Inferno

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Capítulo 53

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«Retornaré poeta… a la fuente de mi bautismo».

Las palabras de Dante seguían resonando en la mente de Langdon mientras conducía a Sienna al norte por el estrecho pasaje conocido como Via dello Studio. Su destino se encontraba al final de la calle y, a cada paso, Langdon estaba más convencido de que la pista que seguían era buena y que habían dejado a sus perseguidores atrás.

«Las puertas están abiertas para ti, pero debes darte prisa».

Al acercarse al final del callejón, estrecho como una sima, Langdon comenzó a oír el leve murmullo del bullicio que les esperaba delante. De repente, las oscuras paredes que había a cada lado dieron paso a una amplia extensión luminosa.

La Piazza del Duomo.

Esta enorme plaza y su compleja red de edificios eran el antiguo centro religioso de Florencia. Con el tiempo, sin embargo, se había convertido en un concurrido enclave turístico, y a esa hora ya estaba repleta de autobuses y multitudes de visitantes que abarrotaban los alrededores de la célebre catedral de Florencia.

Langdon y Sienna se encontraban en el lado sur de la plaza y tenían ante sí el lateral sur de la catedral, con su deslumbrante exterior de mármol verde, rosa y blanco. Ese edificio, tan sobrecogedor en tamaño como en la pericia artística empleada en su construcción, se extendía en ambas direcciones hasta alcanzar una distancia realmente increíble: era casi tan extenso como alto el monumento a Washington de la capital norteamericana.

A pesar de su abandono de la tradicional filigrana de piedra monocromática en favor de una mezcla de colores inusual y llamativa, la estructura era puramente gótica: clásica, robusta y perdurable. En su primera visita a la ciudad, Langdon encontró su arquitectura casi chillona. En viajes posteriores, sin embargo, se pasó horas estudiando la estructura, cautivado por sus inusuales efectos estéticos y, al fin, había llegado a apreciar su espectacular belleza.

Además de motivar el apodo de Ignazio Busoni, el Duomo —o, más formalmente, la catedral de Santa Maria del Fiore— le había proporcionado a Florencia no solo un corazón espiritual, sino siglos de dramas e intrigas. El volátil pasado del edificio iba desde los largos y encendidos debates sobre el muy criticado fresco de Vasari que había en el interior de la cúpula… hasta la disputada competición para seleccionar el arquitecto que la terminaría.

Finalmente, fue Filippo Brunelleschi quien consiguió el lucrativo contrato y completó la cúpula —la más grande del mundo en su época—. Hoy en día se puede ver una escultura dedicada a él en un nicho de la fachada del Palazzo dei Canonici, sentada frente al Duomo y admirando su obra maestra con satisfacción.

Esa mañana, al alzar la vista hacia la célebre cúpula de tejas rojas que en su momento había supuesto un hito arquitectónico, Langdon recordó el día en que decidió subir a lo alto y descubrió que sus estrechas escaleras repletas de turistas eran tan angustiantes como cualquiera de los claustrofóbicos espacios en los que tenía fobia a entrar. Aun así, agradeció la dura experiencia de subir la «cúpula de Brunelleschi», pues le animó a leer un entretenido libro de Ross King con ese título.

—¿Robert? —preguntó Sienna—. ¿Vienes?

Langdon volvió en sí y se dio cuenta de que se había detenido para admirar la arquitectura.

—Lo siento.

Siguieron adelante por el perímetro de la plaza, con la catedral a su derecha, y Langdon advirtió que de las puertas laterales comenzaban a salir turistas que ya habían tachado el nombre del edificio de su lista de lugares por ver.

Sobre ellos se alzaba la inconfundible silueta del Campanile, la segunda de las tres estructuras que formaban el complejo de la catedral. Se la conocía popularmente como el Campanario de Giotto, y su fachada de mármol rosa, verde y blanco no dejaba duda alguna sobre su relación con la catedral que tenía al lado. Esta torre cuadrangular se elevaba hasta la mareante altura de ochenta y cuatro metros. A Langdon siempre le había sorprendido que su esbelta estructura hubiera resistido terremotos y temporales y que todavía permaneciera de pie después de tantos siglos, sobre todo teniendo en cuenta lo pesada que era su parte superior: las campanas eran de más de nueve mil kilos.

Sienna iba a su lado sin dejar de mirar nerviosamente el cielo por si aparecía el drone. Por suerte, el dichoso artilugio no se veía por ningún lado. A pesar de lo temprano que era en la calle ya había mucha gente, y Langdon dijo que lo mejor sería avanzar entre la muchedumbre.

Al acercarse al Campanile pasaron por delante de una hilera de caricaturistas que dibujaban a turistas ante sus caballetes: un adolescente sobre un monopatín, una chica con dientes de caballo blandiendo un palo de lacrosse, una pareja de recién casados besándose sobre un unicornio… A Langdon le parecía gracioso que esa actividad estuviera permitida en los mismos adoquines sagrados sobre los que Miguel Ángel había apoyado su caballete.

Tras rodear la base del Campanario de Giotto, Langdon y Sienna torcieron a la derecha y salieron a la plaza que había delante de la catedral. Ahí todavía había más gente. Turistas de todo el mundo apuntaban sus cámaras de fotos y de video a la colorista fachada principal.

Langdon apenas se fijó. Su atención estaba puesta en el edificio mucho más pequeño que acababa de quedar a la vista. Justo enfrente de la entrada principal de la catedral se encontraba la tercera y última estructura del complejo catedralicio.

También era la favorita de Langdon.

El Baptisterio de San Juan.

Adornado con el mismo mármol polícromo y las mismas pilastras a rayas que la catedral, el baptisterio se diferenciaba del edificio principal por su sorprendente forma: un octágono perfecto. De aspecto parecido al de un pastel, decían algunos, la estructura de ocho lados tenía tres niveles y estaba coronada por un techo bajo y blanco.

Langdon sabía que la forma octogonal no tenía nada que ver con la estética sino con el simbolismo. Para el cristianismo, el número ocho representaba renacimiento y recreación. El octágono era un recordatorio visual del octavo día, en el que los cristianos «renacían» o «se recreaban» a través del bautismo, después de los seis que tardó Dios en construir el cielo y la Tierra y del séptimo de descanso. El octágono se había convertido en una forma común en los baptisterios de todo el mundo.

Aunque Langdon lo consideraba uno de los edificios más impresionantes de Florencia, su localización siempre le había parecido un poco injusta. En cualquier otro lugar del mundo, ese edificio habría sido el centro de atención. Allí, sin embargo, a la sombra de sus dos colosales estructuras hermanas, daba la impresión de ser el más insignificante del grupo.

«Hasta que uno entra», se recordó a sí mismo Langdon, y pensó en el impactante mosaico del techo, tan espectacular que sus primeros admiradores aseguraron que parecía el mismo cielo. «Si uno sabe dónde mirar —le había dicho irónicamente a Sienna—, Florencia es el paraíso».

Durante siglos, en ese santuario de ocho lados se había celebrado el bautismo de incontables celebridades, entre las cuales estaba el mismo Dante.

«Retornaré poeta…, a la fuente de mi bautismo».

A causa de su destierro, no le permitieron regresar a ese lugar sagrado, pero Langdon sentía la creciente certidumbre de que su máscara mortuoria, a través de la inverosímil serie de acontecimientos que tuvieron lugar la pasada noche, sí había conseguido regresar.

«El baptisterio —pensó Langdon—. Este tiene que ser el lugar donde Ignazio escondió la máscara antes de morir». Recordó entonces el mensaje desesperado que le había dejado su amigo y, por un escalofriante momento, se imaginó al corpulento hombre agarrándose el pecho y atravesando a tumbos la piazza hasta un callejón para hacer la que sería su última llamada.

«Las puertas están abiertas para ti».

Langdon se abría paso entre el gentío con la mirada puesta en el baptisterio. Sienna andaba ahora a tal velocidad que él casi tenía que correr para mantener el paso. Incluso desde la distancia, pudo distinguir las enormes puertas principales del edificio reluciendo bajo la luz del sol.

Estaban hechas de bronce dorado y medían más de cuatro metros de altura. Su creador, Lorenzo Ghiberti, había tardado más de veinte años en terminarlas. Los diez intrincados paneles de figuras bíblicas que las adornaban eran de tal calidad que Giorgio Vasari las consideró «incuestionablemente perfectas en todos los sentidos…, y la obra maestra más grande jamás creada».

Fue otro efusivo artista, sin embargo, quien acuñó el sobrenombre que todavía se usa para designarlas. Miguel Ángel había proclamado que eran tan hermosas que eran dignas de considerarse… las puertas del paraíso.

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