rápidamente, estiró los brazos, se impulsó con las piernas alcanzando de milagro el travesaño justo antes de que el tablón cayera. La linterna fue a parar al lienzo, que la recogió como una red. El tablón, por su parte, lo hizo sobre el artesón de madera que rodeaba el lienzo de la Apoteosis de Vasari.

El estruendo resonó por todo el desván.

Horrorizado, Langdon se puso de pie y se volvió hacia Sienna.

Apenas iluminados por el tenue resplandor de la linterna, que ahora descansaba sobre el lienzo que tenían debajo, Langdon advirtió que Sienna estaba de pie en el travesaño, atrapada, sin forma de cruzar. Su expresión evidenciaba lo que Langdon ya sabía. El ruido del tablón debía de haberles delatado.

Vayentha levantó la mirada hacia el adornado techo.

—¿Ratas en el ático? —bromeó nerviosamente el hombre de la videocámara al oír el ruido.

«Ratas muy grandes», pensó ella mirando la pintura circular que había en el centro del techo. Vio que caía una pequeña nube de polvo y también le pareció ver una ligera protuberancia en el lienzo, casi como si alguien lo estuviera empujando por el otro lado.

—Quizá a uno de los agentes se le ha caído el arma mientras estaba en la plataforma de observación —dijo el hombre al ver el bulto en la pintura—. ¿Qué cree que están buscando? Todo esto es realmente excitante.

—¿Una plataforma de observación? —preguntó Vayentha—. ¿Se puede subir ahí arriba?

—Claro. —El hombre señaló la entrada del museo—. Detrás de esa puerta hay otra que conduce a una pasarela del ático. Desde ahí se puede ver la armadura diseñada por Vasari. Es increíble.

La voz de Brüder volvió a resonar por el Salón de los Quinientos:

—¡¿Se puede saber dónde diablos se han metido?!

Al igual que el grito anterior, sus palabras se habían colado por una pequeña reja que se hallaba en lo alto de la pared, a la izquierda de Vayentha. Al parecer, Brüder se encontraba en una habitación que había detrás; un piso por debajo del ornamentado techo de la sala.

Vayentha volvió a mirar la protuberancia del lienzo.

«Ratas en el ático —pensó—. Intentando encontrar una salida».

Le dio las gracias al hombre de la videocámara y se dirigió con rapidez a la entrada del museo. La puerta estaba cerrada pero, con todo ese movimiento de agentes entrando y saliendo, había una posibilidad de que no la hubieran cerrado con llave.

Efectivamente, su instinto estaba en lo cierto.

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