Inferno

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Capítulo 102

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102

El reloj del vestíbulo del consulado suizo hacía rato que había marcado la una de la madrugada.

El cuaderno que Sinskey tenía en el escritorio era ahora un enjambre de texto, preguntas y diagramas hechos a mano. La directora de la Organización Mundial de la Salud llevaba más de cinco minutos sin moverse o hablar. Permanecía junto a la ventana, contemplando el cielo nocturno.

Detrás de ella, Langdon y Sienna esperaban sentados en silencio con la taza de café turco que se acababan de tomar todavía en las manos. El fuerte aroma de sus sedimentos pulverizados y de los pistachos inundaba la habitación.

El único sonido era el zumbido de las luces fluorescentes del techo.

Sienna podía sentir los latidos de su corazón y se preguntaba qué estaría pensando la doctora Sinskey ahora que conocía la verdad con todo detalle. «La plaga de Bertrand es un virus que causa infertilidad. Un tercio de la población se volverá estéril».

A lo largo de su explicación, Sienna se había ido fijando en la gama de emociones por las que había pasado la doctora. En primer lugar, sorpresa por el hecho de que Zobrist hubiera creado realmente un vector viral transmisible por el aire. A continuación, vio un fugaz sentimiento de esperanza al descubrir que el virus no estaba diseñado para matar personas. Finalmente, creciente horror al enterarse de la verdad y descubrir que grandes porciones de la población de la Tierra se volverían estériles. Estaba claro que la revelación de que el virus atacaba la fertilidad humana había afectado a Sinskey a un nivel muy personal.

En el caso de Sienna, la sensación predominante había sido de alivio. Había compartido el contenido completo de la carta de Bertrand con la directora de la OMS. «Ya no tengo más secretos».

—¿Elizabeth? —la llamó Langdon.

Sinskey volvió lentamente en sí. Cuando los miró de nuevo, tenía el rostro lívido.

—Señorita Brooks —comenzó a decir en un tono de voz plano—, la información que me acaba de suministrar será muy útil a la hora de preparar una estrategia para lidiar con esta crisis. Agradezco su sinceridad. Como sabe, existe una discusión a nivel teórico sobre la posibilidad de utilizar los vectores virales pandémicos para inmunizar a grandes cantidades de población, pero todo el mundo creía que todavía faltaban muchos años para la creación de esa tecnología.

La doctora regresó a su escritorio y se sentó.

—Perdone —dijo, negando con la cabeza—. Ahora mismo, todo esto todavía me suena a ciencia ficción.

«No me extraña», pensó Sienna. Todo gran salto cualitativo de la medicina siempre lo ha parecido: la penicilina, la anestesia, los rayos X, la primera vez que un ser humano miró por un microscopio y vio cómo se dividía una célula.

La doctora Sinskey bajó la mirada a su cuaderno.

—En unas pocas horas, viajaré a Ginebra y seré avasallada a preguntas. No tengo ninguna duda de que la primera será si existe algún modo de contrarrestar los efectos de este virus.

Sienna sospechaba que tenía razón.

—E imagino —prosiguió Elizabeth— que la primera propuesta será analizar el virus, comprenderlo lo mejor que podamos y luego intentar diseñar una segunda cepa que reprogramaremos para que devuelva nuestro ADN a su forma original. —Sinskey volvió a mirar a Sienna. No parecía demasiado optimista—. Que este contravirus sea posible todavía está por verse pero, hablando hipotéticamente, me gustaría conocer su opinión al respecto.

«¿Mi opinión?». De forma refleja, Sienna se volvió hacia Langdon. El profesor asintió, enviándole un mensaje muy claro: «Es tu momento. Di lo que piensas. Cuenta la verdad tal y como la ves».

Sienna se aclaró la garganta, se volvió hacia la directora de la OMS y habló con una voz clara y fuerte.

—Señora, gracias a Bernard, conozco el mundo de la ingeniería genética desde hace muchos años. Como sabe, el genoma humano es una estructura muy delicada. Un castillo de naipes. Cuantos más ajustes hacemos, mayores son las posibilidades de alterar sin querer la carta equivocada y provocar que todo se venga abajo. Mi opinión personal es que resulta muy peligroso deshacer lo que ya se ha hecho. Bertrand era un ingeniero genético de un talento y una visión excepcionales. Estaba muchos años por delante de sus contemporáneos. A estas alturas, no estoy segura de si me fiaría de que alguna otra persona hurgara en el genoma humano con la esperanza de arreglarlo. E incluso en el caso de que se diseñara algo que supuestamente funcionara, probarlo implicaría reinfectar a toda la población con algo nuevo.

—Cierto —dijo Sinskey. No parecía muy sorprendida por lo que acababa de oír—. Aunque, claro, hay una cuestión más importante. Puede que ni siquiera queramos contrarrestarlo.

Sus palabras atraparon a Sienna por sorpresa.

—¿Cómo dice?

—Señorita Brooks, puede que no esté de acuerdo con los métodos de Bertrand, pero su análisis del estado del mundo es preciso. El planeta tiene un serio problema de superpoblación. Si conseguimos neutralizar su virus sin un plan alternativo viable, volveremos a estar en la casilla de salida.

El desconcierto de Sienna debió de ser evidente porque Sinskey se rio entre dientes y añadió:

—¿No esperaba este punto de vista?

Sienna negó con la cabeza.

—Supongo que ya no sé qué esperar.

—Entonces quizá puedo volver a sorprenderla —continuó Sinskey—. Como he mencionado antes, líderes de las agencias de salud de todo el mundo se reunirán en Ginebra dentro de unas horas para tratar esta crisis y elaborar un plan de acción. No recuerdo un encuentro de mayor importancia en todos mis años como directora de la OMS —Sinskey miró a Sienna directamente a los ojos—. Señorita Brooks, me gustaría que usted asistiera a esta reunión.

—¿Yo? —Sienna reculó en su asiento—. No soy ingeniera genética, y ya le he contado todo lo que sé. —Señaló el cuaderno de la doctora—. Todo lo que podía ofrecer está en sus notas.

—Ni mucho menos —la interrumpió Langdon—. Sienna, cualquier debate significativo sobre el virus requerirá contexto. La doctora Sinskey y su equipo necesitarán desarrollar un marco moral desde el que elaborar una respuesta a esta crisis. Está claro que, en su opinión, tú te encuentras en una posición única para ofrecer eso al diálogo.

—Sospecho que a la OMS no le gustará demasiado mi marco moral.

—Probablemente no —respondió Langdon—, lo cual hace todavía más necesario que vayas. Formas parte de una nueva línea de pensamiento. Proporcionarás un contrapunto. Puedes ayudarles a comprender la forma de pensar de visionarios como Bertrand; individuos brillantes cuyas convicciones son tan fuertes que deciden tomar cartas en el asunto.

—Bertrand no ha sido ni mucho menos el primero.

—No —intervino Sinskey—, ni será el último. Cada mes, la OMS descubre nuevos laboratorios donde se trabaja en campos controvertidos de la ciencia: de la manipulación de células madre humanas a la cría de mezclas de especies que no existen en la naturaleza. Es perturbador. La ciencia progresa tan rápido que nadie sabe ya dónde se encuentran las fronteras.

Sienna se mostró de acuerdo. Hacía poco, dos virólogos muy respetados —Fouchier y Kawaoka— habían creado un virus mutante H5N1 altamente patógeno. A pesar de las intenciones académicas de los investigadores, su nueva creación poseía ciertos atributos que alarmaron a los especialistas en bioseguridad y crearon una gran controversia en la red.

—Me temo que esta situación solo va a ir a más —dijo Sinskey—. Nos encontramos en el umbral de nuevas tecnologías que no podemos ni siquiera imaginar.

—Y nuevas filosofías —añadió Sienna—. El movimiento transhumanista dejará de ser minoritario. Uno de sus principios fundamentales es que, como seres humanos, tenemos la obligación de participar en nuestro proceso evolucionario, de utilizar la tecnología para que la especie progrese, y crear seres humanos más sanos, más fuertes y con cerebros más potentes. Pronto todo esto será posible.

—¿Y no cree que esa forma de pensar entra en conflicto con el proceso evolucionario?

—No —respondió Sienna sin la menor vacilación—. Desde hace milenios, el ser humano no ha dejado de evolucionar y de inventar nuevas tecnologías: ha frotado palos para obtener fuego, ha desarrollado la agricultura para alimentarse, ha inventado vacunas para combatir las enfermedades y, ahora, está creando herramientas genéticas para ayudar a rediseñar nuestros propios cuerpos y sobrevivir en un mundo cambiante —hizo una pausa—. Creo que la ingeniería genética no es más que otro paso en la larga lista de avances humanos.

Sinskey permanecía en silencio, considerando las palabras de Sienna.

—Entonces usted cree que deberíamos aceptar estas herramientas con los brazos abiertos.

—Si no lo hacemos —respondió Sienna—, mereceremos tan poco la vida como el hombre de las cavernas que muere congelado porque teme encender un fuego.

Sus palabras quedaron flotando en el aire durante un largo rato hasta que alguien habló de nuevo.

Fue Langdon quien rompió el silencio.

—No quiero sonar anticuado —comenzó a decir—, pero he sido educado con las teorías de Darwin y no puedo evitar cuestionar la inteligencia de intentar acelerar el proceso de evolución natural.

—Robert —dijo Sienna con empatía—, la ingeniería genética no es únicamente la aceleración del proceso evolucionario. ¡Es el propio curso natural de los acontecimientos! Se te olvida que ha sido la evolución la que ha creado a Bertrand Zobrist. Su intelecto superior fue el producto del mismo proceso descrito por Darwin: una evolución en el tiempo. La excepcional capacidad de Bertrand para la genética no se debía a la inspiración divina, sino a años de progreso intelectual.

Langdon quedó en silencio, considerando la cuestión.

—Y como darwinista —continuó ella—, ya sabes que la naturaleza siempre ha encontrado un modo de mantener la población humana bajo control: plagas, hambrunas, inundaciones… Pero deja que te haga una pregunta: ¿No es posible que esta vez la naturaleza haya encontrado otro modo de hacerlo? Quizá, en vez de enviarnos terribles desastres y desgracias, mediante el proceso evolutivo ha creado al científico capaz de desarrollar un nuevo método de disminuir la cantidad de seres humanos. Nada de plagas. Ni muertes. Solo una especie más en armonía con el entorno.

—Señorita Brooks —la interrumpió Sinskey—. Es tarde. Tenemos que irnos. Pero antes de hacerlo, necesito aclarar una cosa más. Esta noche me ha dicho varias veces que Bertrand no era un hombre malvado, que amaba la humanidad y que simplemente deseaba tanto salvar la especie que fue capaz de racionalizar la adopción de medidas tan drásticas.

Sienna asintió.

—El fin justifica los medios —dijo, citando a Maquiavelo, el notorio teórico político florentino.

—¿Lo cree de verdad? —preguntó Sinskey—. ¿Piensa que el objetivo que tenía Bertrand de salvar al mundo era tan noble que sancionaba la propagación del virus?

En la habitación se hizo un tenso silencio.

Sienna se inclinó hacia adelante, acercándose al escritorio con expresión decidida.

—Doctora Sinskey, como le he dicho, creo que la forma de actuar de Bertrand fue imprudente y extremadamente peligrosa. Si hubiera podido detenerle, lo habría hecho. Necesito que me crea.

Elizabeth Sinskey extendió las manos sobre el escritorio y, con suavidad, las posó sobre las de la joven.

—Te creo, Sienna, creo todo lo que me has dicho.

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