Inferno

Inferno


Capítulo 50

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El sol ya estaba en lo alto, y proyectaba largas sombras en los estrechos desfiladeros que formaban las serpenteantes callejuelas de la vieja Florencia. Los dueños de las tiendas y los bares habían comenzado a abrir las verjas que protegían sus establecimientos y el aire olía a café expreso y a cornetti recién hechos.

A pesar del hambre voraz que tenía, Langdon siguió adelante. «Tengo que encontrar la máscara… y ver qué se esconde en el dorso».

Le estaba costando acostumbrarse al aspecto de la cabeza calva de Sienna. Su apariencia radicalmente diferente le recordó al profesor que apenas la conocía. Avanzaban hacia el norte por la Via dei Leoni, en dirección a la Piazza del Duomo, el lugar en el que habían encontrado muerto a Ignazio Busoni tras realizar su última llamada.

«Robert —había conseguido decir Ignazio, casi sin aliento—. Lo que buscas está a salvo. Las puertas están abiertas para ti, pero debes darte prisa. Paraíso Veinticinco. Buena suerte».

«Paradiso Veinticinco», se dijo Langdon para sí, todavía sorprendido por el hecho de que Busoni recordara el texto de Dante tan bien para hacer referencia a un canto específico de memoria. Al parecer, en él había algo memorable para Ignazio. Fuera lo que fuese, Langdon sabía que lo averiguaría en cuanto tuviera acceso a un ejemplar del texto de Dante, cosa que haría tan pronto como fuera posible.

A pesar de que la peluca le picaba y de que se sentía un poco ridículo, tenía que admitir que la caracterización improvisada por Sienna había sido un ardid realmente efectivo. Nadie se había fijado en ellos, ni siquiera los refuerzos policiales que acababan de pasar por su lado en dirección al Palazzo Vecchio.

Sienna llevaba varios minutos en silencio y Langdon se volvió hacia ella para asegurarse de que se encontraba bien. Parecía absorta. Probablemente, estaba intentando aceptar el hecho de que acababa de matar a la mujer que les había estado siguiendo.

—Te doy una lira si me dices lo que piensas —dijo Langdon en un tono que intentaba ser animado. Esperaba alejar de su mente la imagen del cadáver de la asesina en el suelo del palazzo.

Sienna salió poco a poco de su ensimismamiento.

—Estaba pensando en Zobrist —dijo—. Intentando recordar todo lo que sé sobre él.

—¿Y?

Se encogió de hombros.

—Casi todo se debe a un controvertido artículo que escribió y publicó hace unos años. Entre la comunidad médica se volvió viral. —Hizo una mueca—. Lo siento, no he utilizado las palabras más adecuadas.

Langdon no pudo evitar reír entre dientes.

—Sigue.

—Básicamente, en ese artículo Zobrist afirma que la raza humana está al borde de la extinción y que, a no ser que ocurra una catástrofe que reduzca de manera drástica la población mundial, nuestra especie no sobrevivirá otros cien años.

Langdon se volvió hacia ella.

—¿Solo un siglo?

—Era una tesis muy sombría. El plazo que daba era mucho más breve que el de otras estimaciones anteriores, pero estaba apoyado en datos científicos muy contundentes. Zobrist se hizo muchos enemigos al declarar que todos los médicos deberían dejar de practicar medicina porque extender la vida humana no hacía sino agravar el problema de la población.

Langdon comprendía ahora por qué ese artículo se había extendido tan rápidamente entre la comunidad médica.

—Como era de esperar —prosiguió Sienna—, a Zobrist lo atacó todo el mundo: políticos, la Iglesia, la Organización Mundial de la Salud; todos lo tildaron de lunático catastrofista que solo pretendía causar pánico entre la gente. Se escandalizaron en especial por la afirmación de que la descendencia de los jóvenes de hoy en día literalmente sería testigo del final de la raza humana. Zobrist ilustró su idea con un «Reloj del Juicio Final» según el cual, si el lapso de tiempo de la vida humana en la Tierra fuera de una hora, ahora nos encontraríamos en los últimos segundos.

—He visto ese reloj en internet —dijo Langdon.

—Pues es suyo y causó bastante revuelo. Los mayores ataques contra Zobrist, sin embargo, llegaron cuando declaró que sus avances en ingeniería genética serían mucho más útiles para la humanidad si, en vez de para curar enfermedades, se utilizaban para crearlas.

—¡¿Qué?!

—Sí, Zobrist argumentó que su tecnología debería usarse para limitar el crecimiento de la población creando cepas híbridas de enfermedades que la medicina moderna no pudiera curar.

A la mente de Langdon acudieron imágenes de extraños «virus de diseño» híbridos que una vez liberados fueran imparables y no pudo evitar sentir una creciente inquietud.

—En unos pocos años —dijo Sienna—, Zobrist pasó de ser el niño mimado del mundo médico a un paria. Un anatema —Sienna se quedó un momento callada y Langdon creyó adivinar en su rostro cierta compasión—. No sorprende que se viniera abajo y terminara suicidándose. Y lo más triste de todo es que su tesis, con toda probabilidad, sea cierta.

Langdon casi se tropieza.

—¡¿Cómo?! ¿Crees que tenía razón?

Sienna se encogió de hombros.

—Robert, desde un punto de vista meramente científico, atendiendo solo a la lógica, no a los sentimientos, puedo asegurarte que, si no tiene lugar un cambio drástico, el fin de nuestra especie se acerca. Y ocurrirá con rapidez. No consistirá en fuego, azufre, el Apocalipsis o una guerra nuclear, sino en el colapso total a causa de la cantidad de gente que habita el planeta. Las matemáticas son indiscutibles.

Langdon se puso tenso.

—He leído bastantes textos de biología —dijo Sienna—, y es bastante habitual que una especie se extinga debido a la sobrepoblación de su entorno. Imagina una colonia de algas de superficie que vive en la pequeña laguna de un bosque, disfrutando de los nutrientes en equilibrio de su entorno. Sin control, las algas se reproducen con tal rapidez que, al poco, cubren toda la superficie de la laguna, impidiendo el paso de los rayos del sol y evitando el crecimiento de los nutrientes. Tras agotar todos los recursos de su entorno, las algas mueren y desaparecen sin dejar el menor rastro —suspiró hondo—. Un destino parecido nos aguarda a nosotros. Más pronto y de manera más rápida de lo que ninguno de nosotros se imagina.

Langdon se sintió perturbado.

—Pero, eso parece imposible.

—No lo es, Robert, solo impensable. La mente humana tiene un primitivo mecanismo de defensa que niega cualquier realidad que provoque un estrés excesivo al cerebro. Se le llama negación.

—Sí, he oído hablar de la negación, pero no creo que exista —respondió Langdon con sarcasmo.

Sienna entornó los ojos.

—Muy ingenioso, pero créeme, se trata de algo muy real. La negación es una parte esencial del mecanismo de defensa del ser humano. Sin ella, cada mañana nos despertaríamos aterrorizados ante la posibilidad de morir. La mente bloquea nuestros miedos existenciales y se centra en cuestiones que podamos afrontar, como llegar a tiempo al trabajo o pagar nuestros impuestos. Para sobrevivir, nos deshacemos de los miedos existenciales tan rápido como podemos, y dedicamos nuestra atención a tareas simples y trivialidades diarias.

Langdon recordó un estudio reciente sobre los hábitos de navegación por internet de los estudiantes de algunas importantes universidades estadounidenses. En él se revelaba que incluso los usuarios altamente intelectuales demostraban una tendencia instintiva a la negación. Según el estudio, después de leer un artículo deprimente sobre el derretimiento de los glaciares o la extinción de alguna especie, la gran mayoría de alumnos buscaba algo trivial que purgara el miedo de su cerebro; entre sus elecciones favoritas estaban las noticias de deportes, los videos graciosos de gatos y los cotilleos de celebridades.

—En la mitología antigua —explicó Langdon—, el héroe que niega la realidad es la manifestación definitiva de hibris y orgullo. Ningún hombre es más orgulloso que aquel que se cree inmune a los peligros del mundo. Dante estaba de acuerdo. En Inferno considera el orgullo el peor de los siete pecados capitales y castiga a los orgullosos en el último círculo del infierno.

—El artículo de Zobrist —prosiguió Sienna— acusaba a la mayoría de los líderes mundiales de negar la realidad y de esconder sus cabezas en la arena. Era particularmente crítico con la Organización Mundial de la Salud.

—Seguro que les encantó oír eso.

—Reaccionaron comparándole con un fanático religioso apostado en una esquina con un cartel en el que pusiera EL FIN DEL MUNDO ESTÁ CERCA.

—En Harvard Square hay un par de esos.

—Sí y todos los ignoramos porque nadie puede imaginar que eso ocurra de verdad. Pero créeme, el hecho de que la mente humana no pueda imaginar que suceda algo… no significa que no vaya a hacerlo.

—Casi pareces una seguidora de Zobrist.

—Soy seguidora de la verdad —respondió enérgicamente—, aunque sea dolorosa y difícil de aceptar.

Langdon se calló. Intentó comprender la extraña combinación de pasión y desapego de la que hacía gala Sienna y, de nuevo, se sintió muy alejado de ella.

Sienna se volvió hacia él. Su rostro se había suavizado.

—Mira, Robert, no estoy diciendo que una plaga que mate la mitad de la población mundial sea la respuesta a la superpoblación. Ni tampoco que debamos dejar de curar a los enfermos. Lo que digo es que el camino actual conduce a la destrucción. El crecimiento de la población es una progresión exponencial en un sistema de espacio finito y recursos limitados. El final llegará de forma abrupta. No será como quedarse poco a poco sin gasolina…, sino como precipitarse por un acantilado.

Langdon exhaló un suspiro e intentó procesar todo lo que estaba oyendo.

—Hablando de lo cual —añadió, señalando hacia la derecha—, creo que ese es el sitio desde el que Zobrist se arrojó al vacío.

Langdon levantó la mirada y vio que estaban pasando por delante de la austera fachada del museo Bargello. Detrás, la afilada aguja de la torre Badia se elevaba por encima de las estructuras circundantes. Se quedó mirando la punta, preguntándose por qué había saltado Zobrist, y esperando que no hubiera hecho algo terrible de lo que después se hubiera arrepentido.

—A los críticos de Zobrist —dijo Sienna— les gusta señalar lo paradójico que resulta que gran cantidad de la tecnología genética que desarrolló esté ahora aumentando la esperanza de vida.

—Lo cual solo agrava el problema de la población.

—Exacto. Zobrist declaró una vez en público que desearía poder meter de nuevo al genio en la botella y borrar su contribución a la longevidad humana. Supongo que ideológicamente tiene sentido. Cuanto más vivimos, más recursos hay que destinar a ancianos y enfermos.

Langdon asintió.

—He leído que, en Estados Unidos, el sesenta por ciento del gasto de sanidad se dedica a mantener a pacientes que se encuentran en los seis últimos meses de su vida.

—Cierto y mientras nuestros cerebros dicen «esto es una locura», nuestros corazones dicen «mantengamos viva a la abuela tanto tiempo como podamos».

Langdon volvió a asentir.

—Es el conflicto entre Apolo y Dioniso, un famoso dilema mitológico. La vieja batalla entre mente y corazón, que rara vez quieren lo mismo.

Langdon había oído que esa referencia mitológica se solía usar en los encuentros de Alcohólicos Anónimos para describir al enfermo. Su mente sabe que la bebida le hará daño, pero su corazón anhela el bienestar que le proporcionará. El mensaje parecía ser: no te sientas solo, incluso los dioses están enfrentados.

—¿Quién necesita agathusia? —susurró Sienna de repente.

—¿Cómo dices?

Ella levantó la mirada.

—Acabo de recordar el título del artículo de Zobrist. Era: «¿Quién necesita agathusia?».

Langdon no había oído nunca esa palabra, pero supuso su significado en base a las griegas que la formaban: agathos y thusia.

Agathusia… ¿quiere decir «buen sacrificio»?

—Casi. Su significado actual es «autosacrificio por el bien común» —hizo una pausa—. También se conoce como «suicidio altruista».

Langdon sí había oído ese término antes. Una vez en relación a un padre insolvente que se había suicidado para que su familia pudiera recibir su seguro de vida, y otra para describir a un asesino con remordimientos que temía no poder controlar sus impulsos asesinos y se suicidó.

El ejemplo más escalofriante que recordaba Langdon, sin embargo, se encontraba en la novela La huida de Logan, escrita en 1967, donde se describía una sociedad futura en la que todo el mundo había accedido de buen grado a suicidarse a los veintiún años; así podían disfrutar de su juventud sin que la cantidad ni la edad de la población mermara los recursos limitados del planeta. Si Langdon recordaba correctamente, la versión cinematográfica había aumentado la «edad límite» de los veintiuno a los treinta años, sin duda para hacer la película más accesible al crucial segmento demográfico de espectadores que iba de los dieciocho a los veinticinco años.

—Entonces, el artículo de Zobrist… —dijo Langdon—. No estoy seguro de entender el título. «¿Quién necesita agathusia?». ¿Lo decía en un sentido irónico? ¿Algo así como «todos necesitamos suicidarnos altruistamente»?

—En realidad, no. El título es una broma, pero iba dirigida a alguien en concreto.

Langdon negó con la cabeza.

—En su artículo Zobrist hacía referencia a la directora de la Organización Mundial de la Salud, la doctora Elizabeth Sinskey, que lleva siglos en el cargo. En el artículo, despotricaba contra ella porque, según él, no se estaba tomando en serio el tema del control de la población. Su artículo decía que a la OMS le iría mejor si la directora Sinskey se suicidaba.

—Un tipo compasivo.

—El peligro de ser un genio, supongo. Con frecuencia, estos seres excepcionales capaces de ver más allá que los demás lo hacen a expensas de su madurez emocional.

Langdon recordó los artículos que había visto sobre la joven Sienna, la niña prodigio con el coeficiente intelectual de 208 y unas funciones intelectuales excepcionales. Se preguntó entonces si, en cierto modo, al hablar de Zobrist no lo estaría haciendo también sobre ella misma; y también, cuánto tiempo más seguiría guardando su secreto.

Langdon divisó entonces el lugar al que se dirigían. Después de cruzar la Via dei Leoni, llegaron a la intersección de una calle excepcionalmente estrecha, casi un callejón. En el letrero se podía leer VIA DANTE ALIGHIERI.

—Parece que sabes mucho sobre el cerebro humano —dijo Langdon—. ¿Era esa tu especialidad en la facultad de medicina?

—No, pero de niña leí mucho al respecto. Me comencé a interesar en la ciencia cerebral porque tenía unos… problemas médicos.

Langdon la miró con curiosidad, esperando que continuara.

—Mi cerebro —dijo Sienna— crecía de forma distinta al de los demás niños y me causaba algunas… dificultades. Me pasé mucho tiempo intentando averiguar qué me ocurría y, de paso, aprendí mucho sobre neurociencia —se volvió hacia él—. Y sí, mi calvicie está relacionada con mi problema médico.

Langdon apartó la mirada, avergonzado por haber preguntado.

—No te preocupes —dijo ella—, he aprendido a vivir con ello.

Mientras se adentraban en el oscuro callejón, Langdon pensó en todo lo que acababa de descubrir sobre Zobrist y su alarmante posición filosófica.

Había algo a lo que no dejaba de darle vueltas.

—Esos soldados —comenzó a decir Langdon—, los que están intentando matarnos. ¿Quiénes son? No tiene sentido. Si Zobrist planeaba crear una plaga ¿no debería estar todo el mundo del mismo lado, intentando evitarlo?

—No necesariamente. Puede que Zobrist fuera un paria en la comunidad médica pero, con toda seguridad, cuenta con una legión de devotos seguidores de su ideología; gente que está de acuerdo con que el sacrificio selectivo es un mal necesario para salvar el planeta. Que sepamos, estos soldados pueden estar intentando asegurarse de que la visión de Zobrist se lleve a cabo.

«¿Un ejército privado de discípulos?». Langdon consideró la posibilidad. Ciertamente, la historia estaba llena de fanáticos y sectas que se suicidaban por muy distintas creencias (porque su líder es el Mesías o porque una nave espacial les está esperando detrás de la luna, o quizá porque el Juicio Final es inminente). Al menos, la especulación sobre el control de la población estaba fundamentada de manera científica. Sin embargo, había algo acerca de esos soldados que no acababa de encajar.

—Me cuesta creer que un grupo de soldados entrenados acepte matar masas de personas inocentes… sabiendo que ellos mismos enfermarán y morirán.

Sienna lo miró desconcertada.

—Robert, ¿qué crees que hacen los soldados cuando van a una guerra? Matan gente inocente y arriesgan su propia vida. Todo es posible cuando una persona cree en una causa.

—¿Una causa? ¿Propagar una plaga?

Los ojos marrones de Sienna lo miraron inquisitivamente.

—Robert, la causa no es propagar una plaga, sino salvar el mundo —se detuvo un momento—. Uno de los pasajes del artículo de Bertrand Zobrist que dio más que hablar era una pregunta hipotética. Quiero que la contestes.

—¿Cuál es?

—Zobrist preguntaba lo siguiente: Si pudieras accionar un interruptor y matar a la mitad de la población de la Tierra, ¿lo harías?

—Claro que no.

—Muy bien. ¿Y si te dijeran que, en caso de no accionarlo ahora mismo, la raza humana se extinguiría en los próximos cien años? —Hizo una pausa—: ¿Lo harías entonces? ¿Aunque supusiera la muerte de amigos, familiares y posiblemente la tuya propia?

—Sienna, no puedo…

—Es una pregunta hipotética —dijo—. ¿Estarías dispuesto a matar hoy a la mitad de la población si con eso pudieras salvar a nuestra especie de la extinción?

El macabro tema que estaban discutiendo había alterado profundamente a Langdon, de modo que no pudo evitar sentirse aliviado al ver el familiar cartel rojo en la fachada del edificio de piedra que tenían enfrente.

—Mira —anunció, señalándolo—. Hemos llegado.

Sienna negó con la cabeza.

—Como he dicho antes. Negación de la realidad.

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