Inferno

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Capítulo 48

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Un hueco de seis metros separaba ahora a Langdon y Sienna en el desván a oscuras. A dos metros y medio bajo sus pies, el tablón descansaba sobre el marco de madera que sostenía el lienzo de la Apoteosis de Vasari. La linterna, todavía encendida, lo hacía sobre el mismo lienzo, provocando una pequeña hendidura, como una piedra en una cama elástica.

—El tablón que tienes detrás —susurró Langdon—. ¿Crees que puedes arrastrarlo hasta mi travesaño?

Sienna se quedó mirando el tablón.

—No sin que el otro extremo caiga al lienzo.

Eso había temido Langdon. Y lo último que necesitaban era un tablón que atravesara un lienzo de Vasari.

—Tengo una idea —dijo Sienna, y comenzó a recorrer el travesaño en dirección a la pared lateral. Langdon hizo lo propio en el suyo, con paso cada vez más inseguro a medida que se alejaban de la luz de la linterna. Cuando llegaron a la pared, estaban casi a oscuras.

—Ahí abajo —susurró Sienna, señalando la oscuridad a sus pies—. El borde del artesón. Tiene que estar empotrado en la pared. Debería sostener mi peso.

Antes de que Langdon pudiera protestar, Sienna ya había descendido de su travesaño utilizando una serie de vigas de soporte que había en la pared a modo de escalera. El artesón crujió una vez, pero aguantaba su peso. Luego, bien pegada a la pared, Sienna comenzó a avanzar tan lentamente como si estuviera recorriendo la cornisa de un rascacielos. La madera volvió a crujir.

«Peligro —pensó Langdon—. Mantente cerca de la orilla».

Cuando Sienna llegó a la mitad del camino y comenzó a acercarse al travesaño en el que estaba él, Langdon tuvo la sensación de que quizá lograrían salir de ahí a tiempo.

De repente, sin embargo, oyeron un portazo y unos rápidos pasos que avanzaban por la pasarela. Luego vieron el haz de una linterna, moviéndose de un lado a otro. Langdon sintió entonces que sus esperanzas se iban a pique. Alguien se acercaba por la pasarela principal y les cerraba el paso de la única vía de escape.

—Sigue avanzando, Sienna —dijo Langdon, reaccionando instintivamente—. Encontrarás una salida al otro lado. Yo despejaré el camino.

—¡No! —susurró ella—. Regresa, Robert.

Pero Langdon ya se había alejado por el travesaño, dejando a Sienna sola en la oscuridad.

Cuando llegó a la viga maestra central, Langdon advirtió que había una silueta sin rostro en la plataforma de observación. Esa persona se detuvo junto a la baranda y le alumbró con la linterna.

El resplandor era cegador, y Langdon levantó inmediatamente los brazos en señal de rendición. No podía sentirse más vulnerable: en equilibrio sobre una viga del Salón de los Quinientos y cegado por una brillante luz.

Langdon esperó un disparo o una orden autoritaria, pero solo hubo silencio. Un momento después, el haz de luz se apartó de su rostro y comenzó a escudriñar la oscuridad a su espalda, como si buscara otra cosa, o a otra persona. Langdon distinguió entonces la silueta de quien tenía delante. Era una mujer, esbelta y vestida de negro. No tenía ninguna duda de que, bajo la gorra de béisbol que cubría su cabeza, tenía el cabello en punta.

Langdon recordó la muerte del doctor Marconi e, instintivamente, sus músculos se tensaron.

«Me ha encontrado. Ha venido a terminar el trabajo».

Langdon pensó entonces en los pescadores griegos que buceaban a pulmón en un túnel tras haber pasado el punto de no retorno… Al final, él había encontrado el paso cerrado por las rocas.

La asesina volvió a enfocar su linterna hacia el profesor.

—Señor Langdon —susurró—. ¿Dónde está su amiga?

Langdon sintió un escalofrío. «Ha venido por los dos».

Con la intención de desviar la atención de la asesina del lugar en el que se encontraba Sienna, Langdon echó un vistazo por encima del hombro en dirección a la oscuridad por la que habían estado avanzando.

—Ella no tiene nada que ver con esto. Es a mí a quien buscas.

Langdon rezó para que Sienna siguiera avanzando por la pared. Si conseguía pasar de largo la plataforma de observación y accedía a la pasarela central por detrás de la mujer del cabello en punta, podría llegar a la puerta.

La asesina volvió a alzar su linterna y examinó el desván vacío. Langdon vislumbró entonces una oscura forma detrás de ella.

«¡Oh, Dios, no!».

Efectivamente, ahora Sienna estaba avanzando por un travesaño en dirección a la pasarela central. Estaba a apenas diez metros de la asesina.

«¡No, Sienna! ¡Estás demasiado cerca! ¡Te oirá!».

—Escuche con atención, profesor —susurró la asesina—. Si quiere seguir con vida, le sugiero que confíe en mí. Mi misión ha concluido. No tengo razón alguna para hacerle daño. Ahora usted y yo estamos en el mismo equipo y puede que sepa cómo ayudarle.

Langdon apenas la escuchaba. Toda su atención estaba puesta en Sienna, cuyo perfil podía distinguir ligeramente, y que ahora estaba trepando a la pasarela que había detrás de la plataforma de observación, demasiado cerca de la mujer con la pistola.

«¡Corre! —le urgió mentalmente—. ¡Sal de aquí!».

Para su alarma, sin embargo, Sienna se quedó ahí, agachada en las sombras y observando en silencio.

Vayentha seguía escudriñando la oscuridad detrás de Langdon. «¿Dónde diablos está? ¿Se han separado?».

Vayentha tenía que encontrar una manera de mantener a la pareja alejada de las manos de Brüder. «Es mi única esperanza».

—¡¿Sienna?! —dijo Vayentha con un gutural susurro—. Si puedes oírme, escúchame bien. Será mejor que no te capturen los hombres que hay en el piso de abajo. No serán indulgentes. Yo conozco una vía de escape. Puedo ayudarte. Confía en mí.

—¿Confiar en ti? —dijo un desafiante Langdon elevando el tono de voz; cualquiera que estuviera cerca le podría oír—. ¡Eres una asesina!

«Sienna está cerca —cayó en la cuenta Vayentha—. Langdon está hablando más alto para advertirle».

Vayentha volvió a intentarlo.

—Sienna, la situación es complicada, pero puedo sacarte de aquí. Considera tus opciones. Estás atrapada. No tienes elección.

—Sí tiene elección —dijo Langdon en voz alta—. Y es suficientemente inteligente para huir de ti tan lejos como pueda.

—Todo ha cambiado —insistió Vayentha—. No tengo razones para hacerles daño.

—¡Has asesinado al doctor Marconi! ¡Y estoy seguro de que eres tú quien anoche me disparó en la cabeza!

Vayentha sabía que Langdon nunca creería que no tenía ninguna intención de matarle.

«El tiempo de las palabras ha terminado. No hay nada que pueda hacer para convencerle».

Sin mayor dilación, metió la mano en el interior de su cazadora de cuero y agarró su pistola con silenciador.

Sienna permanecía agachada en la pasarela, a unos diez metros de la mujer. Incluso en la oscuridad, la silueta de la asesina era inconfundible. Para su horror, advirtió que ahora empuñaba la misma pistola que había utilizado contra el doctor Marconi.

«Va a disparar», pensó, fijándose en el lenguaje corporal de la mujer.

La asesina dio dos amenazadores pasos hacia Langdon y se detuvo junto a la baranda de la plataforma de observación, que quedaba justo encima de la Apoteosis de Vasari. En cuanto estuvo tan cerca como podía de Langdon, levantó el arma y le apuntó al pecho.

—Esto solo dolerá un momento —dijo—, pero es mi única opción.

Sienna reaccionó instintivamente.

La inesperada vibración de los tablones bajo sus pies fue suficiente para que Vayentha se diera la vuelta justo cuando estaba disparando, lo cual provocó que errara el tiro.

Algo se acercaba a ella por la espalda.

«Muy rápido».

Dio media vuelta, apuntó a su atacante y volvió a disparar, pero Sienna la embistió por debajo de la altura del cañón. La asesina apenas pudo ver un destello de cabello rubio en la oscuridad.

Vayentha chocó a la altura de la cintura contra la baranda de la plataforma de observación y salió despedida por encima. Intentó agarrarse a algo y evitar la caída, pero fue demasiado tarde, y se precipitó al vacío.

Cayó a través de la oscuridad y se estaba preparando para desplomarse contra el polvoriento suelo que había a dos metros y medio de la plataforma. Por alguna razón, sin embargo, su aterrizaje fue más suave de lo que había esperado, como si hubiera caído sobre una hamaca que ahora se combaba bajo su peso.

Desorientada, abrió los ojos y observó que su atacante, Sienna Brooks, la miraba desde la plataforma. Abrió la boca para decirle algo pero, de repente, oyó el ruido de la tela rasgándose.

Vayentha volvió a caer.

Esta vez lo hizo durante tres largos segundos. Durante ese tiempo pudo ver un techo cubierto de hermosas pinturas. La que tenía justo encima —un enorme lienzo circular que mostraba a Cosme I sobre una nube celestial y rodeado de querubines— tenía un oscuro desgarrón en el centro.

De repente, su cuerpo impactó contra el suelo y todo su mundo desapareció en la oscuridad.

Estupefacto, Robert Langdon echó un vistazo por el agujero del lienzo rasgado. La mujer del cabello en punta yacía inmóvil en el suelo de piedra del Salón de los Quinientos y un charco de sangre comenzaba a extenderse a su alrededor. Todavía tenía la pistola en la mano.

Luego levantó la mirada hacia Sienna, que también estaba contemplando la espantosa imagen del salón. Su expresión indicaba que estaba absolutamente conmocionada.

—No pretendía…

—Has reaccionado por instinto —susurró Langdon—, iba a matarme.

A través del lienzo rasgado pudieron oír los gritos de alarma.

Con cuidado, Langdon apartó a Sienna de la baranda.

—Tenemos que seguir adelante.

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