Inferno

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Capítulo 51

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La Casa di Dante estaba localizada en la Via Santa Margherita y era fácilmente identificable por el gran cartel rojo que colgaba en su fachada de piedra: MUSEO CASA DI DANTE.

Sienna se mostró extrañada:

—¿Vamos a la casa de Dante?

—No exactamente —dijo Langdon—. Dante vivía a la vuelta de la esquina. Esto es más bien un… museo. —Langdon había visitado el lugar en una ocasión para ver su colección, pero consistía en poco más que reproducciones de obras relacionadas con la obra del poeta florentino procedentes de todo el mundo. Aun así, no dejaba de ser interesante verlas todas juntas reunidas bajo un mismo techo.

De repente, Sienna pareció animarse.

—¿Y crees que tendrán algún ejemplar antiguo de la Divina Comedia?

Langdon soltó una risa ahogada.

—No, pero sé que tienen una tienda que vende pósters con todo el texto impreso en letra microscópica.

Sienna lo miró ligeramente horrorizada.

—Ya, pero es mejor que nada. El único problema es que mi vista ya no es lo que era, de modo que tendrás que leerlo tú.

È chiusa —dijo un hombre mayor al ver que se acercaban a la puerta—. È il giorno di riposo.

«¿Cerrado por descanso?». Langdon volvió a sentirse desorientado. Se volvió hacia Sienna.

—Pero ¿hoy no estamos a… lunes?

Ella asintió.

—Los florentinos prefieren celebrar el descanso semanal en lunes.

Langdon maldijo entre dientes al recordar el inusual calendario laboral de la ciudad. Como el dinero de los turistas entraba en mayor cantidad los fines de semana, muchos florentinos habían decidido trasladar el día de descanso al lunes para que no se interpusiera en exceso con su principal medio de subsistencia.

Lamentablemente, cayó en la cuenta Langdon, eso también descartaba su otra opción, la librería Paperback Exchange, una de sus favoritas de la ciudad. Ahí sin duda habrían encontrado ejemplares de la Divina Comedia.

—¿Alguna otra idea? —preguntó Sienna.

Langdon lo pensó un momento y al fin asintió.

—Hay un lugar a la vuelta de la esquina donde se reúnen los entusiastas de Dante. Estoy seguro de que alguno tendrá un ejemplar.

—Seguramente también está cerrado —le advirtió Sienna—. Casi todos los establecimientos de la ciudad cierran el lunes.

—Este lugar jamás haría algo así —respondió Langdon con una sonrisa—. Es una iglesia.

A menos de cincuenta metros, al acecho entre el gentío, el hombre del sarpullido y el pendiente de oro permanecía apoyado en la pared, aprovechando esa oportunidad para recobrar el aliento. Su respiración, sin embargo, no mejoraba, y la erupción de su rostro era casi imposible de ignorar, sobre todo en la zona más sensible justo encima de los ojos. Se quitó los anteojos Plume Paris y se frotó suavemente las cuencas con la manga, procurando no reventar las pústulas. Cuando volvió a ponerse los anteojos, advirtió que su presa se había puesto en marcha de nuevo. Tras hacer un rápido acopio de fuerzas, prosiguió la persecución.

A varias manzanas de allí, en el interior del Salón de los Quinientos, el agente Brüder se encontraba ante el descoyuntado cadáver de la mujer del cabello en punta, a la que conocía demasiado bien y que ahora yacía en el suelo en medio de la sala. Se arrodilló a su lado, agarró su pistola y la entregó a uno de sus hombres después de ponerle el seguro.

La administradora, Marta Álvarez, estaba a su lado. Le acababa de ofrecer una breve pero sorprendente relación de todo lo que había ocurrido con Robert Langdon desde la noche anterior, incluida una noticia que Brüder todavía estaba intentando procesar.

«Langdon asegura que sufre amnesia».

Agarró su teléfono móvil y marcó el número. La línea sonó tres veces y luego contestó una voz distante y trémula.

—¿Sí, agente Brüder? Diga.

Él habló con lentitud para asegurarse de que lo comprendía bien.

—Todavía estamos intentando localizar a Langdon y a la chica, pero hay una novedad —hizo una breve pausa—. Y, si es cierta…, lo cambia todo.

El comandante iba de un lado a otro de su despacho, resistiéndose a la tentación de servirse otro whisky y obligándose a hacer frente de una vez a esa situación que no dejaba de empeorar.

Nunca en toda su carrera había traicionado a un cliente ni había dejado de cumplir un acuerdo. Y no tenía intención de comenzar a hacerlo. Pero, por otro lado, sospechaba que se había visto involucrado en una situación cuyo propósito divergía del que había imaginado en un principio.

Un año atrás, el famoso genetista Bertrand Zobrist había acudido a bordo del Mendacium para solicitar que le proporcionaran un refugio seguro en el que pudiera trabajar. Por aquel entonces, el comandante creía que Zobrist estaba planeando desarrollar una medicina secreta cuya patente incrementaría su ya vasta fortuna. No era la primera vez que el Consorcio era contratado por un científico o un ingeniero paranoico que prefería trabajar del todo aislado para evitar que le robaran sus valiosas ideas.

Con eso en mente, el comandante aceptó trabajar para él. No le sorprendió que la gente de la Organización Mundial de la Salud hubiera comenzado a buscarlo. Tampoco le dio mayor importancia al hecho de que la directora misma de la OMS, la doctora Elizabeth Sinskey, pareciera haber convertido la localización de su cliente en una misión personal.

«El Consorcio se ha enfrentado desde siempre a adversarios poderosos».

Como habían acordado, el Consorcio había cumplido su parte del acuerdo con Zobrist sin hacer preguntas, y había frustrado todos los intentos que, durante el período estipulado en el contrato, la doctora Sinskey había llevado a cabo para localizarlo.

«O, mejor dicho, durante casi todo el período».

Menos de una semana antes de que el acuerdo expirara, la doctora Sinskey se las había arreglado para localizar a Zobrist en Florencia y lo había estado hostigando y acosando hasta que el científico se había suicidado. Por primera vez en su carrera, el comandante no había podido proporcionar a un cliente la protección que le había prometido, y eso lo obsesionaba… Igual que las extrañas circunstancias de su muerte.

«¿Prefirió suicidarse… antes de que lo capturaran?».

«¿Qué estaba protegiendo?».

Después de la muerte de Zobrist, la doctora Sinskey había confiscado un objeto de su caja de seguridad, y ahora el Consorcio estaba enzarzado en una dura batalla con Sinskey en Florencia; una suerte de caza del tesoro en busca de…

«¿En busca de qué?».

Instintivamente, el comandante echó un vistazo al grueso tomo que le había dado dos semanas atrás un desquiciado Zobrist.

«La Divina Comedia».

Tomó el ejemplar y lo dejó caer sobre el escritorio. Con dedos temblorosos, lo abrió por la primera página y volvió a leer la dedicatoria.

Mi querido amigo, gracias por ayudarme a encontrar la senda.

El mundo también se lo agradece.

«En primer lugar —pensó el comandante—, usted y yo nunca hemos sido amigos».

Leyó la dedicatoria tres veces más, y luego se volvió hacia el círculo rojo que había garabateado en su calendario. El día siguiente.

«¿El mundo se lo agradece?».

Se quedó mirando el horizonte un largo rato.

En medio del silencio, pensó en el video y recordó la llamada del facilitador Knowlton. «Señor, creo que sería mejor que viera este video antes de hacer nada con él…, el contenido es bastante perturbador».

Esa llamada todavía lo desconcertaba. Knowlton era uno de sus mejores facilitadores, y era muy extraño que hubiera realizado una petición como esa. Sabía que era mejor no sugerir tal infracción del protocolo de compartimentalización.

Después de colocar el ejemplar de la Divina Comedia en un estante, el comandante se acercó a la botella de whisky y se sirvió un vaso.

Debía tomar una decisión muy difícil.

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