Inferno

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Capítulo 54

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«La Biblia en bronce», pensó Langdon mientras admiraba las hermosas puertas que tenía delante.

Las relucientes puertas del paraíso de Ghiberti estaban adornadas con diez paneles cuadrados, cada uno de los cuales representaba una importante escena del Antiguo Testamento. Del jardín del Edén a Moisés, pasando por el templo del rey Salomón, la narración esculpida por Ghiberti se desarrollaba a través de dos columnas verticales de cinco paneles cada una.

Esta impresionante serie de escenas individuales había originado una especie de concurso de popularidad entre artistas e historiadores del arte. Desde hacía siglos, todo el mundo —de Botticelli a los críticos modernos— debatía cuál era «el mejor panel». Por consenso general, el ganador era el de Esaú y Jacob (el panel central de la columna de la izquierda), supuestamente escogido por la impresionante cantidad de técnicas artísticas utilizadas en su elaboración. Langdon sospechaba, sin embargo, que la verdadera razón de la hegemonía de ese panel era el hecho de que el mismo Ghiberti hubiera estampado en él su firma.

Unos pocos años antes, Ignazio Busoni le había enseñado las puertas a Langdon con orgullo, si bien luego había admitido que, tras estar medio milenio expuestas a inundaciones, vandalismo y polución, las puertas doradas habían sido reemplazadas por unas réplicas exactas y ahora las originales se encontraban en el Museo dell’Opera del Duomo para ser restauradas. Langdon se abstuvo de decirle a Busoni que sabía perfectamente que habían estado admirando unas copias y que, de hecho, se trataba del segundo juego de puertas «falsas» de Ghiberti que veía. El primero fue por casualidad: mientras investigaba los laberintos de la catedral Grace de San Francisco, descubrió que, desde mediados del siglo XX, las puertas de su entrada principal eran una réplica de las de Ghiberti.

Mientras permanecía ante la obra maestra de Ghiberti, a Langdon le llamó la atención una sencilla frase en italiano que había en un pequeño rótulo informativo.

La Peste Nera. La Peste Negra. «¡Dios mío! —pensó Langdon—, está por todas partes». Según el rótulo, las puertas habían sido encargadas a modo de ofrenda votiva a Dios; una muestra de gratitud por el hecho de que la ciudad hubiera sobrevivido a la plaga.

Langdon volvió a mirar las puertas del paraíso mientras en su cabeza no dejaban de resonar las palabras de Ignazio. «Las puertas están abiertas para ti, pero debes darte prisa».

A pesar de la promesa de Ignazio, en realidad estaban definitivamente cerradas. Como siempre, de hecho, salvo unos pocos días con motivo de alguna fiesta religiosa. Los turistas solían entrar al baptisterio por la puerta norte.

Sienna estaba a su lado de puntillas, intentando ver algo por encima de las cabezas de la gente.

—No hay manija —dijo—. Ni cerradura. Nada.

«Cierto», pensó Langdon, consciente de que Ghiberti no iba a arruinar su obra maestra con algo tan mundano como aquello.

—Las puertas se abren hacia dentro. La cerradura está en el interior.

Sienna se quedó un momento pensativa.

—Entonces, ¿desde fuera… nadie puede saber si las puertas están cerradas con llave o no?

Langdon asintió.

—Espero que fuera eso lo que Ignazio tuviera en mente.

Dio unos cuantos pasos a la derecha y miró hacia el lado norte del edificio, en dirección a una puerta mucho menos ornamentada —la entrada de turistas—, donde un guía con aspecto de estar aburrido fumaba un cigarrillo y se limitaba a responder las preguntas de los visitantes señalándoles un letrero que había encima de la entrada: APERTURA 13.00-17.00.

«Todavía faltan varias horas para que abra —pensó Langdon, aliviado—. Y hoy aún no ha estado nadie dentro».

Consultó la hora instintivamente, y de nuevo volvió a encontrarse con que ya no tenía el reloj de Mickey Mouse.

Cuando regresó junto a Sienna, había llegado un nuevo grupo de turistas que estaban tomando fotografías a través de la sencilla verja de hierro que había a escasa distancia de las puertas del paraíso para evitar que los visitantes se acercaran demasiado a la obra maestra de Ghiberti.

La verja protectora estaba hecha de barrotes de hierro forjado coronados por unas puntas onduladas y doradas. Parecía más bien una de esas verjas que suelen cercar las casas suburbanas. Como el cartel informativo que describía las puertas del paraíso no estaba colocado en las mismas puertas de bronce sino en esta verja protectora, Langdon había oído que solía provocar no pocas confusiones entre los turistas.

Y, efectivamente, de repente una mujer rechoncha con un suéter de Juicy Couture se abrió paso entre la multitud y, tras ver el letrero, se quedó mirando la verja con el ceño fruncido y dijo con tono de burla: «¿Puertas del paraíso? ¡Pero si parece la cerca de mi perro!». Y se fue antes de que nadie pudiera sacarla de su error.

Sienna extendió las manos y se agarró a la verja protectora para mirar disimuladamente el mecanismo de cierre que había detrás.

—Mira —susurró, volviéndose hacia Langdon con los ojos abiertos como platos—. El candado está abierto.

Langdon miró a través de los barrotes y comprobó que tenía razón. El candado estaba colocado como si estuviera cerrado, pero, al examinarlo con cuidado, podía verse que definitivamente estaba abierto.

«Las puertas están abiertas para ti, pero debes darte prisa».

Langdon levantó la mirada hacia las puertas del paraíso. Si efectivamente Ignazio había dejado abiertas esas puertas, solo tendrían que empujar. El desafío sería hacerlo sin llamar la atención de las personas que se hallaban en la plaza, entre las cuales había, claro, la policía y los guardias del Duomo.

—¡Miren! —exclamó de repente la voz de una mujer que se encontraba cerca—. ¡Va a saltar! —El pánico era perceptible en su voz—. ¡Ahí arriba, en el campanario!

Langdon se dio media vuelta y descubrió que la mujer que gritaba era Sienna. Estaba a unos cinco metros y señalaba el campanario de Giotto.

—¡Ahí arriba! ¡Va a saltar!

De inmediato, todo el mundo se dio la vuelta y levantó la mirada hacia allí. Algunos comenzaron a señalar, aguzando la mirada y haciendo comentarios en voz alta.

—¡¿Alguien va a saltar?!

—¡¿Dónde?!

—¡No lo veo!

—¡¿Ahí en la izquierda?!

El resto de la plaza apenas tardó unos segundos en advertir el pánico de estos primeros turistas y siguió su ejemplo. Con la furia de un incendio en un campo de heno seco, la oleada de miedo se fue extendiendo por la piazza hasta que, finalmente, todo el mundo estuvo mirando hacia arriba y señalando el campanario.

«Marketing viral», pensó Langdon, consciente de que solo tenían un momento para actuar. Agarró la verja de hierro forjado, la abrió al mismo tiempo que Sienna regresaba junto a él y ambos se metieron en el pequeño espacio que había detrás. Entonces, esperando haber entendido bien a Ignazio, Langdon apoyó el hombro en una de las enormes puertas y empujó con fuerza.

Al principio no se movió, pero finalmente, con gran lentitud, la voluminosa sección comenzó a ceder. «¡Las puertas están abiertas para ti!». En cuanto las puertas del paraíso se abrieron un poco, Sienna se metió dentro sin perder tiempo siquiera en mirar si alguien los veía. Langdon fue detrás. Se deslizó de lado por la estrecha abertura y se internó en la oscuridad del baptisterio.

Una vez dentro, ambos se dieron la vuelta y empujaron la puerta para volver a cerrarla. Al instante, el ruido y el caos exterior se evaporaron y todo quedó en silencio.

Sienna señaló una larga viga de madera que había a sus pies. Estaba claro que se trataba del travesaño con el que se atrancaba la puerta.

—Ignazio debió de retirarlo anoche para que pudieras entrar —dijo.

Juntos lo agarraron y lo volvieron a colocar en su sitio, cerrando de nuevo las puertas del paraíso…, y recluyéndose a salvo en su interior.

Durante un momento, permanecieron en silencio, recobrando el aliento apoyados en la puerta. En comparación con la ruidosa piazza exterior, el interior del edificio parecía tan pacífico como el mismo paraíso.

Fuera del baptisterio, el hombre de los anteojos Plume Paris se abrió paso entre la muchedumbre, ignorando las miradas de asco de aquellos que advertían su sangriento sarpullido.

Al fin, llegó a las puertas de bronce tras las cuales Robert Langdon y su acompañante rubia habían desaparecido hábilmente; a pesar del ruido que había fuera, pudo oír cómo la atrancaban por dentro.

«Por aquí ya no se puede entrar».

Poco a poco, la plaza fue volviendo a la normalidad. Los turistas que habían estado mirando hacia el campanario habían ido perdiendo interés en el supuesto suicida y todo el mundo volvió a lo suyo.

El hombre se volvió a rascar. La erupción iba a peor. Ahora las yemas de sus dedos también estaban hinchadas y cuarteadas. Se metió las manos en los bolsillos para evitar rascarse. A pesar del dolor que seguía sintiendo en el pecho, comenzó a rodear el octágono en busca de otra entrada.

Apenas había llegado a la esquina cuando sintió un agudo dolor en la manzana de Adán y cayó en la cuenta de que se estaba rascando otra vez.

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